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Mi primer viaje a Europa - I



En el año de 1956 conocí a Edgardo Padilla Couttolenc, en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde posteriormente obtendríamos nuestro respectivo título de la licenciatura en la especialidad antes señalada. De tez blanca, de estatura muy superior al término medio del mexicano (1.92 Mts.), de voz grave y de trato sumamente formal para su edad, Edgardo se ganaba fácilmente la simpatía de sus condiscípulos por su proverbial amabilidad. Aficionado a la ópera desde muy niño, llegó a incursionar en el medio profesional dentro de dicho género cuando ya era un joven de unos veinticinco años.

A mediados del año de 1957 me propuso Edgardo nos diésemos a la tarea de obtener de nuestros respectivos padres la autorización y el financiamiento para realizar un viaje por Europa. Mi progenitor desde un principio tomó con simpatía la iniciativa de mi amigo y nos propuso invitásemos a un tercero para emprender tan interesante periplo. Fue cuando presenté a Manuel Pizarro Suárez con Edgardo, y ya entre los tres, previa elaboración de un itinerario, nos echamos a investigar la conveniencia de volar de la ciudad de México hacia Nueva York y ahí subirnos a un trasatlántico para ir al Viejo Continente. Manuel también era, al igual que Edgardo y yo, alumno del tercer año de la carrera de leyes, integrándose al triunvirato de futuros “trotamundos” gustosamente desde un principio y con la anuencia de sus padres.

Ninguno de los tres había cumplido la mayoría de edad. Manuel, de menor estatura respecto a la de Edgardo (1.73 Mts.), de piel morena, con facilidad para los idiomas y sumamente juicioso, sería en el viaje a Europa un valioso auxiliar, pues aunque Edgardo hablaba el inglés como si fuese su lengua materna y un poco de alemán, Manuel se defendía bastante bien en inglés, en francés y en italiano. Por aquellos días no era muy común viajar a Europa y mucho menos tratándose de tres jóvenes estudiantes de abogacía. Los “tours” en grupos numerosos y con guía no habían cobrado popularidad, y así las cosas, la mayoría de los turistas iban a una agencia de viajes y con la ayuda de los expertos y de conformidad a sus posibilidades económicas organizaban su itinerario. Por supuesto, los padres de los tres dieron su opinión en la elaboración del recorrido. Mi padre propuso dejásemos España para una segunda ocasión y ante mi oposición Edgardo y Manuel dijeron: -“La propuesta tiene implícito un segundo viaje, nada despreciable”. Al regreso supe porqué mi padre se opuso a la inclusión de España en nuestro recorrido, pues según me confesó, temía que alguno de nosotros se enredara con una linda española y abandonara sus estudios.

Como lo habrá colegido el lector éramos tres señoriítos (no en todo lo que el término tiene de peyorativo, pero señoriítos al fin) con la sana ilusión de viajar y ver personalmente los escenarios naturales de la cuna de nuestra civilización, sobre todo en su origen grecolatino. Es claro, el cine europeo ya había echado raíces en la ciudad de México de hacía algún tiempo y en él apoyábamos nuestros conocimientos alrededor del Viejo Continente, amén de las enseñanzas de nuestros maestros, sobre todo en la escuela secundaria y en la preparatoria. Por cierto, recuerdo las magistrales conferencias de Erasmo Castellanos Quinto en las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria - el Primer Cervantista de América, como le decían por aquellos días -. Don Erasmo, originario de Alvarado, Veracruz, parecía un personaje extraído de alguna novela de Víctor Hugo; vestía camisa negra con traje y saco del mismo color, calcetines y alpargatas negras y usaba un bombín también negro y una luenga barba y bigote al natural, un poco al estilo del pintor mexicano Francisco Goytia, ganador de una bienal con su cuadro “Tata Jesucristo”. Don Erasmo Castellanos adoptaba cuanto perro y gato callejero encontraba a su paso y con ellos compartía su modesto salario, pues les procuraba comida en abundancia y se daba tiempo para llegar siempre puntual al solar sanildefonsino a impartir su cátedra de Literatura Universal, en donde hacía las delicias de la muchachada al platicar, siempre con un dejo teatral, las aventuras narradas por Homero en sus poemas épicos La Ilíada y La Odisea. Como es natural, en el itinerario del recorrido por tierras europeas incluimos a Grecia, además de Francia, Inglaterra, Suiza e Italia. Es decir, muy pocas naciones pero bien visitadas, pues les dedicaríamos incluyendo nuestro paso por los Estados Unidos de Norteamérica, aproximadamente tres meses y medio.
Mi concepción alrededor de Europa también estaba influenciada por mis lecturas, sobre todo las relacionadas con la Segunda Guerra Mundial y las biografías de Filipo de Macedonia, de Alejandro Magno, de Napoleón Bonaparte, de los emperadores romanos y de genios del mal como Adolfo Hitler y José Stalin; y pensadores como Emmanuel Kant y Hans Kelsen. Desde mi adolescencia me aficioné a las películas francesas e italianas, y así, para mí eran títulos favoritos “Arroz amargo”, “Ladrones de bicicletas”, “Roma ciudad abierta”, “Juegos prohibidos”, “Las diabólicas” y otras. Cuando me deleité con la belleza de Elizabeth Taylor (los yanquis también hacían películas con escenarios europeos) en “La última vez que vi París”, empecé a ilusionarme con la idea de conocer algún día la Ciudad Luz, capital de la cultura y de la moda para todos los hombres del mundo.

