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Un gobernador de lujo

Cuando nos instalamos como nuevos residentes de Tuxtla Gutiérrez en febrero de 1977, habían pasado poco más de dos meses de la toma de posesión del gobernador Jorge de la Vega Domínguez, del que se esperaban seis años de pujante progreso para Chiapas, dadas sus características personales y el gran prestigio político del cual venía presidido. Pero yo no tenía por objetivo colocarme en las preferencias del citado personaje; mi misión estaba en la Junta Especial Número 20 de la Federal de Conciliación y Arbitraje, como Representante del Capital, para integrar ese tribunal junto a Jorge Arias Zebadúa y Fidel Rojas Regalado; el primero como Representante del Gobierno y el segundo como Representante del Trabajo. El secretario auxiliar era un joven abogado de nombre Edgar Trujillo Casas quien posteriormente ocupó la Subsecretaría de Gobierno y como contábamos con oficinas nuevas y cero expedientes en los archivos, aquello fue como estrenar casa: todo en orden, sin expedientes rezagados en su trámite, íbamos todos muy bien rasurados y con guayaberas nuevas esperando la participación de los primeros litigantes, pero sin sueldos, pues en la burocracia federal de aquellos días tardaban hasta cinco y seis meses para enviar la primera remesa de dinero. En la citada Junta empezaron a hacer sus pinitos Juan Antonio López Chavarría y Francisco Trujillo, como secretarios de acuerdos. Ahí también se inició en los secretos del derecho laboral Julio Calvo Domínguez. El primero de los nombrados fue después Presidente de la Junta Local de Conciliación y Arbitraje y el segundo ocupó el cargo de magistrado presidente del entonces denominado Tribunal Superior de Justicia.

Como el tribunal laboral era de horario corrido contaba yo con las tardes libres y de esa manera pude aceptar la invitación de Esteban Figueroa Aramoni para enrolarme como Gerente en el periódico “La República en Chiapas” por esos días bajo la dirección de Jorge Pineda, un inquieto licenciado en administración de empresas muy buen tocador de guitarra y cantador de buen nivel. Además, de esa manera, compensaba el retraso del pago de mis percepciones por parte del Gobierno Federal, al recibir la respectiva compensación por mis labores periodísticas. Como el diario no contaba con corrector de estilo ni con corrector de pruebas, yo cubría esa parte tan importante de la elaboración del periódico. La tarea era de mi agrado pero muy pesada, pues la mayor parte de los reporteros tenían una sintaxis muy pobre y me desquiciaba por lo limitado del tiempo la necesidad de corregir errores ortográficos del tamaño del mundo, como el de algunos que escribían cajón con “G” y otras pifias por el estilo. El reportero de la fuente policiaca incurría en humorismo involuntario, como cuando dijo: -“El occiso declaró que lo atropelló un automóvil que se dio a la fuga”, como si los muertos conservasen la facultad de hablar. Por otro lado, los modismos –especialmente de origen chiapaneco- estaban permanentemente en el orden del día en los artículos de fondo y hasta en los editoriales, de donde me surgía más trabajo. Era interesante el nuevo sistema de impresión, conocido como offset, primero y único en la entidad, pues los periódicos restantes trabajaban con la llamada plancha caliente y las máquinas de linotipia o de componer en donde se fundía el plomo y con las matrices se formaban los caracteres de impresión; dichos aparatos producían un singular sonido metálico en los talleres. El offset, es un método totalmente distinto, pues se trabaja con computadoras para capturar los textos, ya corregidos éstos en una mesa con vidrio a contra luz se forma la página, ésta se fotografía y con el negativo ya retocado se quema en una lámina la página. Dicha lámina, generalmente de cinc, se coloca en el rodillo grande de la impresora, para que un rodillo pequeño de caucho tome la tinta, la ponga en el molde y éste la pasa al papel. En lo particular, el nuevo sistema fue de mi agrado por su limpieza y versatilidad. En mis inicios periodísticos trabajé el sistema anterior al de las máquinas de linotipia, conocido como Caja California, en donde el formador o cajista iba escogiendo los caracteres y en su brazo izquierdo colocaba un recipiente de madera (caja), para “escribir” de derecha a izquierda y ya confeccionada la página se colocaba en la impresora fijándosele con cuñas y llaves especiales. En el ramo del arte de las imprentas a este sistema se le considera de la Edad de Piedra, pero yo lo escogí como materia de Taller en la escuela secundaria y de tal manera me “contaminé” con el agradable olor de la tinta.

