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Mi vida en la UNAM - Cuarta parte

Un día estaba con Servio Tulio Acuña estudiando Derecho Romano en mi casa y para hacer un descanso nos fuimos a la sala. Servio se sentó al piano y empezó a tocar “El vuelo del moscardón” con su habitual habilidad. Yo tenía una grabadora de cinta magnética marca Philips adquirida por mi tío Emilio (hermano de mi padre) en un viaje a los Estados Unidos (¿cuándo le pondrán nombre a ese país?). Puse a funcionar el aparato para grabar las genialidades pianísticas de Servio y entre cada interpretación leía algún dato curioso de la vida de los antiguos romanos, insertado en los apuntes de Guillermo Florís Margadant, joven maestro de origen holandés e inigualable conocedor de la materia antes mencionada. Jugando un poco al locutor y para aprovechar las citadas intervenciones musicales de Servio confeccioné un interesante segmento artístico musical agregándole datos culturales de indudable interés. De tal manera, Servio y yo nos fuimos con la grabadora a la casa del aludido maestro allá por la Colonia Moctezuma en las cercanías del aeropuerto de la ciudad de México y le pedimos escuchara lo que parecía un original programa de radio, denominado por nosotros “Música moderna y efemérides romanas”. Margadant –como le decíamos sus alumnos- con especial atención oyó la grabación y celebró nuestra ocurrencia con sus muy particulares carcajadas. Acto seguido me solicitó pasáramos a la cinta magnética una ópera que él tenía en un disco de treinta y tres y un tercio revoluciones, por aquél entonces desconocida para nosotros, llamada Cármina Burana de un autor alemán: Carl Orff.

Pasados unos dos meses del incidente arriba descrito nos citó el maestro Margadant a Servio y a mí en la casa del recién fallecido actor nacido en Austria pero avecindado en México, Charles Rooner, en donde cenamos con la viuda de éste y el citado mentor. Para mí la figura de Rooner era muy familiar pues lo vi en varias películas mexicanas caracterizando regularmente a villanos, incluida “La Perla” en donde hacía el papel de un avaro comerciante extranjero dispuesto a despojar a dos indígenas mexicanos de una bellísima y costosa perla, representados por María Elena Marqués y Pedro Armendáriz. Ya en plena cena el maestro le dijo a la viuda de Rooner que Servio y yo éramos “dos talentosos jóvenes universitarios autores de una jocosa y bien planeada revista musical”. A continuación nos explicó que al morir el actor alemán había dejado a su esposa los derechos de una comedia cuyo humorismo estaba desarrollado para la idiosincrasia germana, y en tal razón, éramos los indicados para hacer las respectivas adaptaciones para montar la comedia en México y explotarla racionalmente, pues con “La música moderna y efemérides romanas”, estaba ampliamente probada nuestra capacidad a manera de atacar la empresa con muchas posibilidades de éxito. Salimos de la casa de la viuda de Rooner haciendo cuentas del dinero que íbamos a obtener los dos amigos universitarios con la adaptación de marras, pero como pasara el tiempo y no tuviésemos nuevas noticias del asunto, le preguntamos al maestro Margadant qué estaba sucediendo. Su respuesta, acompañada de una prolongada carcajada, fue lacónica: “- Creo que la viuda de Rooner se volvió loca y lógicamente no está en condiciones de montar la comedia”. De cualquier manera, el incidente nos fue útil para consolidar nuestra amistad con el culto profesor de Derecho Romano.