Recuerdo que en diciembre de 1954 invité a conocer Tuxtla Gutiérrez a mi amigo Servio Tulio Acuña. En el Parque Central le presenté a un tapachulteco de nombre Francisco Díaz Chacón por todos conocido como Paco “Seco”. Fuimos al departamento de Paco con Clemente Castillo, y ahí, el singular costeño, alto y flaco como una caña de bambú, abrió un portafolios que tenía en su escritorio y nos enseñó los boletos del metro de París, su contraseña para ingresar al Museo del Louvre, el programa del cabaret El Lido de París, su boleto para subir a la Torre Eiffel y hasta las envolturas de los chicles que le dieron las azafatas en el avión. Aquellos pedazos de papel eran para nosotros, que no habíamos ido a Europa, verdaderos fetiches y estuvimos a punto de declararlos reliquias históricas. De esa dimensión era el deseo nuestro por pisar las tierras que vieran nacer a personajes como el general Charles de Gaulle, héroe de la resistencia francesa, o a notables hombres de la literatura universal como William Shakespeare y Dante Allighieri.

Para Edgardo Padilla, para Manuel Pizarro y para quien esto escribe el preparativo del viaje tuvo momentos cumbres. Debo puntualizar que el licenciado Ezequiel Padilla, padre de Edgardo, era un erudito en la materia, pues además de haber ocupado el cargo de Embajador de México en Italia y de haber recorrido el mundo en representación de nuestro país en conferencias de derecho internacional, su paso por la Secretaría de Educación y otros destacados cargos públicos le permitía disertar sobre cualquier materia. El licenciado Nicolás Pizarro Suárez, padre de Manuel, renombrado abogado y asesor de compañías afianzadoras y de seguros, por esos días era el Director del Instituto de Seguridad Social al Servicio de Trabajadores del Estado, y por su parte mi padre, el licenciado Julio Serrano Castro, también tenía camino recorrido como asesor del general Lázaro Cárdenas en materia laboral, en su calidad de presidente de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, como Subsecretario del Trabajo y Previsión Social, como Subdirector General del PEMEX y en el Congreso de la Unión en su calidad de senador representando al estado de Chiapas. Es decir, en materia de asesoría teníamos a tres maestros, aunque de diferentes estilos, pues mientras don Ezequiel Padilla nos decía que el alcohol envilece al hombre y lo mejor es no tomarlo, mi padre nos aconsejó pedir en cada comida dos bien servidas copas de vino tinto y don Nicolás, nos dijo: “-Procuren no cometer estupideces, pero chupen como señores”. Por supuesto, fue el tercer consejo el que nos quedó más a tono.

Como el viaje lo iniciaríamos en diciembre fue menester comprar ropa adecuada para el invierno europeo. En la tienda departamental el Puerto de Liverpool encontramos ropa interior larga y de lana, camisas de gruesa franela, guantes, bufandas, abrigo, calcetines de lana y chamarra de piel al estilo de la utilizada por el actor Marlon Brando en la película “El bruto”, con su respectiva borrega, cremallera y cuello de un material especial para no dejar pasar el viento.

