Los mirlos transformaron mi sueño en realidad. Los violines y los coros infantiles tornaron en profundos silbidos cuyos ecos reconstruían una sinfonía aún mejor que aquella que abandoné dentro de mi cerebro. El aire parado de la madrugada comenzó a rebelarse entre las hojas de los árboles, provocando una suave percusión que acompañaba con ritmos de faldas de palmas de bailarinas tribales. Fue un preludio armonioso de otras entradas instrumentales, anárquicas en el tempo pero con una frecuencia y una intensidad crecientes. Ronquidos rotos por timbres y toses, encendidos estridentes de motores, sintonías entremezcladas de diferentes emisoras de radio, buenos días emitidos por distintos tonos vocales, runruneos constantes de afeitadoras, batidoras...
En resumen, parecía una mañana como tantas, pero surgió una gran sorpresa: la creciente luz sufrió un apagón inmediato, como si alguien hubiera apretado un interruptor. Mi vida terminó de repente...
(Notas en la habitación 505)
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