Las actividades políticas en la Facultad de Derecho se orientaban a la consecución de las mesas directivas de las sociedades de alumnos, pero fundamentalmente al arribo de las delegaciones del Consejo Universitario como representante de alguna escuela de la Universidad, participando en la lucha electoral profesores, alumnos y personal administrativo. Estos consejeros eran nombrados por los llamados “electores”, quienes a su vez eran elegidos por las bases de los tres grupos anteriormente mencionados. De esa manera, la efervescencia política abarcaba a un elevado número de actores, entre los cuales destacaba mi talentoso e inquieto amigo Servio Tulio Acuña, hijo de un médico originario de Tabasco y homónimo del malogrado poeta Manuel Acuña, eje del romanticismo mexicano de su época. Chetul, como le decían en su casa a Servio, tenía como características físicas la de sus achinados ojos y prominentes cachetes pero además una bien desarrollada habilidad para interpretar música al piano y cierta semejanza física con el actor del cine norteamericano Orson Wells del “Ciudadano Kane” y en cierta manera parecía una copia fiel de los ademanes, la manera de hablar y las actitudes de Porfirio Muñoz Ledo, político estudiantil anterior a nosotros en tres o cuatro generaciones. Movía mi ya desaparecido amigo Servio la mano derecha para dar énfasis a sus palabras igual a Porfirio. El “cachetón de oro” aspiraba a llegar al Consejo Universitario como representante alumno y así discurrió lanzar como candidato a elector a mi primo hermano Federico Emilio Serrano Figueroa, muchacho de buena presencia, extrovertido, buen charlista y proclive a los amigos por antonomasia, compañero de grupo de nosotros y ya aclimatado desde su llegada de Chiapas a la vida y cosas de la Ciudad Universitaria. Pero los proyectos políticos de Servio eran de gran envergadura y de tal guisa me invitó a participar como candidato a la presidencia de la Generación 56 de Abogados, a lo cual accedí para emprender mi cuarta aventura como “grillo cantor” dentro de la Máxima Casa de Estudios.

La campaña de mi primo Federico Emilio Serrano como candidato a Elector fue relampagueante y bajo la dirección de Servio se obtuvo el éxito deseado, y así las cosa, Federico Emilio fue uno de los que condujo a nuestro director técnico de la política escolar al codiciado encargo de Consejero Universitario, con su voto. De esa manera, Servio se codeaba con el rector, prominente cardiólogo de nombre Ignacio Chávez, amén de otras personalidades académicas. Con la ayuda de Servio conseguíamos cambios de grupo para acomodar nuestro horario de estudios a las conveniencias del momento. Las puertas del director de Servicios Escolares, doctor Raúl Cardiel Reyes, se nos abrían fácilmente con las oportunas intervenciones de Chetul y también en mucho por el carácter bondadoso y servicial del referido maestro, con el que tramité mi cambio del turno diurno al nocturno, pues en la mañana hacíamos política y por las tardes y en las noches asistíamos a los cursos, dejando algunas materias pendientes para exámenes extraordinarios, pues lógicamente el tiempo no alcanzaba para atender con eficiencia ambas cuestiones.

Mi campaña política requería de recursos financieros y como yo era reacio a entrevistar a funcionarios públicos para “pasarlos por la báscula”, eufemismo usado para nombrar la acción de obtener dinero de esos señores (dar el “talegazo” -decía Eulalio Rivas-), Servio habló con mi padre y argumentando la conveniencia de hacernos de la mesa directiva de la Generación ´56 para organizar ciclos de conferencias, investigaciones académicas del más alto nivel y promover los avances de la democracia, convenció a mi progenitor y los dineros necesarios salieron de la bolsa de don Julio, lo mismo para imprimir volantes con sesudos y aguerridos lemas de campaña, rotular mantas, que para “trabajarnos un pomo” de ron Castillo en la cervecería el Kukú de la Colonia Roma con Alberto Cinta Guzmán o con otros “grillos” de los cuales Servio aprendía las mañas de la política a la usanza universitaria. También asistíamos a la hostería El Rubí de la Colonia Narvarte, para charlar largas horas con Alfredo V. Bonfil, pues tanto Servio Tulio Acuña, Federico Emilio Serrano, Luis Nava, Luis Pérez Eguiarte y otros condiscípulos reconocíamos en él a un sutil político universitario (“gandalla”), dueño además de una simpatía arrolladora. Servio era especialista en triangular amarres y toda clase de transacciones (“transas”) y en consecuencia se le veía en los pasillos de la Facultad discutiendo animadamente (“tenebroseando”) con alumnos de diversas generaciones, entre los cuales no podían faltar los de la ´54 como Carlos Brito Guzmán, Enrique Soto Izquierdo, Manuel Osante López y Pedro Vázquez Colemenares, aunque sus principales baterías las enfocaba a los salones de segundo año, en donde estaban mis futuros electores. A sugerencia mía sumamos al grupo a Manuel Pizarro Suárez, a Humberto Lugo Gil y a Rafael Dávila Bengoa, tres egresados del Colegio Cristóbal Colón deseosos de codearse con la crema y nata de la política estudiantil.

