Mañana de escarcha en Buenos Aires y un camino de bellas avenidas y semáforos que nos paran e invitan a acomodar las cosas en la guantera, arreglar el peinado, cuando de pronto una nube de espuma nos invade el parabrisas y un par de manos laboriosas enjuagan cristales empañados, con la velocidad de un guiño de colores y no hay Dios que impida esa labranza de limpiadores de esquinas y barreras, porque ellos llegan en bandadas, con sus baldes y trapos desgastados, con champúes de raras calidades a limpiar lo limpio o lo dudoso, bajo el frío cortante del invierno o el Sol calcinante del verano, en ese peaje de espuma cotidiano que nos espera en el parpadeo rojo de la calle.
En la noche de blondas marquesinas, donde la Av. Corrientes va quedando sin peatones, cuando el último comensal dejó la última propina en el boliche paquete de Recoleta o Puerto Madero, un ejército de sombras que se mueve, atacan los tachos de basura, remueve y consume con fruición, las sobras de las sobras que dejaron. Porque hay quienes cenan lo cenado y los que cenan los restos de los restos que quedaron. Porque comen primeras unas sombras y luego llegan las sombras de las sombras a nutrirse de aquello que dejaron.
Son sus manos que hunden en las bolsas y cestos de basura, las que luego de cenar los contenidos, separan prolijas los cartones, papeles, botellas o rezagos y regresan con carros tambaleantes, cargados de todo lo que pueden. Algunos cartoneros han reemplazado la carretilla a tracción humana por un carro, donde a menudo va la familia que ayuda a apilar las cosas, para poder acarrear más “mercadería”, mientras un flaco caballo, los arrastra como puede. A veces el frío o el calor, hacen que la pobre bestia mal nutrido y exhausta, se desplome y lo apaleen sus dueños, tratando de ponerlo en movimiento. En el mejor de los casos el desdichado, será decomisado y llevado a una dependencia policial, donde recibirá mejor alimento y cuidados que sus dueños, hasta que un juez decida su destino. Sabido es que en la ciudad está prohibida la tracción a sangre y la Ley Sarmiento condena el maltrato animal, pero ellos nada saben, solo saben que necesitan de su carro y su remolque para cirujear en el mundo de los otros, el mundo de nosotros.
La noche se hace dormitorio en los umbrales, en los andenes, en las plazas y bajo los puentes del camino. Hay quienes encuentran buenos sueños, cavando en terraplenes del ferrocarril o durmiendo en las bóvedas de pulcros cementerios.
Los cafés del centro son un peregrinar de niños que lustran por monedas, o venden flores o estampitas o simplemente miran azorados los bocados que van hacia otras bocas.
Y llega un momento de locura, donde resulta imposible cubrir tanto desnudo, alimentar tantas manos extendidas, porque el diario caminar nos hace cada día menos humanos, porque no hay moneda que valga en los pobres bolsillos desgastados, de los comunes transeúntes de este suelo.
Y uno comienza a no verlos, a justificar la frase de quienes opinan que lo que le damos hoy se lo “chupan” en vino mañana.
¡Y que caramba!, si se lo chupan en vino, buena falta les hace para olvidar tanto dolor, tanta marginalidad, en medio de los brillos de los otros.
Cuando arribaron nuestros ancestros, buscando la tierra prometida, al llegar al Hotel de Inmigrantes, escucharon el canto de los pájaros y dijeron que aquí comerían bien, porque los pájaros cantaban felices, porque no se habían extinguido como en su patria. Era verdad, nuestros pájaros canoros, nunca habían formado parte de la dieta cotidiana, para mitigar el hambre. Eran otros tiempos y la pobreza se combatía trabajando, ahorrando y el paisano, ayudaba al paisano.
Había códigos.
Había palabra empeñada.
Había apretón de manos y mucho para hacer.
No es fácil caminar sin sentir culpa, aunque apenas vivamos con lo puesto, cuando hay un mundo de pobreza a cielo abierto, transitando las calles sin destino, como un ejército gris a la deriva, que nos espera, con ojos gastados y manos rotas de hurgar en la basura, con bocas sin dientes y vientres que cargan otras vidas, que sumarán penurias a penurias, pero las monedas se acaban y los semáforos siguen sumando artistas callejeros, paraolímpicos, vendedores de rifas e ilusiones. Cada calles es oferta o reclamo de carencias.
Fueron llegando y sumándose a la capital, desde pueblos cercanos o lejanos, encandilados por las luces de Buenos Aires. Algunos dejaron una sencilla vida provinciana, por una promiscua vida en las villas, donde se aprende a ser “carenciado”. Lúmpenes marginales de las grandes ciudades con niños que corren inocentes entre el barro, la tierra y la basura, de mangas mocosas de contener dolores, de secar sus narices, de enjugar sus lagañas, de espantar los insectos que caminan la cara, que caminan sus abultadas panzas, llenas del hambre que los desnutre, hasta transparentar sus huesos.
Hoy los ojos y las manos extendidas, suplicando una limosna, no me dejan ver el paisaje, me hacen sentir culpable de cada espacio que transito, porque al salir de una tienda, veré rostros curtidos, macilentos asechando mi paso, porque de tanto no tener, comienzan a desear el bien ajeno y son tan apetecibles las Nike gastadas de mis hijos, como el helado o el sándwich de sus manos.
Hoy por hoy los diarios parecen redimir tanto despojo que nos rodea, fruto de crisis y crisis que fueron opacando, transformando gentes plenas de trabajo, en seres que luchan de profundo para poder asomar la cabeza de ese sumidero de fracasos y allí surgen algunos sobrevivientes, notables emergentes que los titulares glorifican: Maradona, Tévez, o se rescatan como la bellísima modelo excartonera, Daniela Cott (*) y se hace de ellos ejemplo de superación social.
La indigencia forma parte del mobiliario urbano de ciertas ciudades que de tanto verla, genera en la gente una anestesia espiritual, llamada indiferencia.
Los pobres son invisibles, impiadosamente invisibles para quienes se habituaron a transitar el asfalto, a vivir con ellos y de ellos, pese a ellos, hasta que un buen día, un cierto día comiencen a verlos y ya será tarde, demasiado tarde para todos …
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