Mi padre siempre fue hombre previsor y para evitarme la molesta necesidad de consultar doctores en Europa, pues nadie está exento de enfermedades en los recorridos turísticos, me confeccionó un botiquín y en él introdujo una lista señalando para qué servía cada medicina. Tal medida se hubiese antojado innecesaria a un joven, pero mi padre ya había ido a Europa y únicamente llevó lo más indispensable sin suponer que las medicinas de patente no las venden sin receta de un facultativo y por un simple dolor de oído debió asistir a consulta con un “profesional” de la medicina. Mi padre le indicó al médico el nombre de la medicina requerida para su dolor, pero éste le cobró como si lo hubiese atendido de una apendicitis aguda. El botiquín contenía una jeringa de vidrio con su recipiente para hervirla, pues por esos días no se usaban las jeringas desechables, además, un frasco de plástico (mamila) con alcohol, algodón, antibióticos, pastillas para curar y contener la diarrea, antigripales, gotas para sanar las infecciones de ojos y otras para los oídos, antiácidos, las muy populares sales de uvas para la indigestión, jarabe para la tos, aspirinas, alkaseltzer en cantidades industriales, banditas o “curitas” para las lesiones leves (esparadrapos les dicen en España), mertiolate, gotas para destapar la nariz, antifebriles, pastillas para combatir dolores y otros elementos curativos. Mis compañeros de viaje tomaron a chunga lo del mentado botiquín, pues así por ejemplo Manuel Pizarro me decía: -“Sólo medicina para curar el cáncer no te dio tu papá, porque todavía no la han inventado”, pero ciertamente, a los tres nos sirvió tan previsor botiquín, en donde llevamos hasta vendas y pomadas para mitigar los dolores musculares (Iodex); y si no, pregúntenle a Edgardo Padilla, pues en las Termas de Caracalla, en la ciudad de Roma, sintiéndose algún personaje de las óperas ahí escenificadas en verano, se tiró a un foso de tres metros de profundidad torciéndose un tobillo de manera harto espectacular, pues por sus muecas de dolor y dos o tres mal disimuladas maldiciones, pensamos Manuel Pizarro y yo que estaba fracturado de un pié.

Desde unos dos meses anteriores al inicio del viaje mi padre me daba a tomar todos los días un complejo de vitamina “C” en prevención a los resfriados y a las rinitis, bronquitis y demás calamidades inflamatorias. Los tres futuros émulos de Filias Fog asistimos al odontólogo para hacernos revisar la dentadura y superar cualquier posible contratiempo derivado de una caries o de alguna muela con problemas de mala ubicación, como suele suceder con las denominadas muelas del juicio, pues hubiese resultado verdaderamente lastimoso y hasta cómico viajar tan lejos para ir a consulta con el dentista. Todos nuestros tropiezos de salud los resolvimos con el botiquín de mi padre.
En el mes de mayo de 1999 fui con mi esposa, Isabel Castañón, a España, Francia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, Alemania, Austria, Suiza e Italia, ya con recursos ganados a pulso por mí, pero supe aprovechar las experiencias de los preparativos de viaje de cuarenta y un años atrás, al repetir paso a paso las fases principales, aunque con algunas variantes dada la diferencia de climas de las naciones europeas entre los meses de invierno y verano.

Hecho el anterior comentario marginal paso a mencionar el tan esperado día de la salida, ya en las cercanías de la Navidad de 1957, en un tetramotor de la ciudad de México hacia Nueva York. En el aeropuerto, antes de pasar por las oficinas de migración, me recordó mi padre nuestro mutuo compromiso: él me iba a escribir a las embajadas mexicanas de los países por donde yo pasaría para recomendarme museos, restoranes, centros nocturnos, etc., y yo le platicaría mis impresiones dos o tres veces por semana. En el vuelo de seis horas hice amistad con el actor de cine y teatro Raúl Farell, de aspecto juvenil muy a pesar de su avanzada edad, respecto a la mía. El citado actor a la edad de treinta años representaba personajes de dieciocho. Murió de unos 40 años, al parecer, por un mal hepático.

Edgardo Padilla vivió por espacio de seis años en Scardsdale y Rye, poblaciones del estado de Nueva York, con posterioridad a la aventura política emprendida por su señor padre en las elecciones presidenciales de 1946 al competir contra el candidato oficial, Miguel Alemán Valdés. Don Ezequiel Padilla en dicha campaña debió remar contra la corriente, pues el Partido Revolucionario Institucional era una aplanadora imparable y como este instituto contaba con los recursos oficiales su participación en las contiendas políticas era francamente abrumadora. Don Ezequiel, hombre de exquisita cultura y gran sensibilidad, creyó prudente alejarse de México por una temporada y de esa manera fue como Edgardo tuvo la oportunidad de perfeccionar el inglés. También estudió en el Colegio Alemán de la ciudad de México y vivió en una antigua mansión de la Avenida Revolución en el corazón de Tacubaya en la capital de la República, en las cercanías de la embajada de Rusia.

