Siempre que no me marcho despidiendo
de los tristes e insípidos ambientes,
es porque encuentro síntomas patentes
de que la fiesta mucho está perdiendo.
Y si de pronto veo removiendo
mis bajos fondos casi transparentes,
sin que medien razones evidentes
es que llegó la hora de estarse yendo.
Porque cuando me miro desde fuera
observador acérrimo y normal
del cambio repentino de mi juicio,
no hay forma de quitar de mi mollera
una salida menos natural
que no me fuerce a renunciar al vicio.
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