Un día entró a mi oficina de gerente del periódico un hombre de unos sesenta años, gordo, canoso, blanco de tez y con las huellas del sol tropical, pues sus cachetes resaltaban de colorados y en la transparencia de su piel se dejaban ver unas delgadas venas. Llevaba en las manos tres carpetas color papel manila. Se sentó ante mí y dijo ser un cuentista en ciernes con deseos de ver publicados en el periódico sus afanes literarios. Lo observé detenidamente y me dio la impresión de estar lo más alejado de la imagen que alguien pudiese tener de un literato, pues por su estilo de vestir, por sus ademanes y sus expresiones orales, era factible considerarlo un corpulento ranchero, pero nada más. Me extendió las tres carpetas y dijo que cada una contenía un cuento distinto, y que ahí me las dejaba para mi visto bueno. Como a los dos días me avisaron que la sección cultural dominical contaba con un espacio de sobra, abrí entonces las tres carpetas y me puse a leer su contenido. Una de las historias no era mala, pero lógicamente estaba escrita con una sintaxis que hubiese ruborizado, al leerla, a un alumno de sexto año de primaria. En un afán compulsivo tendente a darle gusto al autor, al suponer su felicidad al saberse publicado en calidad de cuentista, me llevé unas tres horas en recomponer las primeras páginas del cuento más aceptable y al día siguiente un tiempo similar, hasta dejarlo bien pulido para su publicación. El día lunes entró a mi despacho el corpulento y sanguíneo señor con un ejemplar del día anterior en la mano y con una sonrisa de oreja a oreja me agradeció la gentileza de haberlo tomado en cuenta y con una humildad propia del hombre de campo que traía impreso indeleblemente en los tuétanos, me solicitó la publicación de su segundo cuento. Para sacar a la luz pública la segunda historia debí desplegar un esfuerzo muy superior al anterior, a grado tal, que la historia ya parecía mía y no de su autor original, pero la usé para llenar otro espacio sobrante. El “literato” en ciernes me visitó otra vez, ahora más exaltado por la felicidad y diciéndose muy contento debido a los halagos que le habían dedicado sus familiares y amigos, quienes “veían en él a un futuro Premio Chiapas en el ramo de las artes”. Lógicamente, me solicitó la publicación de la tercera historia guardada en una de las gavetas de mi escritorio. Francamente, me dio pena decirle que su tercera historia era la menos buena y que si en las anteriores pasé los siete trabajos de Hércules para recomponerlas, ahora la tarea se me hacía casi imposible de cumplir, pero ante las insistencias del ranchero metido a cuentista, acepté el reto. En varias jornadas y dándole una buena sancochada al asunto lo dejé listo para ponerlo en letras de molde en la primera oportunidad. Ya con la tercera publicación mi campirano amigo llegó hasta mí, pero ahora sin la cara de agradecimiento de las ocasiones anteriores y al momento que colocaba sobre mi escritorio los ejemplares de “La República en Chiapas” donde se habían publicado “sus” cuentos, adoptó una postura propia de un exitoso empresario y me dijo: -“Bueno don Julio, ahora usted y yo hablaremos de negocios, pues al ver cómo han gustado mis cuentos a mis familiares y amigos del Valle de Cintalapa, justo es que el periódico que usted representa me entregue una retribución en efectivo, pues de no ser así me veré precisado a no traerle un cuento más. –“Muy bien don Guillermo –le dije a mi interlocutor - siempre y cuando me pague usted mis honorarios por recomponer sus tres historias, a razón de mil pesos por cada una, pues entre sus originales y lo publicado no existe relación alguna, como podrá usted constatar con un sencillo cotejo. En dicha ocasión vi por última vez al escritor en ciernes.