Como siempre tuve inclinaciones hacia el periodismo combiné la política escolar con la afición primeramente citada, en dicha ocasión enfocada a los programas radiofónicos con noticias de la vida universitaria en diversos programas de Radio Mil y la estación Radio 620 (la música que llegó para quedarse), en donde con Lívingston Denegri Boat presentábamos entrevistas realizadas por ambos a las más altas autoridades de la UNAM, a los líderes estudiantiles y a los jóvenes universitarios en general, sirviéndonos para el caso de dos grabadoras Philips del mismo modelo y características, de aquellas de carrete de cinta magnética de cuatro o cinco pulgadas de diámetro, muy superiores en fidelidad a las actuales, aunque eran demasiado voluminosas y pesadas.

En plena campaña, ya como candidato a la presidencia de la sociedad de alumnos de la Generación ´56 de Abogados, hice un viaje a la ciudad de Culiacán, para asistir con mi padre a la toma de posesión del general Gabriel Leyva Velázquez como gobernador de Sinaloa. En el vuelo de regreso conocí a una inquieta y espigada sobrecargo de nombre Cristina Jurado Ortiz Monasterio, de ojos muy llamativos por ser grandes y de un verde muy intenso, quien casualmente vivía a tres cuadras del domicilio de Servio Tulio, en la zona de San Cosme, en las cercanías de la Antigua Escuela de Mascarones, en donde estuvo ubicada en un tiempo la Facultad de Filosofía y Letras de la tantas veces citada universidad. Nos hicimos novios Cristina y yo, con la consiguiente oposición de mis partidarios por alegar que me quitaba demasiado el tiempo para atender eficientemente la campaña política dentro de la Facultad de Derecho. Servio Tulio iba rutinariamente por las tardes a sacarme de la casa de Cristina y ella montaba en cólera al verlo por la ventana de la sala acercarse para oprimir el timbre y en tales ocasiones me decía con una sonrisa burlona: -“Ya sé que te vas a ir, pues ya vino por ti tu otra novia”. Efectivamente, Servio Tulio y Cristina chocaban, menos cuando ella solícitamente nos ayudaba para atender a nuestros invitados en las reuniones político sociales de mi casa de González de Cossío 543 de la Colonia del Valle, lo que sabía hacer con verdadera maestría y profesionalismo. En una de esas reuniones Porfirio Muñoz Ledo derramó una copa de coñac encima del piano de cola de la sala, llevándose la consiguiente reprimenda por parte de mi padre por “utilizar de barra de cantina un fino mueble musical”. Yo no presencié lo anterior, pero algunos lo refieren como un hecho cierto.

Servio Tulio era mi consejero en todo. A veces me decía: -“Al ingresar a los pasillos de la Facultad de Derecho debes hacerlo caminando como con prisa, para dar la sensación de una constante actividad. Es decir, apenas te alcanza el día para atender tantos e importantes asuntos”. Convenció a un compañero de estudios aficionado a la fotografía, Antonio “N”, a participar como mi fotógrafo particular. Toño ponía a mi servicio su fina cámara y sus conocimientos y yo le pagaba el material fotográfico y las impresiones. Me hizo verdaderos estudios fotográficos en blanco y negro que no utilizamos pues los recursos eran modestos para tal efecto.. Recibimos el decidido apoyo de Arturo y Mario Ruiz de Chávez, Fernando Solís Cámara (q.e.p.d.), Edgar Paulín Guerrero, Alfredo Ontiveros Zárate, Luis Cancino Castillo, Leopoldo Pacheco Calvo, Orencio López Zenteno, mientras mi primo hermano Federico Emilio Serrano se encargaba de situarme a las compañeras como decididas partidarias, entre ellas Amparo Vives del puerto de Alvarado y a las tres o cuatro más estudiosas de cada salón, mismas que hacían de líderes con las restantes. De los cinco candidatos opositores a mis pretensiones sólo me preocupaba Humberto Romero Cándano pues ciertamente contaba con un nutrido equipo de colaboradores, un poco Julián Huitrón y menos todavía Artemio Menxueiro Siguenza. De los otros dos candidatos ya ni recuerdo sus nombres. Pero mi amigo Pedro Vázquez Colmenares les propuso a los cuatro candidatos de menor peso específico integrasen una coalición, aprovechando lagunas del reglamento aplicable, para derrotarnos a Romero Cándano y a mí al amparo de la vieja frase “la unión hace la fuerza”. En un pasillo de la Facultad le reclamé a Pedro su proceder recordándole cuando lo apoyé en su campaña de la Planilla Verde en el año de 1953 en la Nacional Preparatoria, pero el sedicente oaxaqueño tenía intereses con los del grupo de los cuatro y no logré disuadirlo. Luego entonces, integré una unión o coalición con Romero Cándano y en las respectivas elecciones derrotamos por amplio margen a los cuatro citados opositores, conocidos a través de un panfleto en donde se les ridiculizaba llamándoseles “los enanos del circo italiano” y cuyo autor nunca conocimos. El maestro de la cátedra de Contratos, Jorge Sánchez Cordero, dio fe del triunfo obtenido entre Humberto y yo. Por ese entonces Humberto Lugo Gil no estaba tan gordo como lo fue años después y le quedaba algo de pelo, pareciéndose a este escribidor físicamente como para establecer confusiones. Al pasar ante las oficinas de la secretaría de la Facultad vi que lo paseaban en hombros. Al verme entre la muchedumbre me dijo: -“Me traen como torero porque creen que soy el candidato”.

