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Tripas Tlaxcaltecas

Ya eran casi las once y aún seguían conversando…

––¿Y si lo tiramos al río? Ahí hay tanta mierda que cualquiera podría confundir los pedazos con un trozo de carne que tiraron por el resumidero, dijo primero Raúl.

––No creo que sea buena idea. Una tripa te lo creo, pero dudo que alguien confunda el antebrazo con un pedazo de T-bone, le respondió Eduardo.

*****

Mientras más dejaban pasar el tiempo, la desesperación los consumía. Los minutos se iban poco a poco, entre pláticas y más pláticas, sin llegar a ningún lado. Surgían así, en el andar de las manecillas, decisiones, una tras otra, acerca de lo que debían hacer con el cuerpo. La habitación al cabo de un rato había comenzado a impregnarse con un hedor nauseabundo, extraña combinación del perfume expelido por los platillos que se encontraban sobre la mesa y la sangre derramada encima de la alfombra, que, para acabarla de joder, interrumpía la concentración de los dos jóvenes.

Todo comenzó unos días antes, con la llegada de una carta que avisaba la visita de uno de los primos de Raúl, justamente a principios de la semana siguiente.

Raúl esperaba con ansias la llegada de su primo Miguel, que venía de Tlaxcala, y pensaba mantenerlo un tiempo en la ciudad para que conociera las maravillas que encierra Monterrey. Desde el arribo de la carta, los recuerdos de la infancia lo habían comenzado a golpear. Aún guardaba en la memoria algunas nociones, aunque pobres, de las reuniones familiares que se celebraban una vez al año y eran ocasión para ver a todos los tíos, primos, sobrinos, nietos, políticos, sanguíneos y colados, pues no había ninguno que faltara a la cita.

Sin importar adónde se los hubiera llevado la vida, todo el mundo tenían que regresar a San Julián una vez al año cuando menos.

Las reuniones acontecían en la casa de la abuela Zamora, la matrona de la familia, a quien Raúl aún veía en su imaginación, aunque a medias tintas, junto con todo lo demás: la piñata, la fiesta, los tamales oaxaqueños que preparaba la tía Lorena con ese sazón de chuparse los dedos; los juegos, las botellas de tequila que engullían los mayores afanosamente; y el grito del mariachi después de las dos de la mañana, cuando las copas ya comenzaban a hacer estragos entre los asistentes. Todo el conjunto creaba en la mente de Raúl un conmovedor recuerdo, mitad verdad y mitad mentira, que hacía surgir lágrimas de sus ojos a sabiendas que pronto vería de nuevo a su primo.

Cuando niños, Raúl y Miguel fueron los mejores amigos que podrían existir: jugaban al fútbol en la calle Iturbide antes de que la pavimentaran, iban juntos los domingos a casa de la abuela Zamora en compañía de la familia a tomar champurrado y comer tamales de azúcar con pasas, aunque en más de una ocasión fueron agraciados con sus respectivas tundas y palizas por parte de la doña, señora de recio carácter, pues eran fanáticos de prender cuetes junto al sillón del abuelo justo después de la cinco de la tarde, hora en que el viejito, con ya sus 75 años, se acomodaba a dormitar la siesta.

Iban a la misma escuela desde que estaban en la primaria, más por disgusto que por casualidad, ya que en el pueblito donde vivían no había más que una primaria, una secundaria, y de ahí en adelante a fregarse en el arado. Sin embargo, había quienes corrían con mejor suerte, como Raúl, que se había venido a Monterrey a estudiar el bachillerato técnico en la universidad.

Entre recuerdos y más recuerdos, a Raúl lo devoraban las ansias de ver a Miguel, hasta que por fin llegó el día esperado.

Al principio todo transcurrió de manera normal. Eduardo, el roomie de Raúl, con quien ya llevaba tres años viviendo, tenía la tarea de limpiar el departamento mientras su compañero iba al aeropuerto para esperar el vuelo G314, en el cual arribaría Miguel cerca de las ocho de la noche. Eran mediados de julio y el calor de la ciudad, como de costumbre, era insoportable hasta para los naturales.

