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Cine Ficción

El lobby del cine estaba lleno. La fila para entrar se extendía cuanto menos dos calles de largo, y la gente no mostraba ni un momento decepción ante la larga espera. Johan estaba ahí. Él daba fuerza a los débiles. Concedía esperanza a los enfermos. Su solo nombre traía los ánimos perdidos al pobre y al marginado, a los olvidados por Dios en esta inaudita tierra de hombres.

Vestía traje de luces, como los que usan los toreros al partir plaza. No necesitaba ponerle pilas, pues siempre anduvo bien armado. Aunque lo combinaba acertadamente con un par de botas trabajo para implantar un cierto “estilo personal”.

La sonrisa de aquel héroe proveía de un destello de grandilocuencia y fatuidad al mismo tiempo a su ya grandiosa y portentosa imagen.

Era tipo docto y de gran valentía. Lo había demostrado un par de veces al salvar al mundo de la invasión de los Quildam. Otra ocasión incluso peleó a mano limpia contra un grupo salvaje de Wéndigos y terminó con la manada completa, sin siquiera despeinarse, a pesar de ser más de quince sus adversarios.

Era, por otro lado, tan afable y amistoso como un moderno Robin Hood, pues al recibir las bien merecidas recompensas por sus hazañas, repartía entre los desprotegidos. A esta sazón, solía realizar viajes por África para ayudar a la gente más necesitada e instaurar el orden entre las tribus locales, combatiendo a los hambrientos de poder. Todo un superhombre de película. Titán de la modernidad que recibía más de cuatrocientos mil visitas diarias en su sitio oficial de Internet.

Aquella tarde tuvo a bien visitar la ciudad de Monterrey. Sabía por demás que la gente de ahí le admiraba sobremanera. Y decidió colocar su base de comando en el fastuoso cinema Rally.

Rubio, campo de trigo iluminado por el sol, provocaba el desmayo de cuanta jovencita lo miraba. De melena larga, a media altura de la espalda y sujetada con una tan linda donita, se permitía soltar uno que otro guiño para congraciar a sus admiradoras.

Las chicas no podían resistirse a su porte viril y su rostro angelical, de manera que apenas en un par de horas había atiborrado el Hospital más cercano con varios delirios que llevaban impreso su nombre, además del de ginecología, ante la creciente ola de shocks multiorgásmicos en más de un centenar de muchachonas.

Apenas levantaba un poco la vista desde la mesa donde llevaba toda la tarde firmando autógrafos y no faltaba alguna que intentara abalanzarse sobre él con el afán de robarle al menos un beso; en el peor de lo casos rozarlo un poco para palpar de cerquita el paraíso.

Cierta atrevida con suerte había conseguido arrancarle la camisa en un intento desesperado por tocarlo, y como era muy entregado a su público decidió no cambiarla y llevar el torso desnudo a fin de dar gusto a la fanaticada.

Un “hola” entrecortado, culpa de su débil español, y un solo movimiento de su brazo que hiciera surgir aquellos protuberantes y tortuosos bíceps, que ya no se vieran medrados por manga alguna, y las mujeres caían rendidas a sus pies. La ambientación no daba espacio para dudas: un mar de baba alrededor y varios cuerpos de quienes continuaban a los pies pero de la mesa, debido a que las ambulancias ya no se daban abasto con tanta hormona.

La escena, en fin, parecía todo un campo de batalla.

Pero al darse cuenta por fin de lo que estaba pasando, Johan decidió subir a la mesa y hablarle al público para exigir moción de orden. Un pie luego el otro, los músculos de su abdomen denotaban el esfuerzo por levantar tan ostentosa masa de carne.

Conforme erguía su majestuoso cuerpo en las alturas, la fila comenzó a desmoronarse, como fichas de dominó a merced de un dedo cruel que las obligaba a caer una tras otra. Niñas, adolescentes, adultas y adulteras, y uno que otro mariposón, inundaron el suelo, apilados y mezclados entre sí cuan largos y extensos eran.

