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Mi primer viaje a Europa - Quinta parte



Terminamos una importante etapa del viaje relacionada con la cultura helénica tan trascendental para nosotros en cuanto a la dinámica en la enseñanza de las escuelas secundarias y preparatorias mexicanas, sobre todo cuando estudiamos filosofía y nos adentramos al genial pensamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles o se nos habla en las cátedras de historia de la vida de Filipo II de Macedonia esposo de Olimpias y padre del inigualable Alejandro Magno, conquistador de Egipto y fundador de Alejandría. El contacto de la cultura y la idiosincrasia griega con la de cierta clase de mexicanos, sobre todo de las grandes ciudades del centro de nuestra nación, es muy estrecho; inclusive cuando en el cabaret de Atenas se cuestionaba al organista Juan Torres, sentía estar en algún centro nocturno de la Zona Rosa de la ciudad de México.

Ya de regreso a la bota italiana entrando por Brindisi abordamos nuevamente el Renault y manifestamos satisfacción al entrar en contacto con los ravioles, la saltimboca a la romana, los espaguetis a la boloñesa, los fetuchinis, los canelones y las pizzas, tan familiares para nosotros desde antes de conocer Europa. Reflexionamos alrededor de la suerte de ser mexicanos por la variedad culinaria de las diversas regiones del país, pues además de la abundante cocina azteca tenemos influencia directa de la comida francesa, de la alemana, de la china, de la árabe, de la de nuestros vecinos del norte (los EE.UU.), de la de Centroamérica y ya no se diga de la española y la italiana. En nuestros viajes por carretera para matar el tiempo evocábamos el mole poblano, el robalo a la veracruzana, los frijoles negros refritos espolvoreados con queso y bañados en crema y por supuesto añorábamos el caldo tlalpeño, el pozole jalisciense y los tacos de carne de puerco al estilo Michoacán. También recordábamos con vehemencia los cigarrillos mexicanos. Como lamenté no haberle aceptado a mi amigo veracruzano Carlos Menvielle Maraboto el regalo de tres cajetillas de “Delicados” ovalados, cuando en París me lo presentó Alejandro Sáenz de Miera. (Al momento de escribir esta página tengo aproximadamente once años de no probar un cigarrillo y seguramente ello me alargará la vida)

Del puerto de Brindisi tomamos camino hacia Bari, ubicado a la orilla del mar Adriático de cerca de 300 mil habitantes y uno de los principales centros económicos de la Italia meridional, por sus industrias, sus laboratorios químicos, su desarrollo metalúrgico y de fabricación de cemento, amén de su refinería, arzobispado y ramal ferroviario. A continuación fuimos a Foggia, centro agrícola y comercial de la misma zona costera y de ahí, -subiendo por la pantorrilla de la bota italiana- nos dirigimos al importante puerto pesquero denominado Pescara para seguir hacia el norte a otro puerto, pesquero también, de nombre Rimini y de ahí emprendimos ruta a Ravena, centro comercial y agrícola. Al entrar a la ciudad de Bolonia, recordamos lo dicho por nuestros amigos de Roma: “Cuando lleguen a la academia boloñesa no olviden que ahí las mujeres además de muy bellas, son sumamente complacientes con los caprichos del hombre en el lecho”. Al vocablo “academia” le daban una connotación de doble sentido. Bolonia, de unos 500 mil habitantes está ubicada al pie de los Apeninos y junto al río Reno en la llanura del Po; es un importante centro turístico y de fabricación de calzado, cuenta con universidad dedicada al estudio del Derecho Romano y así mismo con arzobispado. Fue uno de los principales centros culturales de la Edad Media y allá por el siglo XVI formó parte de los Estados Pontificios hasta votar su unión al reino de Italia en el año 1860. Entre sus monumentos destacan la iglesia gótica de San Petronio, los palacios Bolognini y Bebilacqua con influencias de Brunelleschi y las torres Asinelli y Giriserda. En el arte destacó con sus pintores: Vitali de Bologna, Dalmasi y Giovani de Módena. Al sentir la cercanía de sitios sumamente interesantes y al no poder contactar a las bellas mujeres “complacientes en el lecho” preferimos continuar camino a la región del noreste de Italia: la región de Trento y Bolzano o Venecia Tridentina.

A decir de los historiadores, Venecia fue desde la Edad Media sede de una república aristocrática muy próspera y que, bajo el gobierno de los dux, extendió su poderío sobre una parte de Lombardía, Dalmacia, Albania, Macedonia y hasta las islas del mar Egeo.