Al llegar al aeropuerto, Raúl se vio víctima de las crueles circunstancias ante la falta de clima artificial, debido a una falla en el generador interno del aeropuerto. La gente que transitaba por los pasillos sudaba a chorros, y unos perfumaditos, otros no, entonaron en la nariz de Raúl una sinfonía de olores crudos, que ya de por si apestaban por completo el lugar.

Para su buena suerte, el vuelo de Miguel no se demoró mucho. Llegó justo a tiempo, tal como la aerolínea lo había previsto. Y al dar las 8:15, como indicó una voz femenina en el altoparlante, ya estaba aterrizando el susodicho G314 proveniente de Tlaxcala, ante lo cual Raúl debió moverse al andén por donde entrarían los pasajeros.

No hubo necesidad alguna de utilizar esos letreritos estúpidos al estilo de “¡Oye imbécil, aquí estoy esperándote!”, se reconocieron a primera vista. Aunque habían pasado un par de años desde la última reunión familiar a la que asistió Raúl, y en la que se encontraron la última vez, los rasgos faciales, bien distintivos de Miguel, y la enorme verruga que adorna la nariz de Raúl, con todo y un pelo que bien podría pasar por bigote de gato, fueron suficientes para acertar el parentesco.

Tan pronto se vieron, corrieron uno al otro para abrazarse furtivamente, y el contacto corporal ayudó a reafirmar la idea de haber atinado con la persona correcta: el apestoso sudor de Raúl, que hedía tal cual lo haría el de un vagabundo, y la esencia abrupta de cigarro que desprendía la boca de Miguel cada vez que pronunciaba palabra alguna, sirvieron una vez más para confirmar su acierto.

Los primos salieron del aeropuerto, envueltos por la alegría, y la oscuridad de la noche cubría el estacionamiento casi por entero. Se dirigieron al Volkswagen modelo 68, propiedad de Raúl, para comenzar el viaje de regreso con rumbo al departamento. Les esperaba un largo recorrido que aprovecharían para hablar, como lo exige la etiqueta en tales ocasiones, de qué tanto habían hecho durante el tiempo que no tuvieron contacto.

Mientras tanto, Eduardo se encontraba entregado a la limpieza del hogar.

El departamento que alquilaban ambos, Raúl y Eduardo, en la zona centro, se encontraba hecho un desastre. Esto ayudaba a afirmar la idea que tenía Eduardo de que los hombres no fueron hechos para las labores domésticas. Él y Raúl se habían conocido en una convención de juegos de mesa a la que asistió con su familia, ya que no tenía amigos que compartieran este hobby.

Eduardo era fanático de los juegos y las animaciones desde muy pequeño, y ya era costumbre para él asistir a ese tipo de convenciones, se llamaran como se llamaran, pues se celebran varias a lo largo del año.

Cuando vio a Raúl por primera vez fue afuera del baño de hombres. Le llamó la atención su color de piel, tan moreno y que contrastaba con lo claro de sus ojos, además de ser tal vez la única persona en un kilómetro a la redonda que no traía un disfraz de Jedi o de Sith, o una camiseta negra con un montón de navecitas plateadas dibujadas al frente, dado que la convención se dedicaba esta ocasión a la Guerra de las Galaxias.

En su primer encuentro apenas y cambiaron algunas palabras, pero se dejaron muy buena impresión mutuamente, tanto así que cuando se encontraron por casualidad en una de las calles del centro se saludaron como si fueran amigos desde chiquitos. Fue ese momento, y una posterior taza de café, lo que habría de marcar su destino.

Hacía ya tres años desde la convención, y dos con once meses desde el café. En todo ese tiempo las cosas habían cambiado un poco, como que ahora Eduardo andaba de doméstico recogiendo porquerías por todo el departamento.

La limpieza era un trabajo arduo, pero alguien lo tenía que hacer.