De pronto, en la entrada del cine, a un lado de la línea de gente que acababa de echarse a buscar hormigas, se escuchó una voz, áspera y aguardentosa, que con tono imperativo se atrevió a gritar: “Trae calcetín”.

Hubo quien inmediatamente se reincorporó para dirigir una mirada de odio al portador de aquel conato de discurso y discusión. La ira de los asistentes no se hizo esperar. Muchos irguieron los hombros con tal de identificar a su nuevo objetivo de combate, listos a destazarle si fuera necesario. Pero se vieron presas de la sorpresa al saber que quien dijo tales palabras era una niña de apenas unos diez años.

¿Qué? ¿Cómo? La incertidumbre se extendió entre la concurrencia. ¿Una niña? Pero si aquella voz parecía haber salido de ultratumba. ¡Qué escándalo! Seguro la estaban inculpando. No podía ser. Imposible. Además cómo demonios iba a saber una inocente criatura el significado de dichas palabras.

Sin embargo, la pequeña empezó a levitar, elevándose poco a poco hasta alcanzar los casi dos metros de altura.

Todos quedaron estupefactos, en pleno pasmo al ver aquella revelación del mal. Todos, menos Johan, quien tras ponerse en cuclillas desenfundó de la bota un cuchillo de caza al más puro estilo Rambo.

La luz natural abandonó el lugar. Parecía que afuera el cielo se nublaba y los ojos de la niña desprendieron sendos rayos de electricidad que atacaban al público presente, convirtiéndolos en montículos de polvo y ceniza. Levantó los brazos en una posición que asemejaba la crucifixión romana y volvió a decir: “Trae calcetín” con voz gutural. Sólo que ahora su voz se acompañaba de un eco espectral, igual de rotundo que sus palabras.

Johan continuaba al acecho, sin cambiar de posición sobre la mesa. Cuando en un instante, rápido como centella, dio un salto enorme y franqueó sin dificultad la distancia que lo separaba de la niña. Hasta que se detuvo a unos centímetros de ella, como suspendido en el aire por alguna fuerza oscura.

Se miraron fijamente sin pestañear.

Desasido de su mano, el cuchillo ejecutó una danza macabra que terminó por arrancarle los pantalones en dos o tres tajos. ¡Y no cayó ningún calcetín!

La niña volteó a la entrepierna del héroe y al momento se dibujó en su rostro un ceño de preocupación. Se avejentó de tal manera que su cuerpo empezó a cambiar. Creció al menos diez años en dos segundos. De pronto, su ropa se vio hecha jirones al no poder contener la nueva voluptuosidad de sus curvas.

A pesar de permanecer completamente inmóvil, Johan sonrió con toda soltura y el brillo de sus dientes iluminó una vez más el cine entero. La chica comenzó a llorar lágrimas de cocodrilo. “Milagro”, gritó algún despistado que pasaba por ahí.

Un tentáculo grande y pegajoso la sujetó del cuello. Johan no dejaba de reír mientras ella ponía cara de angustia al sentirse asfixiada, y entonces…

- ¡Ya, no mames!

- ¿Qué?… Sucedió tal cual te lo estoy contando.

- ¿Neta?

- Por qué no iba a ser así. ¿Qué no viste las noticias del viernes?

- Sí, pero no mames. A mí se me hace que necesitas ver menos caricaturas.

- ¡Estás loca!

- Y ya, mejor súbete los pantalones, que esa historia no te ayuda.

- Si todavía no termino.

- Ni comenzarás. A mí me gustan los hombres. “Chiquitines”, no gracias.

- Pérame, pérame…

- Ni al caso Luís. Ahí nos vemos. Y te aconsejo que, a la otra, mejor le hables en castellano… Por eso no pegas chicle, cabrón.

- Pero ya compré los boletos.

- Adiós.



Y con una sonrisa de oreja a oreja salió del cine, dejando atrás los restos de su visita.

Cuando el equipo SWAT llegó, sólo pudo encontrar los residuos apilados de un héroe de película.


David Soules

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Publicado el: 08-04-2011
Última modificación: 08-04-2011


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