Salvo quizás por aquella minúscula y casi imperceptible manchita de sangre que fatalmente Mery descubrió en uno de los puños de mi camisa, el plan era perfecto. El arisco gato del vecino, que se pasea por mi terraza, un día sí y otro también, con aire arrogante, encrespando el lomo y ahuecando la enhiesta cola al tiempo que deja ver sus blancos, largos y afilados colmillos, amenazantes. Ese fastidioso y horrible gato, que se diría poseedor de inmunidad diplomática, habría sido declarado culpable y yo disfrutaría ahora del apacible silencio que hoy reina en el salón, antes siempre perturbado por los agudos e insoportables chillidos de la cotorra.
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