Sin embargo, en tanto más dedicación le ponía a la faena el montoncito de basura que había juntado en el balcón se volvía poco a poco una montaña de desperdicios. Tierra, polvo, un cartón de leche que nunca se terminaron y que tenía un contenido coagulado y de aspecto mantecoso, con una peste que…, tortillas mohosas, pedazos de pizza echados a perder; la mayoría de las cosas salidas de la habitación, y que habían estado juntándose hacía bastante tiempo.

Hacía ya dos horas que Raúl se había ido a recoger a su primo cuando Eduardo estaba dándole los retoques finales a la sala de estar. Sólo faltaba un poco de aromatizante ambiental y todo listo. La basura, como siempre, debajo de la alfombra.

El reloj de la pared de la sala anunciaba las nueve y treinta, hecho que comenzaba a provocar la impaciencia de Eduardo. De repente aparecieron en la puerta del recibidor. Raúl y Miguel se veían contentos; la plática y los viejos recuerdos hicieron emerger en ellos un ánimo descomunal. Hicieron las debidas presentaciones y se sentaron a conversar, ahora los tres, ambientados por “Los chicos no lloran”, en la voz de Miguel Bosé, la cual también había ambientado el papel de cenicienta que acababa de interpretar Eduardo.

Después de tomar un par de copas de whisky en la sala, que a pesar de lucir impecable conservaba los rastros de algunos chicles viejos y mullidos en los cojines, pasaron al comedor para degustar la cena.

Miguel se sentó en un lado de la mesa y Raúl por el otro, mientras Eduardo se dirigió a la cocina para traer los sacrosantos alimentos.

Todo lo sucedido hasta el momento anunciaba una velada inolvidable; y en realidad lo fue…

Diez de la noche con quince minutos. Eduardo arribó a la mesa con un gran platón que contenía el guiso principal: tripas de cerdo al ajillo por un lado, y sesos en vinagreta con aderezo de piña y queso cottage por el otro.

Dijo haber sacado las recetas de un libro de cocina oriental que le heredó a su madre algún familiar lejano, y que él recibió legado de manos de ella.

A pesar de la extravagancia de los platillos, Miguel no emitió queja alguna. El problema inició unos segundos después.

Eduardo tomó asiento junto a Raúl y con una enorme sonrisa en la boca lo agarró de la mano, solamente, al menos por lo que se podía ver encima de la mesa:

––Te dije que me iba a lucir, mi amor, señaló Eduardo a Raúl con toda tranquilidad.

Los demás comensales, o más preciso, Raúl y Miguel, se quedaron estupefactos ante el comentario; sobre todo Miguel, quien abrió los ojos a tal grado que parecía que se le iban a desorbitar.

Raúl empezó a sudar frío, tan frío que Eduardo, su comensal conjunto, y ahora declarada pareja, que hasta el momento había parecido tan alegre, se vio un tanto extrañado.

––Te pedí que no dijeras nada hasta después de la cena, después de que hubiese hablado con él. Dijo Raúl a Eduardo, pero con la mirada fijamente puesta en las reacciones de su primo.

––No hay problema, ¡diversidad! Alegó Eduardo, mientras se disponía a hincar el colmillo en el taquito de sesos que ya se había preparado, pues al ver que a nadie parecía interesarle la comida, él decidió entrarle duro y tupido al guisado. Aunque imaginaba que esos platillos no eran precisamente para taquear, eso a él le venía valiendo madres. Pensaba que merecía algo más de respeto tras haber estado de gata todo el día.

Miguel continuaba inamovible del otro lado de la mesa; totalmente inmutable. Cabe destacar que el pueblo en el que Miguel nació y se crió junto con Raúl, y que se encuentra justamente a dos kilómetros del centro de Tlaxcala, además de pequeño, es muy costumbrista y conjuga entre sus principios toda una gama de lo tradicional, lo inquisitorio y lo moralista, muy al estilo del siglo XIX. Por ende, provenía de una familia tradicionalista a ultranza, y en su vida nunca había concebido la existencia de la homosexualidad, pues para él era "pecado ante los ojos de Dios".