Como parte de mis prestaciones en calidad de Gerente del periódico se me proporcionó una acción “B” del Club Campestre y con el pago de una cuota mensual tenía derecho a asistir con mi familia a disfrutar de las instalaciones de ese lugar. En los vestidores de hombres, casualmente me correspondió ser vecino de guarda ropa del gobernador Jorge de la Vega Domínguez, un hombre muy pulcro en el vestir y en su trato, de nariz muy bien delineada y de atractivo especial para el género femenino, no obstante ser de pelo escaso. Ahí charlábamos y en tales encuentros fortuitos me preguntaba por mi padre y con su proverbial caballerosidad le enviaba saludos por mi conducto. Dicho club se fundó por iniciativa de don Esteban Figueroa Burguete y se instaló en los terrenos de un antiguo rancho denominado El Arenal, en el extremo poniente sur de la ciudad, en donde actualmente ya creció la mancha urbana y cuenta esa zona con una institución de enseñanza de prestigio. Por ese entonces mi prima hermana María de Lourdes Serrano nos dio muy buena acogida y por tal motivo –en compañía de su esposo el médico militar José María Ibarra Jácome- nos relacionó con sus amistades y nos procuraba como compañeros de mesa en fiestas y toda clase de reuniones. Me hubiese gustado dedicar mis ratos libres al golf, denominado por el ocurrente escritor Luis Espota, como “la menopausia de los deportes”, pero Tuxtla vivía por ese entonces una plaga de nuevos ricos con inclinaciones a apostar por cualquier causa baladí, y así, entrar al campo para pegarle con un bastón a una pequeña y dura pelota implicaba poner en riesgo dinero útil para otros menesteres. Por tal motivo preferí gozar de la presencia de mis coetáneos lejos de la grama verde, ahorrándome además gastos en la compra del equipo y sus indispensables accesorios.

En una ocasión me llamó por teléfono Esteban Figueroa Aramoni para sugerirme fuera a entrevistar al general Angel López Padilla, de paso por la capital de Chiapas y de muy buenos recuerdos entre la sociedad tuxtleca en su calidad de ex Comandante de la Zona Militar número XXXI. Estaba alojado en la casa de María de Lourdes Serrano de Ibarra. No obstante el pesado clima tropical de la capital del estado, lo encontré vistiendo a la inglesa con un traje gris plomo, una elegante corbata guinda de seda pura y una impecable camisa. Era alto, espigado, de buena presencia, originario de Torreón, casado con doña Angelita Delegado, de la capital de Durango, de finos ademanes y voz firme, como suele ser la de los militares de alta escuela. Como no conocía mayor cosa la vida del general le pedí que él condujese la entrevista por los derroteros que le pareciesen más convenientes, a lo que accedió gustosamente. Para reproducir esta parte del presente capítulo acudí al archivo de las neuronas pues no encontré la entrevista en mis cajoneras, de donde sólo mencionaré los aspectos sobresalientes, que lógicamente quedaron indeleblemente grabados en mi memoria. Me hizo saber el general López Padilla que tenía una esmerada educación militar y que en sus experiencias en academias del extranjero había conocido a Augusto Pinochet, a la sazón manda más en Chile gracias a la audacia de un golpe militar tomado por el mundo entero como alta traición en contra del presidente Salvador Allende, electo democráticamente. Se expresó muy bien del trato que la gente de Tuxtla le había dispensado, pero tuvo expresiones francamente duras al mencionar al ex gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Suárez, quien le “daba citas en Palacio y pretendía hacerlo esperar sin considerar su calidad de gobernador militar, como si un general de división con mando pudiese estar a las órdenes de un civil engreído”. En tales circunstancia –dijo mi entrevistado- me salía de Palacio y me iba a la Zona Militar y si quería de alguna manera hablar conmigo Velasco Suárez entonces lo citaba en zona neutral, pero me negaba volver a sus oficinas. –“Ha de saber usted, licenciado, que tengo una demanda para lograr mi reposición en el Ejército, pues en forma arbitraria me separó Luis Echeverría Alvarez”, señaló el general, dedicándole al ex presidente de México, sin perder la calidad de hombre de buena nacencia, algunos calificativos que no me atreví