Manuel Pizarro era egresado de la secundaria y la preparatoria del Colegio Cristóbal Colón de la ciudad de México. Vivía con su familia en una bonita casa de las Lomas de Chapultepec, era asiduo jugador de golf, usaba un automóvil deportivo “MG” de dos plazas y con él compitió en carreras de velocidad en diversos lugares de la República. Siempre tenía dinero suficiente para pagarles las cuentas a los amigos en restoranes de lujo.

Yo era el resultado de una educación bipolar, pues estudié en escuelas particulares y oficiales. Recuerdo entre las primeras a la Mexicana Inglesa y al Instituto México, y entre las segundas el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, la Escuela Secundaria No. 3 “Héroes de Chapultepec” y la gloriosa Escuela Nacional Preparatoria de la Universidad Nacional Autónoma de México. Mi afición principal fue desde muy niño la del periodismo. Mi familia vivía en una casa de la Colonia del Valle.
La primera vez que pisé los Estados Unidos de Norteamérica fue en el viaje motivo del presente relato y ello aconteció en la ciudad de Nueva York. Al pasear por la Quinta Avenida recordé el poema de José Juan Tablada precursor del verso ideográfico: “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos tan lejos de mi vida”. La Catedral de San Patricio, el Parque Central, el río Hudson, la estatua de La Libertad, el edificio de la Chrysler y el Emperador de los Estados, el edificio de la ONU y otras moles de acero y concreto, hacían parecer a los transeúntes como hormigas, pues en esa ciudad de los rascacielos la megalomanía es de primera mano.

Nos alojamos en el Hotel Belmonth Plaza y desde el primer día lavamos nuestra ropa interior, la camisa y los calcetines, pues pagar lavandería en esos hoteles de lujo sólo lo hacían los millonarios en dólares. Para facilitar cualquier gestión nos repartíamos el trabajo equitativamente, y así por ejemplo, a mí me correspondió la comisión para calcular nuestros gastos, provocando ello un jocoso incidente en nuestro primer día de estancia en Nueva York, pues como nos invitó por vía telefónica don Ezequiel Padilla a cenar y nos diera cita en el Hotel Waldorf Astoria, al salir del Belmonth Plaza empezamos a discutir si nos convendría más tomar un taxi o el tren metropolitano. Les dije a Edgardo y a Manuel: -“Vamos a preguntar en donde está el Waldorf y si nos queda cerca nos vamos a pié”. Ellos se rieron de mí aduciendo que era yo un vulgar aldeano si creía que las distancias en Nueva York eran como para recorrerse a golpe de calcetín. Entonces, Edgardo se acercó a un policía y en un inglés casi británico preguntó con su acostumbrado tono teatral: -“Perdone la interrupción amable agente de policía, ¿me podría decir usted que debo hacer para dirigir mis pasos hacia el hotel Waldorf Astoria?” El policía levantó su garrote hacia la acera de enfrente y dijo: -“Abra la puerta que tiene usted a veinte metros y penetre en ella”. Don Ezequiel nos llevó a un restaurante especializado en finos cortes de carne en donde cenamos pantagruélicamente y al siguiente día nos propuso ir a un cine para conocer la proyección de un documental en pantalla de 180 grados y con sonido de 360 grados. El boleto de entrada nos costó $3.50 USA en los mismos días en que Ernesto P. Uruchurtu, regente de la ciudad de México, mantenía en 4 pesos (equivalentes a 34 centavos de dólar) la entrada a los cines de primera.
Edgardo, verdadero conocedor de las mejores óperas nos llevó a Manuel y a mí a ver y a escuchar “La fuerza del destino” y en otra ocasión “Payasos” y “Caballería Rusticana”. Cuando don Ezequiel se regresó a México entre los tres jóvenes amigos tomamos la “suite júnior” que el papá de Edgardo había ocupado por varios días en el Waldorf Astoria. Nos rentaron el cómodo departamento a un precio de verdadera ganga gestionado por el licenciado Padilla en su calidad de asiduo cliente del hotel, en donde por cierto conocimos al actor Gary Cooper y al cantante Harry Belafonte.