A Romero Cándano lo seguían los miembros de su equipo de trabajo por toda la Facultad, con posterioridad al triunfo electoral, pero como mi equipo era de “generales” y muy pocos aceptaron pasar a formar parte de la infantería, me dejaron sólo, y en las reuniones para tomar decisiones los dos presidentes, me superaba en votación el otro. Aburrido de tan desventajosa situación y dándome cuenta que el único beneficiario iba a ser a la larga Servio Tulio, si las cosas salían como las tenía previstas, me fui retirando paulatinamente, pero especialmente cuando supe que el grupo de Romero Cándano –la Marmota le llamaba su tocayo Humberto Guzmán Salazár- había nombrado como padrino de la Generación ´56 al ex presidente Miguel Alemán, pues no obstante la amistad que unía a mi padre con el ya retirado político nunca fue persona de mis simpatías, por ser desde mi infancia refractario a las corruptelas y los dobleces, tan de moda en la época del señalado veracruzano, censurado por el estudiantado como lo prueba el hecho de varias voladuras con dinamita de la estatua erigida por él mismo a su persona, enfrente del edificio de la Rectoría de Ciudad Universitaria. Es decir, la grey estudiantil no soportó la burla del ex presidente consistente en rendirse homenaje con una escultura de hormigón de siete metros de altura con toga de académico, cuando lo justo –según los estudiantes- hubiese sido una representación con traje a rayas. Curiosamente, los aduladores de Miguel Alemán modernizaban la estatua, es decir, si el personaje representado en la misma se quitaba el bigote, acto seguido enviaban a un escultor para desgastar la parte de hormigón representativa de ese adorno capilar. En cuanto surgía un motivo de disconformidad el sitio preferido para la reunión era en la explanada donde se encontraba la estatua de Alemán para ir a pintar lemas de protesta en su base y en la escultura misma. Varios cartuchos de dinamita le abrieron un boquete de un metro y medio de diámetro entre las piernas. Las autoridades la mandaban a reparar y acto seguido los estudiantes la dañaban nuevamente. Para evitar se repitiese esa situación hasta el cansancio alguien dispuso cubrir la estatua con una valla de láminas de acero y así los estudiantes de Ciudad Universitaria y los habitantes del Distrito Federal le dieron carpetazo al asunto. No sé si Romero Cándano contagiado por la línea de su padrino, al que la historia señala como el precursor de las corruptelas que posteriormente cobraron fuerza inusitada en el medio político mexicano, o por vocación personal, incurrió en una serie de vulgares y pequeñas liviandades, como la de no darnos el anillo de oro a los miembros de la generación que no lo apoyamos como candidato a la presidencia de la misma. De mil ochocientos anillos entregados por Miguel Alemán se quedó con la mitad que vienen a representar la bonita suma de unos novecientos mil pesos de la actualidad. Lógicamente, sus secuaces aplaudían tan deleznables métodos y por mi parte me hice el desentendido. Llegó a grados de suma vulgaridad Romerito Cándano, pues al cumplirse 25 años de la Generación ´56 de Abogados, me llamó por teléfono a Tuxtla Gutiérrez y me propuso asistiera a la fiesta de aniversario. En las escaleras de la explanada de C.U. nos tomaron una foto panorámica y delante de él pague una copia de la misma entregándole el comprobante a Carlos Abitia Bueno, pues yo regresaría a la capital chiapaneca y no tendría tiempo de esperar 15 días para la obtención de ese recuerdo. Carlos Abitia me dijo por vía telefónica que Romerito Cándano dio instrucciones al fotógrafo de no surtir la orden de mi comprobante. ¿Para eso me propuso ir a la ciudad de México? El día del vigésimo quinto aniversario en el banquete me espetó: -“Ahí tengo tu anillo de oro ¿cuándo pasas a recogerlo?” Por supuesto, el banquete contó con una flaca asistencia de ciento veinte personas, entre las que no estaba ninguno de mis principales amigos.

