Murió entre jóvenes adeptos
tomando la cicuta buenamente,
queriendo recordar al firmamento
que la muerte es mentira si se sueña,
que la fe una patraña si se esquiva.
Solo habló, no legó escritos
ni leyes, ni prebendas,
tampoco necedades o guerras ancestrales;
combatió la impiedad, la injusticia
y todo aquello que mordía la evidencia.
Predicaba en las calles
mensajes que los dioses odiaban
y nunca se escondía en la mentira
del sofista asediado y perenne.
Habitó en las almas griegas
con sapiencia, dulzura y templanza,
traspasando lo eterno, lo tangible.
Nadie como él dibujó la palabra.
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