Ya en las cercanías del último día del año nos propuso Manuel ir a la risueña New Haven en donde tiene su asiento la universidad de Yale, a visitar a la familia Finch en donde había pasado largos períodos vacacionales. El recorrido de unas dos horas en tren nos pareció del otro mundo, pues el convoy se desplazaba a 130 kilómetros por hora y hacía rápidas paradas al estilo del tren metropolitano. La familia Finch nos atendió como si Edgardo y yo fuésemos sus viejos conocidos, para agradar a Manuel, con el que ya habían convivido en diversas ocasiones. En una fiesta de despedida me dediqué a platicar con las amigas de la citada familia, según yo en inglés, y como las muchachas tomaran a risa todo lo que les decía, les pregunté a mis amigos cuál era el motivo de tanta hilaridad. Me dijeron: -“Ellas dicen que hablas como Tarzán”.
El servicio doméstico en los EE.UU. no es tan común como en México, y de esa manera, en la casa de la familia Finch nos repartíamos el trabajo para preparar la comida y después para levantar la mesa. A mí me daban tareas tan simples como picar la ensalada y secar los trastes en la cocina. Edgardo y Manuel hacían trabajos similares.

En el río Hudson abordamos el trasatlántico “Queen Mary” en los primeros días de enero de 1958. La escena se me grabó en el subconsciente para toda la vida pues la he soñado decenas de veces y en ocasiones en forma de pesadilla, toda vez que se nos va el tiempo en cubrir trámites y nunca podemos subir al barco. Cuando despierto tengo la sensación de tener la misma edad de aquellos días.
Quien hubiese visto la película “Titanic” ya tiene una clara idea de cómo es el “Queen Mary”: un impresionante trasatlántico de cerca de 90 mil toneladas de desplazamiento, de poco más de 300 metros de largo, con capacidad suficiente como para integrar una pequeña ciudad flotante entre sus pasajeros y tripulantes, con sus largos pasillos curvados como gigantescas hamacas, con sus fastuosos comedores, sus albercas exteriores e interiores, sus salas para el cinematógrafo, sus bares y cientos de camarotes en sus tres clases: turista, cabina y primera. Por cierto, en primera clase después de las 5 de la tarde exigen a los pasajeros vestir de etiqueta. Naturalmente, nosotros viajamos en la clase intermedia, pues la denominada “turista” no tiene muchas comodidades, aunque ahí se divierten los pasajeros sin hacer mayores gastos. La reglamentación del barco es muy estricta. Los pasajeros pueden visitar las clases inferiores pero no las de superior categoría. Como el viaje tenía una duración de seis días se editaba un periódico con noticias internacionales, las del país de la línea naviera y las propias del barco, con la lista de pasajeros y la ubicación de los mismos en las tres referidas clases.

Para diversión de los pasajeros la tripulación organizaba diversas actividades. Por las mañanas torneos de tenis de mesa y por las noches una lotería de números llamada “bingo” para jugarla con cartones, previa compra de los mismos. En uno de los torneos de tenis de mesa quedé como subcampeón.
Los tres amigos teníamos un camarote con cuatro literas y baño privado. Una noche Edgardo y yo nos dedicamos a parlotear sabrosamente mientras Manuel dormía. Aproximadamente a las dos de la mañana Manuel despertó y al vernos vestidos pensó que ya era de día (teníamos un camarote interior) y nos reclamó porque –según él- no lo habíamos despertado “para ir a desayunar”. Se metió al baño, se rasuró, se vistió y nos propuso fuésemos juntos al comedor para tomar el desayuno. Como no habíamos sacado a Manuel de su error, le dijimos: -“El barco está pasando por una zona de aurora boreal pero a la inversa, es decir, en lugar de verse un resplandor el cielo está totalmente oscuro”. Manuel salió del camarote se asomó hacia el mar en la puerta de uno de los pasillos de nuestro nivel y regresó muy asustado, reconociendo que él “nunca había visto un fenómeno natural tan interesante”. Volvió a salir del camarote y a los cinco minutos regresó para reclamarnos lo hubiésemos victimado con semejante broma, pues “el comedor estaba vacío” y su reloj marcaba las 02:45 horas. Edgardo y yo reímos de un hilo. En el comedor compartimos la mesa con unos japoneses. Estos orientales señores al vernos hacían con la cabeza un ligero ademán, sonreían y decían: “¡Ah!, Mequissco”, para recibirnos como cortesía con el nombre de México pero dicho al estilo de ellos.