a reproducir en letras de molde por temor a que ya publicados el general se retractase de su dicho. Después supe, por algunas personas que lo conocían a fondo, que él no hubiese negado nunca el contenido de la entrevista, aunque yo no contase con prueba grabada en cinta magnética. También me comentó que al presidente Echeverría le faltaron agallas para mandar a aprender a los hermanos Antón, conocidos matones de la zona de Tapachula, encargándole al ejército un operativo especial para poner a buen recaudo a estos peligrosos criminales, debiendo él participar de manera muy directa con la ayuda del general Bravo. –“Para que se dé usted una idea de la peligrosidad de estos sujetos –aseveró el general López Padilla- debo decirle que contaban con un panteón clandestino en donde fueron descubiertas cerca de 200 osamentas; para apresarlos desplegamos una acción de comando previa preparación de una eficiente estrategia militar”. Posteriormente a la entrevista supe que el general Angel López Padilla era todo un personaje en el medio político nacional.

La ventaja de vivir en provincia la aquilaté de entrada, pues una tarde pasé casualmente enfrente de la agencia de ventas de Vehículos Automotores Mexicanos, bajándome de mi viejo coche para ver un Rambler deportivo de dos puertas en color beige y café monet. Notó mi interés Manlio Culebro, antiguo funcionario de la agencia y amigo mío, y entregándome las llaves del flamante automóvil me dijo. –“Llévatelo, si no te gusta después de dos días a prueba me lo devuelves, si decides quedarte con él, regresas para pactar las condiciones de compra”. Me quedé con el automóvil sin firmar documento alguno en una operación a dos años de plazo. En condiciones muy similares le compré pocos meses después un Pacer color gris, para mi esposa.

Todos los integrantes de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje fuimos convocados a un pleno para asistir al mismo en la ciudad de Hermosillo, Sonora. Por ese entonces el Secretario del Trabajo y Previsión Social era mi ex compañero de la escuela primaria, Pedro Ojeda Paullada, quien iba dos años delante de mí y de su hermana Adela, mi compañera de banca. Este funcionario desplegaba una intensa actividad con la ayuda de Arturo y Mario Ruiz de Chávez. Inclusive, Arturo llegó a ocupar el cargo de presidente de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, apoyándome a la hora buena para quedar firme en mis funciones de representante del capital, en un intento que hiciera el gerente del Jurídico de Petróleos Mexicanos para regresarme a la megalópolis. Los funcionarios de la administración de la justicia laboral federal, del sur de la República, nos trasladamos a la ciudad de México para abordar ahí los aviones que nos conducirían en el caluroso mes de junio a Hermosillo. Yo hice el viaje en contra de la opinión de mi hija María Alejandra, quien posiblemente intuyó algo grave y me pidió no me subiese a ningún avión. La ocasión era propicia para hacer turismo con todos los gastos pagados, pero sobre todo, para estar al día de las políticas establecidas en materia laboral y para tener contacto directo con lo más granado de los funcionarios federales dentro del ramo. En el vuelo de Aeroméxico de la capital hacia Hermosillo, me tocó por mera casualidad junto a una antigua conocida, la licenciada Yolanda Avila, por mera casualidad. Yo iba en el asiento de la ventanilla y ella en el del medio con una compañera de trabajo, ocupando la silla del pasillo. Era un vuelo de los llamados lecheros, pues hacía escalas en Guadalajara, Culiacán, Ciudad Obregón, Hermosillo y tenía como punto final la ciudad de Tucson, Arizona. Cuando debíamos aterrizar en el aeropuerto de Culiacán por ir absorto en mi lectura no caí en cuenta que el avión sufría un desperfecto consistente en que no le bajaba el tren de aterrizaje. Dábamos vueltas alrededor de esa terminal aérea, según supe después, para agotar el combustible, cuando mi vecina de asiento voltea y me dice: -“Licenciado, veo que tiene usted muy bien templados los nervios, pues viene leyendo su periódico como si no pasara nada”. Ya enterado de los acontecimientos, me explicó la licenciada Avila que al no funcionar el sistema eléctrico para bajar el tren de aterrizaje, se