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LOTERÃA (Antología - II Premio Prov.Emma Rosa Mosto/14-4-2003)


Caminaba hasta la Avenida Lope de Vega, para jugar al Loto, a la Quiniela, a lo que fuere, por centavos. Cuadras que recorría a paso vivo entusiasmada.
Comenzó por cábala a ir a esa agencia, además no era del barrio y sus escapadas con las monedas del vuelto, no se notaban. A veces hasta tenía suerte y se compraba alguna
chuchería, o prendas de moda, con el talle que su esfuerzo iba alcanzando.
El médico la había casi obligado a caminar por el corazón y para bajar “triglicéridos” y los otros no se que, que la apremiaban.
Debía encontrar motivación, nada de sedentarismo, y la Quiniela, el Loto, etc., finalmente la pusieron en marcha, logrando esa huída temporaria, en busca de la suerte y su diario paseo.
Poco a poco se fue equipando. Un día las zapatillas, otro los pantalones, no, todavía no
arriesgaba con las calzas, pero sí la bincha, el buzo y la campera deportiva de colores
fluorescentes.
Esta rutina de apurar las baldosas, comenzó a dar sus frutos. Ya se miraba entera en el
espejo y hasta hundía la panza, afinando sus contornos.
Eso de salir todos los días, hizo que postergara plumeros y que más de una sopa naciera de cubitos y no de verduras procesadas. O que la plata del trinchante, no brillara con el lustre frenético, obsesivo al que su afán por pulir los metales de la casa, sometía tarde a tarde.
Comenzó a demorarse en la perfumería, al regreso del súper, con la carne o la leche en el changuito, al límite de fermentar sin heladera. Entretenida en esos menesteres un día casi derrite el helado de la cena, eligiendo una tintura con la experta de belleza de L’Oreal, que la llevó al mundo del color y del peinado, en una charla amena y distendida, que la convenció que el cabello deslucido avejentaba.






A estas alturas las apuestas eran un pretexto para experimentar perfumes y algún que otro maquillaje, a que se obligaba en esta etapa de contemplarse en las vidrieras, mientras pasaba con andar más ágil y ligero.
Los lujos, esos breves lujos que a veces cabían en su mano, no salían de su casi exiguo monedero. Eran el fruto de algún triunfo de pizarra o bolillero, que se apresuraba a consumir dichosa, al regreso de su paso por el local de Loterías.
El agenciero y su mamá eran la parada cotidiana de todas las mañanas, en esa suerte de posta del regreso, el pretexto para retomar el camino hacia su casa, donde siempre le
esperaban una constante de deberes; las tareas del hogar, los chicos, y alargar el sueldo de Juan, su marido, para llegar a fin de mes sin concesiones.
Mario y Mabel, eran cordiales, de criterios abiertos como para compartir las noticias del
diario, a esa hora desmembrado en secciones. Política, deportes, espectáculos, modas y cultura. La de deportes terminaba casi exhausta, de tanto circular por los señores que hacían de sus hojas pergamino, mientras discutían sobre los goles o el equipo que debía vender más jugadores.
Con el tiempo supo que Mabel era viuda y que Mario, quien rondaba los cuarenta era su único hijo y soltero.
Mario era muy especial, de modales muy finos, con manos delicadas que parecían absorber los objetos, cuando se posaban sobre ellos. En verdad se movían como alas.
En los días fríos comenzó a compartir con ellos reconfortantes cafecitos, fue entonces que se animó a comprarse mochilita, para aportar a la tertulia mañanera golosinas caseras. Así supo que adoraban tanto los polvorones, como las Magdalenas o ensaimadas, que ella cocinaba entusiasmada, porque de tanto andar entre asaderas, y sartenes, ya nadie ponderaba en su casa, lo que salía de esa cocina, de horno consumido por horas de cocciones primorosas.





Juan y los chicos, solían devorar tantos primores, sin articular comentarios, solo se quejaban cuando se tostaban demasiado, o cuando repetía alguna receta, porque se aburrían de comer siempre lo mismo.¿lo mismo?. Si ni siquiera pasaban por el plato, era
tan veloz el consumo de la casa, que salían del horno los manjares, y calientes caían en manos de voraces comensales, que no esperaban que el calor abandonara la asadera.
A veces, quedaban algunos restos salvados del naufragio, sabiamente guardados en la alacena, que serían rescatados al regreso de la escuela, del trabajo o del partido.
Hacía tiempo que había dejado de ser ella, para pertenecer al inventario de la casa. Siempre estaba, siempre atendía la puerta o el teléfono. El viejo calefón se prendía y apagaba cuando los hijos o el marido entraban a bañarse. La cocina ampliaba sus hornallas, según fuera el desayuno o las comidas. La heladera, acopiaba el régimen de turno, el especial de deportes de los chicos, con sus leches descremadas y yogures, el especial de cervezas y de fiambres del marido, y para ella verduras y frutas, y los restos que quedaban, de algún plato heredado del almuerzo, que apuraría, mientras lloraba con la novela de la tarde, al ritmo del planchado o la costura.
A veces ni el perro festejaba sus comidas, en el fracaso total de su cocina.
El lavado era otra historia, cuando creía terminado el cesto de la ropa, que rebosaba de calcetines malolientes, y regresaba del patio de secado, los toallones y la ropa de gimnasia habían colmado sus lugares y tapaban el viejo lavarropas.
Las nanas de sus tías veteranas, eran la charla de las charlas. Cuando no el cuidarlas cuando enfermaban, o acompañarlas en sus mil operaciones. Porque los hijos y las nueras nunca encontraban el tiempo necesario, el trabajo los tenía atrapados, y las horas del sueño eran sagradas y los niños … En fin, las noches de hospital la conocían paseando por pasillos, y por salas, cabeceando su cansancio junto a “las tías”, que felices recibían a sus hijos, y sus nietos, en el breve horario de visitas.
De salir a pasear, solo al mercado, y barrer la vereda su deporte, recogiendo las hojas del otoño, que cubrían en cascada los desagües.