Todos los días nos pedían por los altoparlantes del barco adelantar una hora nuestros relojes para ajustar el tiempo. En aguas internacionales no se pagan impuestos y de esa manera una botella de buena champaña nos costaba cinco dólares. Una noche un marinero me apostó una botella de champaña a que no aguantaba cinco minutos en la cubierta del barco pero parado en la barandilla de proa. Me fui al camarote y me puse mi mejor ropa de abrigo. Estábamos navegando en aguas heladas muy al norte y soplaba un fuerte aire huracanado. La quilla del barco salpicaba agua muy fría que apenas permitía ver. Ya a la intemperie y no obstante toda la ropa de abrigo que cubría mi cuerpo el aire me golpeó con tal fuerza que me hizo sentir como si estuviese desnudo A los treinta segundos de estar afuera empecé a comprender la teoría de la relatividad del tiempo en el espacio, pues los segundos se me hacían minutos. Como es natural, me metí para decirle al marinero que se iba a tomar a mi salud una botella de legítima champaña francesa.

El primer puerto europeo que tocó el barco fue el de Cherburgo, Francia, en donde bajamos a caminar por espacio de unas cuatro horas. Nunca había visto tantas mujeres con bebés en carriolas del estilo de las usadas por las familias pudientes de la ciudad de México entre 1930 y 1945, ni tantos paraguas en las calles. Desde el parque central de Cherburgo vimos arriba de las azoteas de las casas las tres enormes chimeneas de nuestro barco. Años después al leer en los periódicos el anuncio de una película titulada “Los paraguas de Cherburgo”, recordé mis vivencias del aludido puerto francés. El mal tiempo empeoró, pues el “Queen Mary” no pudo acercarse a los muelles de Southampton y fue necesario nos auxiliaran con pequeñas embarcaciones. La noticia apareció en los periódicos de México con la consiguiente alarma de mis familiares.
La primera gran capital europea conocida por nosotros fue Londres.

Aunque es un error común considerar al Reino Unido como un gigante caído, según algunos autores, esa imagen podría reflejar la realidad si se compara la economía británica actual con la de los tiempos del gran imperio, pero en términos reales en todo el siglo XX y no obstante los estragos causados por la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra es y ha sido un país próspero y de una señalada actividad industrial, y en todos los órdenes económicos de una innegable superioridad respecto a la mayoría de naciones. Edgardo, Manuel y yo encontramos una sociedad pujante y en Londres ciertas anomalías derivadas de las ambiciones expansionistas de Hitler, no obstante el paso de trece años a partir de la rendición de la Alemania nazi. Así, vimos solares en donde antes de la guerra se levantaron edificaciones que al ser derruidas por las bombas de la aviación alemana, dejaron al descubierto vestigios de construcciones de la época del imperio romano, y de esa manera presenciamos con grata sorpresa que no se había perdido el señorío de la ciudad y cómo se extendía con belleza urbanística en ambas márgenes del Támesis. La necesidad de afrontar una circulación vehicular invertida respecto a la del Continente Americano, nos causaba constantes sobresaltos al ver pasar toda clase de automóviles y camiones, incluidos los de dos pisos, en un sentido opuesto al de nuestras naturales reacciones instintivas. Los ingleses son muy tradicionalistas y por ello mantenían en aquél entonces tres figuras para ellos institucionales: su Reina, su circulación a la izquierda y su moneda (posteriormente adaptada al sistema decimal) llamada Libra Esterlina e integrada de una manera inaccesible a nuestro entendimiento, con peniques, chelines, coronas y medias coronas. De las citadas tres tradiciones dos continúan incólumes: la Reina y la circulación a la izquierda. Cabe consignar un dato curioso: la forma como nos acogíamos a la honestidad de los ingleses al efectuar un pago en alguna tienda o restaurante, pues de la bolsa del pantalón extraíamos los billetes y las monedas y las poníamos a la disposición del empleado, como diciendo: “Usted sí entiende su galimatías monetario, entonces, tome lo conveniente o necesario”. En los aparadores de las tiendas era común ver en la mercancía tres cifras separadas por una diagonal, así por ejemplo 3/15/4, quería decir: tres libras, quince chelines y cuatro peniques. Ni los mismos ingleses entendían semejante enredo.