pretendió hacer uso del sistema hidráulico, pero como este no respondió los pilotos acudieron al sistema mecánico o manual, bajando para ello a la panza de la aeronave a través de una escotilla colocada en el pasillo, pero tampoco obtuvieron el resultado deseado. Le pregunté a Yolanda cómo hizo para obtener información tan completa y me comenta que el pasajero del asiento de adelante era piloto de la Procuraduría General de la República, y que él le dio los pormenores. El nerviosismo de los pasajeros se acrecentó cuando por las bocinas una de las azafatas dijo con tranquila y pausada voz. –“Como nuestra nave sufre un desperfecto, en breves minutos intentaremos un aterrizaje forzoso en la pista del aeropuerto de Culiacán, contando para ello con el auxilio del cuerpo de bomberos y de la Cruz Roja. Se les ruega a los pasajeros despojarse de sus anteojos, plumas fuentes y de cualquier objeto punzo cortante, como también aflojar los cuellos de sus camisas y cinturones de su ropa, más no así el cinturón de seguridad de sus asientos”. Se provocó una situación chusca cuando don Fidel Rojas Regalado, representante del trabajo de la Junta Regional de Tuxtla, preguntó a una azafata: -“Señorita, ¿y en donde dejo mis anteojos?”. Ella le respondió con una serenidad escalofriante: -“En donde usted quiera, pues ya no los va a necesitar”. En ese instante vino a mi mente la voz de mi hija María Alejandra, pidiéndome evitase volar en aviones, seguramente era una premonición que no supe escuchar, me dije a mí mismo. Volamos en círculo posiblemente poco más de una hora para agotar el combustible y cuando la nave empezó a perder altura vimos los vehículos de auxilio en la orilla de la pista, pero también a una nube de fotógrafos de los medios de información. A escasos diez o quince metros del suelo escuchamos los pasajeros un traquido salido de las entrañas del aparato. El aterrizaje fue perfecto y al bajarnos de la nave, se nos hizo saber que los cambios de presión atmosférica, al descender el avión, hicieron funcionar el tren de aterrizaje, pero que sería necesario esperar unas dos horas para su revisión. Dicen que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”, y de ello fui testigo en la malhadada ocasión antes relatada, pues nos convencieron los tripulantes de que todo saldría a pedir de boca dada la capacidad de los mecánicos de la compañía, y cometimos la insensatez de volver a subir a la aeronave. Ya para aterrizar en el aeropuerto de Ciudad Obregón, como si estuviésemos en la segunda función de un cine, volvimos a ver la película, al percatarnos que no bajaba el tren de aterrizaje ni con el sistema eléctrico ni con el hidráulico y mucho menos con el mecánico; las aeromozas repitieron las recomendaciones de la vez anterior, pero don Fidel Rojas, en lugar de preguntar en dónde colocaba sus anteojos, dijo: -“Está bueno que nos pase esto, pues somos unos perfectos pendejos”. Mentalmente me despedí de los míos, hice mis oraciones con toda calma y me dispuse a dejar el pellejo en el norteño estado de Sonora, concretamente en la antigua Cajeme, ahora Ciudad Obregón, pero la buena suerte estuvo con nosotros y el aterrizaje fue una repetición del que hicimos horas antes. Entonces, el piloto anunció por los magna voces que se serviría licor –a discreción- a su cuenta. Ya bien entrados en copas, a todos se nos hizo fácil comprobar por tercera ocasión que la suerte estaba de nuestra parte, pues arribamos a Hermosillo como con seis horas de atraso, pero vivos. Los gritos de júbilo en el salón de banquetes cuando nos vieron entrar se dejaron oír por todos los rincones y los abrazos fueron de lo más efusivos; a continuación relatamos las incidencias y se multiplicaron los brindis por doquier. También celebramos plenos de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje en la ciudad de México, en Guadalajara, en Veracruz y en Oaxaca, en un ambiente festivo para repetir el ritual de los encuentros siempre en gran bochinche y con la complacencia de los más altos funcionarios de la Secretaría del Trabajo, en tiempos de vacas gordas cuando don José López Portillo dijo a todos los mexicanos que debíamos aprender a administrar la abundancia, jactándose de algo que después supimos no teníamos.