Pero mi paso por la Universidad me dio innumerables satisfacciones y una profesión sostén de mi familia y de mí mismo. Abrevé de la sabiduría de mentores como José López Noriega, en el segundo curso de Derecho Civil dedicado a bienes y sucesiones, aprendí la parte dogmática del Derecho Penal con el maestro Fernando Castellanos Tena, con su teoría tetratómica de la cual hice gala en mi examen profesional. Acrecenté mi modesta ilustración con las disertaciones magistrales de Ignacio Burgoa Orihuela en Garantías y Amparo, tomé nota de la cátedra de Derecho Administrativo de Andrés Serra Rojas, escuché las conferencias del “Chato” Mario de la Cueva (posteriormente mi contra parte en juicios ante la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje) en la cátedra de Derecho Laboral. Abrevé de la fuente de sabiduría jurídica de las magistrales disertaciones de los procesalistas Castillo Larrañaga y Rafael de Pina y además aprendí de mi maestro Gabriel García Rojas a dominar los nervios, pues siendo tartamudo en el banquillo del profesor no titubeaba al hablar, y así, mis experiencias estudiantiles podrían ser citadas hasta el infinito. Con Servio Tulio estudié diversas materias y también con Manuel Pizarro Suárez en el primer tercio de la carrera, en su casa familiar de las Lomas de Chapultepec; después con Tito Zamorano Zamudio en el departamento de su tía Gloria casada con un ex compañero de mi tío Emilio de la Escuela de Jurisprudencia, de nombre Gerardo Cruz Mellado. Tito vivía en un frío departamento de la avenida Baja California con orientación norte en donde me instalaba una cama plegable de metal para descansar dos o tres horas entre cada sesión de estudio. En interminables sesiones de estudio también me acompañaron Julio Moya garcía y Xicotenctl Leyva.

Recuerdo con nostalgia las noches de estudio, principalmente en el departamento de mi mamá en las calles de San Antonio de la Colonia Nápoles, en donde con Gabriel Parra consumíamos frascos enteros de café soluble para mantener la cabeza despejada y meternos en la misma los apuntes del maestro de Teoría de las Obligaciones, Ortíz Urquidi, ex rector de la Universidad de Morelos. Me gustaba una prima hermana de Gabriel y apenas se retiraba él a descansar me iba a visitar a la guapa muchacha, de nombre Graciela. La invitaba a bailar a un económico cabaret de nombre “Turcos” y en los reservados al estilo árabe platicábamos hasta altas horas de la noche, de nuestra mutua chifladura de ser algún día actores de cine. Al día siguiente, cuando regresaba Gabriel para continuar la sesión de estudio me reclamaba: -“¡Qué! ¿No dormiste? Mira nada más esos ojos de tecolote desvelado”. Mi mamá nos preparaba comidas de medio día y cenas muy apetitosas y por las noches mientras Gabriel y yo dejábamos las pestañas en los libros ella veía televisión a muy bajo volumen, para no interrumpirnos. Eran tiempos de la televisión en blanco y negro, de menos recursos económicos y técnicos respecto a la de hoy, pero mucho más imaginativa, con programas en vivo en donde los actores no podían equivocarse pues las pifias salían al aire. En el medio día “El club del hogar” con Daniel Pérez Arcaráz y su compañero Madaleno con peluca como de indio tepuja y con una jerga a manera de jorongo y en la noche “El yate del Prado” o los musicales con Pedro Vargas y las hermanas Caprino. Eran los tiempos del animador Paco Malgesto y de los noticieros con Guillermo Vela y Pedro Ferríz.

Muy satisfecho por haber terminado los tres primeros años de estudio y la mayor parte del cuarto, después de trabajar en el Juzgado Segundo de lo Civil como proyectista de sentencias y en el Departamento Jurídico Central de PEMEX como pasante de Derecho, me di un breve descanso, para aplicar la vieja sentencia universitaria: “Estas son carreras de resistencia y no de velocidad”. Antes de ese período “vacacional” viví diversas y valiosas experiencias y por considerar amenas algunas anécdotas, me permitiré relatarlas.