A pesar del intenso frío para desilusión de los tres amigos no vimos caer nieve en Londres aunque sí suficiente neblina como para cortarla con cuchillo, pero la mayoría de los días sin ser demasiado soleados eran claros. Nos hospedamos en un hotel céntrico de nombre Cumberland junto al Arco de Mármol (Marble Arch) de Hyde Park y desde ahí hacíamos salidas, generalmente en esos típicos taxis negros de carrocería cuadrada y que hasta la fecha subsisten con un aspecto muy similar a los de hace cuarenta y tres años. Fuimos a la Torre de Londres en donde nos enseñó el guía el sitio preciso en donde fue decapitada Ana Bolena por órdenes de su esposo el rey Enrique VIII, bajo el cargo de traición y adulterio. Dentro de bien custodiadas vitrinas vimos a una mínima distancia las joyas de la Corona Inglesa. Hicimos un completo recorrido en el Museo Británico para experimentar por primera vez en el viaje el interminable recorrido de salas con objetos de todo el mundo, sin faltar por supuesto, las de la antigua civilización egipcia y de la no menos vetusta cultura griega, con sus columnas, sus frisos, sus bien ornamentados capiteles, esculturas de mármol, pinturas de todas las épocas, armas primitivas y de la era moderna y tantas maravillas imposibles de describir como las de la sala de las grandes columnas del templo de Amón en Karnak, o bien, las estatuas de los faraones de Egipto En lo personal, me llamó la atención sobre manera el ver la Piedra Rosetta encontrada por un solado de Napoleón en Egipto y ese mismo día le escribí a mi padre para decirle emocionadamente: “...conocí el monolito gracias al cual se descifraron los jeroglíficos egipcios”, y por otro lado, para decirle en tono de indignación que los ingleses tenían en el Museo Británico las más importantes esculturas del Parthenón de la Acrópolis de Atenas. Inclusive, a Edgardo no se le puede olvidar que los originales de las estatuas griegas se encuentran en el citado museo en una habitación denominada “Elgin Room”, por haber sido Lord Elgin, entonces representante inglés en Grecia, quien tuvo a bien llevarse esos originales a Londres.

Por aquel entonces Londres tenía aproximadamente ocho y medio millones de habitantes y estaba considerada como la primera ciudad de Europa. Nos explicaron que su núcleo primitivo se convirtió en la Edad Media en un importante centro urbano, denominado actualmente la “City”, pero hasta el siglo XVI se empieza a configurar el Gran Londres con su West End, el Westminster, el Parlamento, la Abadía cuna de la religión protestante iniciada por Lutero, denominada precisamente con el nombre de la zona y conocida mundialmente como la Abadía de Westminster edificada al oeste de la “City” y en donde están las tumbas de los reyes y los hombres más ilustres de Inglaterra. El edificio de estilo gótico fue edificado en 1840 en el lugar del primitivo, destruido por un incendio en 1834; está a orillas del río Támesis y es la residencia del Parlamento. En tan magnífica edificación se encuentra a un costado el reloj más popular de Europa, el Big-Ben.

Recuerdo con bastante precisión Trafalgar Square, pero con más frescura Picadilly Circus en donde deambulaban mujeres de vida no muy edificante a las cuales sus "presuntos amigos" las procuraban como si se tratase de señoritas decentes. “Bonito está el asunto –dijo Manuel Pizarro-, aquí a las cariñosas además de darles dinero todavía hay que enamorarlas como a señoritas de la mejor sociedad”.

En Covent Garden vimos una representación callejera de un par de sujetos con la suficiente imaginación y talento como para presentarse en teatros de primera, pero ellos preferían trabajar en el mundo de la calle ante la mirada de sus conciudadanos y de turistas, como nosotros, dispuestos a tirarles en el sombrero una media corona o algunos chelines. Por las tardes, salíamos de nuestro hotel para ir al Arco de Mármol a oír a los oradores callejeros en una esquina en donde la tradición inglesa permite tratar cualquier asunto en público sin cortapisas de ninguna clase. A estos improvisados Demóstenes se les llama por hablar subidos en una caja de jabón: “soap-box orators”.

Éramos de espíritu tan sano y candoroso los tres alegres viajeros de la presente historia como para no visitar los “pubs” (cantinas o bares ingleses), y a cambio de ello, un día nos fuimos a conocer la Universidad de Oxford en la ciudad del mismo nombre en donde la construcción de ese centro de estudios se antojaba a la vista más un castillo normando que un sitio dedicado a las labores académicas.
El edificio nos pareció de un señorío excepcional, pero ya en una primera prueba de nostálgico nacionalismo, concluimos en “no cambiarlo por nuestras queridas instalaciones de la Ciudad Universitaria de la ciudad de México”.