Recibí en mi domicilio particular una llamada telefónica de mi primo hermano Federico Emilio Serrano, ya avanzados unos cuatro o cinco meses de nuestro cambio de domicilio en la capital de Chiapas, para invitarme a participar en el Patronato Pro Mejoras Urbanas de Tuxtla Gutiérrez, pues a decir de mi familiar en mis artículos periodísticos tocaba a menudo el tema y esa circunstancia me vinculaba anímicamente al grupo. Por mandamiento de ley el patronato de referencia lo presidía el presidente municipal. Ese cargo lo ocupaba el doctor Valdemar Antonio Rojas y así él presidía todos los trabajos. Como había renunciado un distinguido miembro del patronato, don Ciro A. Farrera, mi primo pasó a tomar su lugar y yo el de él como encargado de la Secretaría de Prensa y Propaganda. Ahí me encontré nuevamente a José Toledo Castillejos y a otros amigos como Javier Aguilar Mota, Gumaro Camacho Camacho (q.e.p.d.) y Williams Morales. Todos trabajábamos sin estipendio alguno, con un entusiasmo inusitado y alrededor de un interesante y práctico proyecto para embellecer a la ciudad sin gastos cuantiosos, es decir, con los pies puestos en la tierra, para hacer factibles nuestros esfuerzos. Para tener un elemento comparativo se hicieron láminas a la acuarela de calles importantes de Tuxtla con su aspecto habitual y otras con el nuevo modelo, consistente en evitar la desagradable profusión de anuncios comerciales además del exagerado tamaño de los mismos, y ya no se diga los colores discordantes de las fachadas de las casas, colocando además en las esquinas unos bellos módulos de servicios para la ubicación de kioscos de revistas con una banca para el descanso de los peatones. Se pensó también en el detalle de arbolar discretamente el centro de la ciudad, dadas las características físicas del mismo y en función principalmente a lo angosto de sus banquetas peatonales. También contemplamos la posibilidad de ocultar el cableado aéreo sirviéndonos de conductos subterráneos dispuestos estratégicamente en las zonas principales del primer cuadro. Se pensó, tomando para ello en cuenta la experiencia de las autoridades municipales de Villahermosa, Tabasco, hacer una calle peatonal de unos 600 metros de largo, en donde los comerciantes podrían colocar cafés al aire libre, con su respectivo sombreado o toldos al estilo parisino, para dotar a la capital de un sitio más humanizado y darle a los transeúntes preferencia, por encima de los vehículos de motor.