Cuando Enrique Soto Izquierdo participó en el Concurso Nacional de Oratoria organizado por el periódico “El Universal” bajo los auspicios del general Miguel Lanz Duret y la batuta del licenciado Guillermo Tardif, tenía poco tiempo de haber muerto su señor padre, el profesor Soto Peimbert. Me pidió Enrique le manejara su automóvil de recién adquisición para ir a la ciudad sede del evento, Querétaro, pues ya era dueño de la unidad pero no sabía conducirla. Con la novia de Enrique de nombre Lilia Aragón quien ya daba sus primeros pasos en el teatro universitario, la presunta suegra de mi amigo y un hermano de él llamado Eduardo nos dirigimos a la citada ciudad del Bajío. Por aparte en un Ford Inglés se fue Marito Hernández Malda con Luis Pérez Eguiarte, mi primo Federico Emilio Serrano Figueroa y otros amigos para experimentar toda una odisea, debiendo empujar el carcamán en las cuestas pues el calentamiento del motor no le permitía vencerlas y moviendo con una mano los limpiadores del parabrisas, pues no era automático. En el Teatro de la República, de indiscutible prosapia histórica por haberse discutido y firmado ahí la Constitución de 1917, dio Enrique cátedra de bien decir y derrotó con facilidad a sus adversarios, pues anteriormente se preparó con esmero y tenía estudiados párrafos muy completos para las etapas preliminares y por supuesto para las de improvisación, valiéndose del recurso de escoger temas en donde la retórica se acomodaba lo mismo para un asunto filosófico, que para otro social y hasta para dilucidar cuestiones históricas o literarias. Con anterioridad al concurso mientras Enrique rasuraba su espesa barba con un singular sonido similar al del güiro, repasaba párrafos enteros y yo le tomaba la lección sentado en un banco dentro de uno de los baños de su casa de la Colonia del Valle. En la siguiente entrega abundaré alrededor del Concurso Internacional de Oratoria en donde Enrique Soto Izquierdo participó como representante de México, en la histórica y colonial ciudad de Zacatecas. Como corolario de la presente entrega cabe señalar que también destacaron en los citados concursos de oratoria Porfirio Muñoz Ledo y Manuel Osante López, ambos como primeros lugares en sus respectivas participaciones, primero en la etapa nacional y posteriormente en la internacional.