Dentro de las principales recomendaciones de nuestros progenitores recordábamos a menudo la de asistir a buenos sitios para comer opíparamente. De tal manera, un buen día escogimos uno de los mejores restoranes de Londres especializado en comida internacional y hacía ahí dirigimos nuestros pasos. Como procurásemos ajustar nuestros horarios alimenticios a la costumbre de cada lugar llegamos al establecimiento cuando se encontraba repleto de comensales. Vimos en el centro del elegante sitio una mesa vacía y al acercarnos a ella descubrimos hacia un costado una especie de barra y junto a ella a tres meseras de cara angelical y cuerpo de tentación, como para pensar que estábamos en el Cielo o mínimamente en la sucursal del edén. Los tres mecánicamente buscamos la mejor ubicación para no perdernos el espectáculo de tan lindas inglesas. No advertí que Edgardo con su metro y noventa y dos centímetros de estatura se dispuso a tomar asiento en la silla jalada por mí con la intención de colocarla estratégicamente a mi servicio y gozar con comodidad el panorama. Edgardo, ocupado como estaba en flirtear con una de las meseras no advirtió mi movimiento mediante el cual le retiré la silla, pero al sentir caer su cuerpo en el vacío instintivamente buscó la orilla de la mesa para asirse de ella, pero como ya estaba lejos del mueble sólo alcanzó a jalar el mantel echándose encima todo el servicio de platos, jarra con vino, servilletas, cubiertos, mantequillera, cesta de pan y copas. Al momento de la espectacular caída de Edgardo todas las miradas estaban puestas en nosotros, posiblemente por la manera torpe y abrupta como irrumpimos en el lugar. Las meseras olvidándose de las miradas lascivas de los tres turistas mexicanos corrieron a ayudar a Edgardo mientras los comensales irrumpían en sonoros aplausos y carcajadas, por creer que se trataba de un número escenificado por tres cómicos contratados por el restaurante, según nos explicaron después. Cuando a Edgardo lo limpiaron y lo sacudieron, quitándole de encima cubiertos, servilletas de tela, saleros y ensaladeras, me miró fijamente y con su grave voz me recriminó: -¡Julio, nunca me imaginé fueras capaz de semejante broma!
De inmediato le presenté a mi caballeroso amigo mis disculpas pero de momento no creyó en la sinceridad de mis palabras. El paso del tiempo le demostró mi aprecio y respeto hacia su fina persona.

Antes de abandonar Londres hicimos el intento de presenciar un cambio de guardia en las afueras del Palacio de Buckingham, residencia en Londres de los soberanos ingleses desde 1837 y construido en 1703 por un duque del mismo nombre, pero no fuimos en el día y hora convenientes o por ser temporada baja de turismo no prosperó nuestro propósito y de tal manera nos limitamos a recorrer el imponente parque de los aledaños del palacio. En mayo de 1999 tuve la oportunidad en compañía de mi esposa de grabar en cinta de video la ceremonia completa de cambio de guardia, presidida por un vistoso desfile encabezado por una banda militar que interpreta con maestría marchas inglesas y de Souza, el notable músico autor del himno de la Marina de los Estados Unidos de Norteamérica. Como es de suponerse, visitamos los tres jóvenes estudiantes la catedral de San Pablo, segunda en importancia por sus dimensiones, superada en tamaño únicamente por la catedral de San Pedro de Roma. Las canteras y mármoles de la fachada estaban visiblemente sucios y le restaban un poco de señorío a la catedral. Nos explicaron que el “smog” integrado por la niebla baja con hollín y otras materias en suspensión, era el causante de tan feo aspecto. El anglicismo “smog” ya cobró carta de naturalización en la ciudad de México desde hace tres décadas aproximadamente.

Llegamos a la estación del ferrocarril en Londres “rayando el caballo” y comprobamos la veracidad de la proverbial puntualidad inglesa, pues a la hora señalada, ni un segundo antes ni un segundo después, empezó a caminar el tren, subiéndonos al mismo ya en movimiento para ir al puerto de Dover de la provincia de Kent, para tomar el “ferry boat” que nos llevaría a través del Canal de la Mancha a Calais, Francia.

Nota.- por razones técnicas continuará esta narración en una Segunda Parte.













Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 10-09-2005
Última modificación: 17-09-2005


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