Cuando pusimos a la vista del gobernador De la Vega Domínguez nuestro proyecto se mostró complacido pero dijo que esperaba algo mucho más ambicioso. Indudablemente, hicimos un trabajo tendente a evitar gastos cuantiosos y en tal razón íbamos a embellecer la ciudad con ideas y no precisamente con dinero. Aquí es necesario puntualizar la forma como a Tuxtla le han borrado –diversos gobernadores- su pasado, confundiendo el término modernizar con el vocablo destruir, pues la picota ha trabajado incansablemente para desaparecer edificios con cierta historia y hasta de características arquitectónicas bellas. La mayoría de gobernadores chiapanecos y de presidentes municipales de Tuxtla han carecido de formación artística, ética y teorética por su ausencia de contemplación especulativa al ordenar la desaparición de viejos edificios y la construcción en su lugar de auténticos esperpentos dizque modernos. En el caso de víctimas de la picota tenemos el del viejo Teatro “Emilio Rabasa” construido por suscripción pública en el siglo XIX cuando eran síndicos municipales don Matías Malpica y el ingeniero Miguel M. Ponce de León, en la Segunda Calle Oriente, en donde fueran recibidos célebres personajes como el poeta Julio Sesto que le cantara a Tuxtla de rodillas y la soprano Mercedes Carasa. Si el lector tuviese a la mano la obra escrita por el profesor Fernando Castañón Gamboa, en donde se plasman los hechos más trascendentales acontecidos en el citado coliseo, calificará como pecado de lesa cultura la determinación del gobernador Juan Esponda, pues fue él quien dio la orden de desaparecer de la faz de la Tierra el aludido teatro, que sirviera de escenario a la vida cultural y política de varias generaciones de chiapanecos, muy similar al guardado con celo en la capital del Estado de Campeche, por la ciudadanía de ese lugar. Esponda acusó de tan deleznable manera una falta de sensibilidad y de conocimiento especulativo racional, como para situarlo históricamente en la picota de la barbarie. En el libro “Historia del Teatro Emilio Rabasa” del profesor Fernando Castañón Gamboa, se consigna la costumbre de improvisar en las ciudades de Chiapas teatros de madera, de petate y hasta de caña de maíz, donde los artistas aficionados efectuaban representaciones dramáticas durante los días de las ferias titulares. El mencionado historiador nos dice: Tocó a Tuxtla Gutiérrez el mérito de ser la primera ciudad en Chiapas que logró construir su teatro, sencillo y pobre en arquitectura. Pero vino a llenar una ingente necesidad, esta obra que se realizó gracias al esfuerzo y perseverancia de los síndicos municipales (...) con fondos del Ayuntamiento y del público; pues ya era de imperiosa necesidad en la ciudad. Me permito decir con orgullo que participó con su colaboración monetaria la familia Serrano, junto con otras como los Farrera, Moguel, Balboa, Maldonado, Coutiño, Gout, Vázquez, Rodríguez, Chanona, Burguete, Palacios, Esponda, Liévano, Trujillo, Rincón, del Cueto, Castañón y Allanegui.
En el segundo caso, o sea, de construcciones derruidas a pesar de sus valores estéticos podemos clasificar la desaparición del edificio de estilo neoclásico –también a causa del zapapico - de la antigua Escuela Militar Industrial, de la zona oriente de Tuxtla ubicada en los terrenos en donde posteriormente se construyó una escuela secundaria en forma de cajón y ya para terminarse el siglo XX el Centro Cultural “Jaime Sabines”, en donde se encuentra el parque “Cinco de Mayo”, llamado por el ingenio popular el parque de la media madre. En ese edificio muy similar al del Hospital General de la ciudad de México, vio mi padre siendo un adolescente el cadáver, expuesto a la curiosidad pública en un corredor de la planta baja, del general Manuel M. Diegues, fusilado en el panteón civil de la ciudad, compañero de correrías revolucionarias del general Esteban Baca Calderón en la fábrica de Cananea en donde encabezaron a los huelguistas cuando sirvieron de detonante de la más sonada gesta revolucionaria del siglo próximo pasado. Por cierto, el general Baca Calderón fue dilecto amigo de mi progenitor y su compañero en el Senado de la República. Si los gobernadores de Chiapas hubiesen decidido el desarrollo urbano de la ciudad de México, ya no existiese el Palacio Nacional ni el Castillo de Chapultepec, pues sus obras nacen generalmente al amparo de un lema: “Para construir lo nuevo es necesario derruir lo viejo”. La ciudadanía tuxtleca no ha visto con indiferencia la desaparición de sus sitios más representativos, pero sí con pasividad al no oponerse a tan flagrantes crímenes artísticos e históricos.

