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EL VIGILANTE

Eran las diez de la noche del viernes y Antonio dibujaba en sus labios una ligera sonrisa, algo desacostumbrado en él a esas horas. Nunca antes había deseado que llegase el momento de irse a dormir, se sentía indefenso echado en la cama, solo, y lo más terrible, dormido. Cualquiera podría entrar sigilosamente en su habitación, y sin que notara lo más mínimo, asesinarle en un “tris”. Se gastó una fortuna en psicoanálisis, visitó innumerables charlatanes que le prometían acabar con su angustia aplicando sus infalibles y extravagantes remedios, intentando hacer desaparecer ese miedo, ese horror que no le dejaba pegar ojo. Pero nunca logró nada. Seguía sintiendo en su estómago ese hormigueo indescriptible que produce el miedo.
Pero esta noche, por fin esta noche, podría dormir. Estaba tan seguro de su nuevo sistema de seguridad que su rostro parecía haber rejuvenecido. No recordaba cuantas puertas se habían cerrado a sus espaldas intentando encontrar a quien pusiera en práctica su gran idea. Pero al fin lo había conseguido.
Respiraba paz y tranquilidad mientras entraba en la habitación y comenzaba a desnudarse. ¡Que placer sentía al pensar en el mullido colchón, el suave tacto de las sábanas y el calor de las mantas!.
Sí, esta noche solo tenía que arroparse y dormir, dormir profundamente hasta el amanecer.
Se hundió en la cama sintiendo como se relajaban todos sus músculos, pulsó los botones instalados en la mesita de noche, apagó la luz y no tardó en dormir como un angelito, algo que no había logrado en toda su vida.
Pero su mente no descansaba. Inmerso en su profundo sueño comenzó a ver siniestras formas que se amontonaban alrededor de su lecho, mirase donde mirase había siempre una sombra amenazadora y por más que lo intentaba no conseguía deshacerse de ellas. Se movía frenéticamente de un lado a otro de la cama, sudoroso, con todo su cuerpo en tensión, agarrotado por el terror. En más de una ocasión creyó haberlas vencido para descubrir al instante que continuaban acosándole. Intentaba gritar pero de su garganta no salía el más leve de los sonidos, como si el aire se negara a escapar de sus pulmones por más que lo empujara. Su mano se alargaba una y otra vez intentando alcanzar el interruptor de la luz, pero cuanto más estiraba su brazo, más lejano parecía. Ni siquiera podía oprimir ese pequeño mecanismo para iluminar el dormitorio. Era la única manera de que desaparecieran, tenía que conseguir que la luz llegase hasta el más pequeño y recóndito rincón de la habitación y luchaba desesperadamente, con los dedos abiertos, crispados, estirando el brazo con todas sus fuerzas haciendo resaltar en él las venas azules, tan hinchadas que parecía que iban a romperse de un momento a otro impregnando el dormitorio con su sangre roja y espesa. Le invadía una terrible angustia al notar como sus fuerzas le abandonaban y percibía, cada vez más intensamente, esa horrible sensación de impotencia que continuaba oprimiendo su pecho.
De pronto, cuando ya creía que todo estaba acabado, cuando pensó que su vida quedaba a merced de esas extrañas formas, que no tardaría en morir, cuando ya comenzaba a rendirse, inexplicablemente, como por arte de magia, dejó de verlas. En el dormitorio, siempre oscuro, no se oía nada, nada se movía a su alrededor y su respiración se hizo más pausada al comprender que todo había sido una pesadilla, un espantoso sueño producto de sus antiguas fobias y recordaba, cada vez más calmado, que ahora estaba bien protegido, que su vigilante electrónico no dejaría que le pasara nada malo. Era imposible que hubiese nadie en la habitación pues el sistema que había ordenado instalar la convertía en una fortaleza. Sí, solo era eso, nada tenía que temer.
La leve sonrisa de sus labios volvió a manifestarse y su cuerpo iba abandonando la enorme tensión a la que había estado sometido, sintiendo la suave caricia de las sábanas, sosegado ya su ánimo al reconocerse a salvo de cualquier amenaza.
Pasaron unas horas y Antonio no había sufrido alteración alguna, y sin ofrecer resistencia se dejaba caer poco a poco en brazos de Morfeo. ¡Era un placer tan grande el que ahora inundaba su alma!. ¡Oh, cuánto tiempo hacía que no se sentía de ese modo!.
Las manecillas del reloj estaban cerca de marcar las siete. La hora en que deseaba ser sobresaltado por la maravillosa y estridente alarma. Hoy, por fin, se estremecería por el estruendoso repiqueteo del despertador.
Llegó la hora y el reloj no falló. Antonio abrió los ojos de golpe, sorprendido por el repentino y agudo campanilleo, mirando el techo fijamente durante unos segundos. La confusión alteró sus pensamientos y súbitamente, sintió miedo. Saltó de la cama apresuradamente y, mientras la tensión empezaba a golpearle las sienes, corría desesperado e intentaba alcanzar la única salida del oscuro dormitorio.

Los compañeros de trabajo de Antonio se preguntaban que podía haberle ocurrido. Lo normal hubiera sido encontrarle sentado en su mesa, clasificando sobre ella un abultado montón de folios, darle los buenos días y que él respondiera con apatía. Pero a las diez de la mañana todavía no se había presentado y no sabían nada de él. Era extraño en alguien que en catorce años no había faltado ni una sola vez al trabajo, y no había llegado tarde ni un solo día. Pasaron las horas y Antonio no apareció. Todos se fueron a sus casas pensando que al día siguiente les explicaría una extravagante aventura de fin de semana, o se presentaría con algún informe médico sobre cualquier extraña enfermedad, para justificar su inusual falta de asistencia.
Pero Antonio tampoco se dejó ver esta mañana. Uno de sus compañeros buscó en su cartera y sacó de ella una pequeña libretita en la que anotaba direcciones y teléfonos. Marcaron el número de Antonio y el tono de llamada sonó en el aparato hasta que se cortó, pero nadie contestó.
Pasadas las primeras horas de la tarde, se presentó en la oficina un hombre de aspecto inquisitivo y escudriñador. Se dio a conocer como el inspector Bonipart y comenzó a hacer preguntas sobre la personalidad de Antonio.
La policía le había encontrado en su casa el domingo por la tarde, con el rostro pegado contra la pared transparente del hermético cilindro que le encerraba frente a la entrada de su habitación. Los ojos desorbitados, hinchados y desollados los nudillos por los golpes con los que desesperadamente había intentado llamar la atención de quien pudiese ayudarle. No luchaba entonces contra sus enigmáticas sombras, no le acechaban sus peligrosos enemigos. No, no eran ellos quienes alteraban los latidos de su débil corazón. Estaba despierto, no era una pesadilla. Su sistema funcionó a la perfección. El vigilante atrapó un intruso.


Xosé Manuel

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Publicado el: 11-06-2011
Última modificación: 00-00-0000


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