Miguel se levantó de la silla de súbito, sin dar tiempo a que los jóvenes reaccionaran. Raúl parecía haber sido abducido por alguna fuerza extraña fuera de su control, mientras que Eduardo estaba demasiado entretenido con los taquitos de sesos y queso cottage que tanto le habían gustado, y por lo cuales pensó que habría sido buena opción poner un frasquito de mostaza en la mesa.

––¡Son putos! Dijo Miguel con los ojos llenos de ira.

––¡Maldito seas! Tú, la deshonra de mi familia.

Al terminar de hablar se abalanzó sobre Raúl para intentar ahorcarlo, y éste no pudo reaccionar al ataque porque se había paralizado, en parte, no del todo... pues al entrar en conciencia de la situación y ver a su primo volar hacia él, no pudo hacer más que cagarse del susto.

La reacción exacta: una mueca que asemejaba las muñequitas Cabbage Page, una flatulencia que había nacido con el clásico sonido de una “trompetilla asterística”, y los brazos en posición de monito luchador, de esos que venden en los tianguis de todo el país y que los papás les compran a sus hijos al por mayor, como si a los pobres chamacos les gustara tener cincuenta changos iguales pero pintados diferente.

Al ver a Miguel totalmente fúrico, con los ojo inyectados de sangre, y escuchar la trompetilla de Raúl, Eduardo recordó que había olvidado preparar frijoles. Para él no había mejor complemento para una buena comida que unos tacos de frijoles con su salsita roja bien molcajeteada, con ese no sé qué que da orgullo de ser mexicano.

Los primos forcejearon unos minutos. Raúl, muy a su pesar, no podía hacer absolutamente nada en contra de la tozudez de Miguel, buen ejemplar de rancho, y se conformaba con defenderse a como su débil cuerpo se lo permitía. Pero empezó a sucumbir, entre arañazos, piquetes de ojo, patadas, trompetillas y uno que otro graznido salido sabrá Dios de dónde, cuando el oxígeno en su cuerpo comenzó a faltarle.

Un par de veces estuvo a punto de perder el conocimiento entre los dedos de Miguel, que apretaban su tráquea, y el trozón de mierda que estaba embarrándosele en el pantalón. Pero sabía que no debía rendirse, sabía que si perdía el conocimiento lo haría por un largo rato, pues ya no era tan joven, y al despertar lo más seguro era que tuviera el pantalón pegado a las nalgas por el adhesivo natural que contenía.

Entonces todo cambió. Los ojos de Miguel, antes furiosos e iracundos, se perdieron en la nada, o simplemente, dejaron de ver a Raúl. Su mirada se clavó en la alfombra y su cuerpo entero comenzó a caer lentamente.

La primera idea que llegó a la mente de Raúl era que sus trompetillas habían resultado efectivas por primera vez en su vida.

Miguel cayó de lado. Y cuando Raúl reaccionó, lo primero que vio fue a Eduardo de pie, frente a él, con una mano ensangrentada, de la cual escurría sin parar el vital líquido... y un taco en la otra, de la cual escurría una sustancia amarillenta y viscosa, que también podía observarse junto a su boca.

––Gracias a Dios tenemos mostaza, dijo Eduardo muy orgulloso, y enseguida ayudó a Raúl a incorporarse.

Una vez en pie los dos, se abrazó a Raúl para comenzar a sollozar en su hombro:

––¡Lo maté!… ¡Lo maté sin compasión!… Continuó mientras sobaba la espalda de su ahora comprobado novio con el taco que traía.

Al final, Raúl tuvo tatuada una especie de carita feliz en amarillo pollo, con un trasparentoso tono pálido.

Ése fue un momento crucial en la vida de ambos jóvenes. Sabían que a partir de allí ya nada volvería a ser igual, que cargarían en su conciencia con la vida de un buen samaritano, cuyo único defecto fue el haber sido homofóbico.

Tuvieron que recurrir a una mente fría y a sus “nervios de acero muerde-almohadas” para poder solucionar lo ocurrido.

