Alejandro llegó a este mundo en una soleada mañana de octubre en la risueña ciudad de Monterrey, rodeada de altas y pedregosas montañas tan firmes en su contorno como la espalda dentada de un cocodrilo.
Creció al lado de sus progenitores y evidentemente se sentía solo por no contar con un hermanito, pero era un niño con el don de la inteligencia y tenía siempre a flor de labio palabras de amor para sus padres y amigos. Por las mañanas iba al jardín de niños y en las tardes se entretenía en su habitación con toda clase de juguetes, incluido un pequeño radio y toca discos que sus abuelos Julio y Chabelita le obsequiaron el mismo día en que nació.
En ese aparato su mamá, de nombre Ana Olivia, le colocaba los discos de los más afamados artistas y de tal manera desde muy pequeño Alejandro aprendió a reconocer a Luciano Pavarotti y a Andrea Bocelli, dos artistas italianos de fama mundial a los que aprendió a identificar desde las primeras notas de sus limpias y bien timbradas voces.
Ya se acercaba la Navidad y el padre de Alejandro, a quien le llamaban Leopoldo, lo condujo a ver los escaparates de las tiendas para que el niño escogiese su regalo de las ya cercanas fiestas navideñas. A través de las vidrieras lucían en todo su mágico esplendor los patines con sus ruedas en fila, las bicicletas multicolores y de gruesas ruedas de hule, los trenes eléctricos tan similares a los auténticos como para pensar que un mago había convertido en juguete a un tren de verdad. Las pelotas de todos los tamaños y de un colorido similar al del arco iris parecían brincar por si solas y los barcos de vela colgados del techo de la tienda simulaban la navegación aérea en un mar carente de olas pero pleno de luces centelleantes.
Alejandro al ver a una linda muñeca sentada en el enorme árbol de Navidad de la tienda la señaló. Su padre extrañado le preguntó si no prefería un tambor o un castillo con soldaditos de plomo. Alejandro señaló nuevamente la muñeca y con voz firme dijo:
-Quiero una hermanita.
Al siguiente año a la mamá del niño le nació una hermosa morenita, de ojos grandes, oscuros como la obsidiana y de mejillas hermosas como carne de pomarrosa a la que pusieron por nombre Paula. Y esa es la muñeca con la que a diario juega Alejandro, el niño de las dulces y poéticas peticiones.
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