Esa breve enfermedad que la puso frente a frente con la vida, que le dijo que el corazón necesitaba sus cuidados, la obligó a salir de su espesura, de ese mundo cerrado de la casa, que le costaba dejar cada mañana.
Poco a poco, se fue obrando el milagro, menos kilos, más entusiasmo, más dedicación personal, hasta el corte de pelo y el color habían cambiado, ni que hablar del jogging que ya no era heredado de los chicos, o las zapatillas alegres y modernas.
Hasta Mabel le había comentado a Mario lo bien que la veía, no llegaba cansada o agitada, para desplomarse en los asientos del local, abanicando su calor o su fastidio, por tener que obligarse a tamaño sacrificio, que la impulsaba a caminar por tiempo fijo.
Volviendo a Mario, había algo en él que era distinto, un cierto halo de misterio y esa forma de recibirla exultante:
-“¡¡No me digan nada, ... llegó Natalia, ... Tressoir(*) a los premios!!” -
A veces no estaba tan segura que el cambio de look lo hubiera impactado, siempre se limitaba a coincidir con la opinión de su madre, sin agregar comas al punto.
Ese día, ensimismado en su guitarra, y entonando una bellísima canción de amor cubana, no la saludó, pero ella se sintió el centro y motivo de su increíble voz y sentimiento. La llegada de un cliente, quebró el encanto y pareció regresar del mundo de la música confundido.
Ella aplaudió y pidió entusiasmada otras canciones.
Sabía desgranar sonidos increíbles, y se perdía su rostro en melodías.
Llevaba el pentagrama en el alma, según decía y no había partitura que leyera, siempre su oído y su voz tan afinada.
Natalia no salía de su asombro, de esa sensación especial que la envolvía, ese sentirse renovada y sorprendida, cuando llegaba a charlar con sus amigos. Con esa posta que se hacía tan necesaria, por su salud la caminata y por su espíritu el encuentro cotidiano, y ahora esto, canciones que recordaba de su infancia, de su padre y sus abuelos tan lejanos, esa nostalgia que tanto la invadía, que quedara en los viejos discos de acetato que murieron con los compacts.



En medio de ese mundo de recuerdos surgió la voz de Mabel que le decía:
-“Mario, cuando termines el concierto no te olvides, aprovechá que Natalia va
para su casa y andá con ella a lo de Eduardo, que tiene unas cosas para
darte”-
Terminó el recital improvisado, y guardó la guitarra en el estuche, con tal mesura y cariño que pareció acariciarla, antes de cerrar la tapa gamuzada.
Antes de salir y besar a su madre, Mario extrajo del costado del mostrador un plegado bastón blanco, con aire distinguido lo extendió y comenzó a caminar, erguido, desafiante, trasponiendo la barrera de la caja, ante la muda sorpresa de Natalia.
Hasta ese momento Natalia, no había advertido que sus referencias personales siempre apuntaban, a su voz, su perfume o su risa contagiosa; nunca al cambio del color de cabello o el peinado, su ropa, el maquillaje.
La manos de Mario perfectas, alargadas que bebían las superficies, incansables, obsesivas;
sus dedos que caminaban los estantes y la mesa, cuando buscaba algún objeto. Los elegan-tes lentes deportivos y su afán de protegerse con toldos y mamparas, del reflejo hiriente del sol, en la vidriera, o en la calle.
La penumbra refrescante que hacía del local un oasis en verano, no le extrañó porque a fuer
de comerciar a puestas, no había motivo para exhibir vitrinas tentadoras. Tantos indicios,
tantas claras señales, que ahora cerraban en su mente. Un nudo increíble, le oprimió el estó-
mago y la garganta. Y salió a tropezones del negocio, atontada como quien despierta a
la luz intensa de la verdad revelada, sorprendida. Irónicamente, alguien que la había
valorado y por quien sin darse cuenta replanteaba su espíritu y su vida, era ciego, realmente
no veía, pero había llegado donde su espíritu, su alma…
Ese día Natalia, por vez primera, olvidó buscar en el extracto sus números de la suerte
y había ganado el primer premio, jugando a Lotería.

(*) Perfume francés


Marta B. Carrillo

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Publicado el: 17-05-2003
Última modificación: 00-00-0000


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