Empezaron a correr rumores de que el gobernador Jorge de la Vega Domínguez sería llamado al gabinete del presidente José López Portillo, cuando apenas tenía escasos siete meses de haber tomado posesión, pues a nombre de un presidencialismo absurdo que ha degenerado en centralismo los inquilinos del Palacio Nacional nos agobian a los pobladores de las provincias con toda clase de disposiciones arbitrarias, y entre ellas, la de disponer de los gobernadores como si fuesen sus siervos. Percibió el alto funcionario chiapaneco el disgusto público y declaró a la prensa local “Gobernaré a los chiapanecos seis años”, según las “cabezas” de los principales periódicos de Tuxtla. Pero en noviembre de 1977 el citado economista fue llamado como Secretario de Comercio y en su lugar enviaron a un conocido chiapaneco, de innegables prendas personales, pero de edad avanzada: don Salomón González Blanco. La buena fama que ostentaba como político don Salomón mitigó en gran medida la mala impresión provocada por el Centro con el retiro de un gobernador en el cual estaban puestas las esperanzas de la ciudadanía. Muchos dijeron “De la Vega Domínguez nos dejó colgados de la brocha”; otros opinaron “no vino a servir a Chiapas pero sí a sus intereses personales”. Pero es incuestionable que un político a la usanza mexicana no le puede negar una petición al presidente, pues ello representaría su muerte civil y del medio político su total ostracismo; e inclusive, en la hipótesis de una negativa comprometería el buen camino de la administración por él encabezada. Ya han pasado casi cinco lustros de lo anterior y sigue dando lugar a enconadas polémicas, con el consiguiente grado de incomodidad para De la Vega pues él sólo acató las reglas del juego, aunque el espíritu de frustración del pueblo de Chiapas fue de una clara evidencia y sobre todo si se toma en cuenta que ahí empezó el desorden de quitar y poner gobernantes con la misma facilidad con la cual a un niño se le cambia de calcetines porque los anteriores los tenía orinados, con el subsiguiente descalabro para la administración pública y el constante cambio de funcionarios, que borran con el codo lo que sus antecesores hicieron con la mano. En cuanto al anteproyecto de dotar a Tuxtla de una nueva fisonomía urbana, fue necesario ir a ver al nuevo gobernador para poner a su consideración los trabajos emprendidos por el Patronato en el efímero gobierno de Jorge de la Vega Domínguez, pero seguramente alguien o algunos, lo predispusieron haciéndole creer que en el grupo había contratistas de obras dispuestos a beneficiarse con jugosas utilidades de convertirse en realidad el anteproyecto, pues don Salomón, no obstante su conocida caballerosidad y don de gentes, nos recibió con frases cargadas de ironía y utilizando un tono aparentemente coloquial se negó a conocer los avances de nuestro trabajo. La voz informativa del Patronato en dicha ocasión la llevó Federico Emilio Serrano Figueroa con el auxilio del arquitecto Javier Aguilar Mota para convencer a don Salomón de nuestros limpios propósitos, ya que a los miembros del singular órgano de auxilio al gobierno sólo nos movía el interés de lograr el progreso urbanístico de la capital. Como es de suponerse, los esfuerzos de los integrantes del Patronato se fueron al cesto de la basura, dada la fuerza corrosiva de la intriga palaciega. En detrimento de los intereses de la ciudadanía tuxtleca al presidente municipal, Valdemar A. Rojas López le cerraron la llave de los recursos públicos, por su origen oposicionista, dándose el curioso caso de que en el andador aledaño al viejo edificio que fuera sede del Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, en donde aparecía un rótulo en donde se decía


Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 11-09-2005
Última modificación: 01-12-2017


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