Por aquellos días no existía el temible síndrome de inmonusuficiencia adquirida (SIDA) que a decir de los encargados de la estadística respectiva ya empieza a diezmar a la humanidad, y así las cosas, eran comunes las incursiones de los estudiantes universitarios a las casas non sanctas. Un día nos propuso Edgardo Padilla a Manuel Pizarro y a mí hacerle una visita a Graciela Olmos, célebre dueña de una casa de asignación de la ciudad de México a donde llegaban políticos encumbrados y artistas de cine y de teatro. Ella era conocida como La Bandida y también debía su celebridad a tres o cuatro composiciones musicales salidas de su magín, entre las que recuerdo “La enramada” y el corrido de “El Siete Leguas”, que a decir de la letra era “el caballo que Villa más estimaba”. Era una mujer ya sin asomos de belleza, de edad avanzada, con el pelo muy corto mal pintado de color amarillento y con las raíces de las canas ostensiblemente a la vista; estaba en una habitación del sótano y ocupaba una de las dos camas, con el vientre abultado como suele acontecer en los casos de hidropesía. Me recordó Edgardo Padilla en uno de sus correos electrónicos que a esta singular mujer la atendía solícitamente una de sus pupilas a la que todos llamaban “La Bigotes”. Mientras permanecimos en su habitación vimos entrar y salir a varias personas, las que curiosamente le daban el trato de “Madrecita”, con reverente respeto. Un hombre de barriga prominente, sombrero texano, pantalón color café de gabardina y chamarra corta al que la gente llamaba “El Coronel”, ya un poco pasado de copas le pidió a Graciela Olmos ofreciera a los ahí presentes cigarrillos de marihuana. En la parte baja del buró tenía ella una lata similar a las que sirven para la presentación de galletas finas, la abrió y a continuación ofreció con gentileza el contenido de la misma: unos cilindros de papel liados a mano y retorcidos en uno de sus extremos, para evitar que la hierba se saliera. El supuesto coronel tomó uno, lo encendió y empezó a fumar dejando en el ambiente un fuerte olor a petate quemado, mientras un sujeto más joven y originario de Tabasco, de carácter jacarandoso y dicharachero hasta la pared de enfrente, de apellido Brito y de aspecto de gente acomodada repetía ante cada situación la frase “putísima nauyaca, restívirus-copus, porque boros-copus, no tiene madre”. El tal Coronel volteó a mirar a Manuel con el seño fruncido y le ofreció de su cigarrillo una fumada y al notar la respuesta negativa del joven universitario desenfundó una pistola escuadra calibre 45 y apuntándole al vientre lo conminó groseramente a fumar. Graciela Olmos le pidió guardara el arma: -“Coronel, déjate de pendejadas, estos muchachos son gente decente y no se están metiendo con nadie, déjalos en paz”. El agresivo sujeto obedeció y con parsimonia enfundó la pistola y no la volvió a sacar en el resto de nuestra estancia en ese lugar, en donde un trío de guitarristas amenizaba la conversación. Posteriormente pidió el gerente de un Banco se le permitiera entrar “a saludar a la señora para presentarle a su esposa”. Penetró a la habitación un hombre de unos cuarenta y cinco años con canas en las sienes, muy atildado en su arreglo y acompañado de una guapa mujer muy bien vestida y oliendo a perfume fino. Cuando se retiró el funcionario bancario “La Bandida” comentó: -“En lo que va del año es la cuarta esposa que me presenta este cabrón, ha de pensar que soy su pendeja”. En una parada que hizo el Coronel para ir al mingitorio alguien tomó su silla y cuando al regresar se la devolvió, dijo: -“Dejaste muy caliente mi asiento”, a lo que La Bandida respondió: -“Qué pasó Coronel, ¿no sabes que el culo también tiene vida?”. Fueron tantas las frases cargadas de humorismo que La Bandida cruzó con sus más íntimos en una auténtica e ingeniosa esgrima verbal, como para pensar que todo era una puesta en escena o un bien preparado guión para impresionar a las visitas. Cuando nos despedimos dio órdenes de que se nos llevara a la cocina y se nos diera gratuitamente de cenar. Nos sirvieron una suculenta sopa como para crudos y salimos de la casona, los tres, limpios de pecado, o sea, sin hacer lo que ahí se acostumbraba. Cuentan algunas gentes que Graciela Olmos fue amante del Centauro del Norte, Francisco Villa.

Con Mario Hernández Malda, Federico Emilio Serrano Figueroa, y otros amigos frecuentábamos la casa de doña María de las calles de Medellín número 9, una mujer que de no haberse dedicado a la explotación de una mancebía hubiese parecido una honrada matrona, que regularmente contaba en su negocio con la presencia de un conjunto musical de cuerdas, en donde el salterio le daba un toque singular y de reminiscencias porfirianas al edénico lugar nacido en pleno obregonismo. Las pupilas nos trataban con cierta predilección y afecto posiblemente debido a nuestra juventud. Lupe la Flaca, La Chata y La Veracruzana, solían darnos “cachuchazo” cuando estaban de buen talante. Lupe hizo de Mario a su consentido y en ocasiones ella ponía lo del cuarto. Llevamos a ese sitio a Manuel Pizarro Suárez y a Humberto Lugo Gil, haciéndose de inmediato asiduos concurrentes aunque posteriormente gozaban de las facilidades de un “leonero” prestado, propiedad de dos encumbrados políticos de aquellos días, en donde también yo participé en ciertas ocasiones en bien orquestadas encerronas con todos los gastos pagados y usando los pijamas de seda de uno de los dueños del lugar, padre de un muchacho que posteriormente llegaría a ser presidente de la República. La casa estaba equipada con todo lo necesario, incluyendo el indispensable teléfono para citar a las chicas de la vida airada. Un cuidador era el encargado de hacer los mandados y su esposa cumplía con las faenas del aseo. Empezaba a circular la edición en español de la revista Playboy y en la mesa rinconera de la sala siempre estaban los más recientes números. A ese sitio llevamos en varias ocasiones a nuestros maestros de la Facultad de Derecho para tomar la copa y platicar alegremente con ellos, en un ambiente de franca camaradería.

Continúa en la parte V.








Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 17-09-2005
Última modificación: 28-04-2017


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