Lo primero que tuvieron a bien fue revisar el cuerpo de Miguel: tenía un tenedor para carne clavado en la espalda a la altura del pulmón derecho, que por eso no tuvo tiempo de decir ni pío, y el chorrito que surgía de los agujeros a los lados parecía ya más bien una fuga de petróleo.

Eduardo de puso histérico en ese momento, epistemológicamente hablando, y dio inicio con una serie de gritos que no llegaron a más de dos gracias a la intervención de Raúl, que reaccionó para taparle la boca, con la mano, a fin de que no los delatara con lo vecinos.

La razón de sus gritos: una posible mancha en la alfombra.

Cinco cachetadas: todo fue paz y tranquilidad.

La siguiente media hora discutieron acerca de lo que debían hacer con el ahora occiso. Mientras, éste se desangraba en la alfombra, a pesar de la preocupación de Eduardo porque esto no pasara, pues sería extremadamente difícil limpiarla. Además, a él siempre le tocaba el trabajo sucio.

Daba la impresión de que el mono se iba a descomponer muy rápido debido “a la calor” que se dejaba sentir en la ciudad, incluso por las noches.

Para colmo de males el departamento no contaba con aire acondicionado ni siquiera medio lavado, por lo que sabían que debían encontrar una salida lo más pronto posible o morirían de inanición con los gases que pudiera causar el cuerpo. Ya de por sí con las trompetillas de Raúl el departamento parecía zona bacteriológica.

Después de una par de días de debate, en los que ninguno de los dos asistió a sus respectivos trabajos, llegaron por fin a una solución: lo destazarían -pero no le quitarían sus tazos- y después se desharían de las partes una por una.

Lo difícil fue hallar la manera de hacerlo, así que la discusión se extendió un día más, en el que ambos debieron faltar de nuevo debido a la situación que los agobiaba.

Al fin, ya después pedirían incapacidad por daño psicológico.

De repente, casi a medianoche de un infausto jueves, y con cerca de setenta y dos horas sin mover el cadáver, a Eduardo se le ocurrió una idea mientras recogía los platos de la mesa, los cuales habían permanecido allí desde el percance. Una solución que pondría fin al problema y que no tardaron para poner en práctica. Sólo eran necesarios unos cuantos utensilios, una vasijota y mucha dedicación y paciencia…

*****

Los dos siguientes meses después del incidente, del que no hablaron a nadie, ni siquiera a su terapista de pareja, el departamento recibió visitas a sobremanera: familiares, amigos, compañeros de trabajo, ex compañeros de escuela, etcétera, etcétera, etcétera… y los colados, locas y travestís que animaban las reunioncitas de vez en cuando.

Raúl y Eduardo, de pronto todos unos gourmets, ofrecían por lo menos cada dos o tres días una gran cena para sus allegados, a los cuales agasajaban con enormes banquetes, solamente, pues se habían prometido fidelidad.

La única condición era que cada quien contribuyera con su parte de la bebida para que no se les cargara la mano. Ya el chupe lo arreglaría cada quien por su cuenta.

Un detalle que se distinguió a lo largo del tiempo que duró tal dadivosidad, fueron siempre los platillos que ofrecían, en su mayoría exóticos y/o extravagantes, puestos en la mesa sobre vasijitas de Tupperware transparentes.

El detalle parecía muy singular, ya que a un lado del comedor se encontraba una alacena con una hermosa vajilla de porcelana.

Dichos platillos fueron siempre alabados por sus comensales, por originales y engañosos en el sabor, que bien podía pasar de lo picosito a lo meloso, pero sin ser melindroso, sin importar la apariencia que tuvieran.

Al ser cuestionados acerca de ellos, por lo regular los jóvenes decían haberlos sacado de un recetario de comida oriental que le regaló a Raúl, por herencia, algún primo lejano... proveniente de Tlaxcala.


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Publicado en:
Calidoscopio. Cuentos Estudiantiles. Facultad de Filosofía y Letras, UANL, México: 2006.
ISBN 970-69-42920


David Soules

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Publicado el: 05-07-2011
Última modificación: 13-07-2011


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