La ciudad y puerto de Venecia no aceptan descripciones con los calificativos usuales de común. Inclusive, mientras el visitante carezca de una idea global de los elementos de su inenarrable entorno urbano, toda explicación del mismo será estéril. A Venecia es indispensable concebirla como un archipiélago de encantamiento, y al decir tal, traer simultáneamente a la imaginación sus palacios, museos, catedrales, sus góndolas y sus postes para atarlas (en forma de caramelo), sus plazas principales, su isla de Murano, su playa de Lido, sus tortuosas calles y sus cafetines, sus mosaicos y el resto de su esencia. Sólo deseo resaltar, para entender a Venecia, la conveniente imbricación de una parte con las otras y poder concebir al conjunto, la íntima relación de sus substancias urbanas y naturales para integrar el todo, incluido el detalle de la inexistencia de vehículos de motor en tierra y el mágico encanto de sus góndolas de un remo, pintadas de negro y sus gondoleros de playera a rayas, siempre dispuestos a cantar románticas melodías italianas. En Venecia se ha detenido el tiempo. El turista sale a las calles y cree ver en cada rincón a Giovanni Giacomo Casanova con su largo pelo atado con cinta negra en forma de cola de caballo, disponiéndose a iniciar una de sus correrías para asaltar a una bella doncella y hacerla víctima de su instinto sexual valiéndose de sus dotes de seductor. Venecia es única en su género y ni en cuatro mil años podría la humanidad entera reproducirla, copiarla o duplicarla. Baste señalar la existencia de una iglesia construida en un islote sobre un millón de pilotes de duras maderas, a la fecha ya petrificadas. El pasado de Venecia no es necesario estudiarlo, está a la vista. Alguien dijo: “Los venecianos tienen el punto de vista de la eternidad”.

Edgardo, Manuel y yo –ya sin la presencia de Alejandro- nos alojamos en un céntrico hotel de Venecia. Conocimos la plaza de San Marco y la catedral del mismo nombre, cubiertas de nieve. El intenso frío hacia las veces de desodorante en las aguas de los canales y de tal suerte nunca nos molestaron, los malos olores, como sucede en los calurosos veranos por la putrefacción de las algas. La ciudad se compone de 120 islas formada por 177 canales en la laguna ubicada entre la desembocadura de los ríos Po y Piave, en el extremo norte del mar Adriático, donde vivían cerca de 300 mil habitantes. La población de la ciudad disminuyó ostensiblemente por los problemas ambientales; actualmente tendrá 170 mil almas. La vía principal de comunicación es la del Gran Canal y tiene unos tres kilómetros de largo y en algunas de sus partes hasta 400 metros de ancho atravesando toda la ciudad; cuenta con 400 puentes, todos peatonales, al no permitirse el paso de vehículos de motor en los mismos ni en las calles. El método habitual de transporte particular es la góndola y el colectivo denominado vaporetto. La ciudad es famosa por sus festivales cinematográficos, por su producción de vidrio soplado de Murano y por sus bellos palacios propios del cuento de “Las mil y una noches”. Los artistas, turistas y literatos la consideran como una de las ciudades más bellas del mundo.

Fuimos una mañana a conocer el Palacio Ducalle –a un costado de la catedral de San Marco- de configuración gótica, y según se nos informó obra del arquitecto Antonio Rizzo. Fue el centro del ejecutivo y de la potencia legal de San Marco. Contiene pinturas famosas del Tintoretto, de Tiziano y Veronese. De la torre, a unos metros del edificio antes descrito, se nos dijo le llaman “donde era y como era”, pues al quedar destruida se le reconstruyó a voluntad popular en el año de 1902 en el mismo sitio y conservando su figura original en obsequio al espíritu tradicionalista de los venecianos; y como es natural, sirve de campanario a la catedral o Basílica de San Marcos reconocida como símbolo de la ciudad con sus más de dos kilómetros cuadrados de mosaicos con el mismo colorido de los días de su elaboración en la cual se utilizó oro para el brillo de los amarillos y los ocres. Contiene tesoros inestimables como “la pala de oro”, cristales preciosos, ánforas, tazas y las vestiduras litúrgicas. Los originales de los caballos de bronce que estaban situados fuera de la basílica se guardaron en el museo de Venecia y en su lugar se colocaron unas reproducciones. No podía faltar en nuestro deambular el Puente de los Suspiros, por donde pasaban los reos conducidos a la prisión y desde ese lugar veían por última vez a través de una diminuta ventana el mundo exterior.

La nieve de la plaza de San Marco se convirtió en hielo y de la misma manera la de las calles de Venecia. Una noche regresamos al hotel con los pies casi congelados. Abrimos la llave del agua caliente de la tina y metimos los pies por un largo tiempo. A la intemperie, sentíamos las orejas y la nariz como si fuesen de delgado vidrio.

En una mañana soleada alquilamos una góndola y fuimos a conocer en la isla de Murano las fábricas de vidrio soplado. El guía nos hizo notar que ahí se producen las llamadas frutas de Varovier, las flores Venini y las copas de Moretti. Vimos en directo el soplado del vidrio y la habilidad de los operarios venecianos pues en cosa de tres o cuatro minutos hacen una pieza. Toda la isla vive y respira para el vidrio.

Las playas de la isla de Lido las encontramos vacías por las bajas temperaturas invernales, llamándonos la atención una larga sucesión de casetas para los bañistas y cientos de sillas reclinables para tomar el sol. Es tradición que en esas playas se diviertan las mujeres venecianas de familias adineradas adornadas con costosas joyas de las cuales no se separan ni para darse un baño de mar. En las terrazas de los cafés de Venecia los turistas suelen escuchar la música de claretín, piano y violín. Las “trattorie” y el café Florian son sitios muy concurridos. Los venecianos visten todos los días como para asistir a una fiesta elegante. Las mujeres son de piernas musculosas de tanto subir y bajar las escaleras de los puentes a lo largo de toda una vida. Las gentes de esta ciudad suelen despreciar a sus compatriotas de Roma para abajo y en tono burlón les dicen los mediterráneos.

En una tediosa tarde fuimos a saludar por encargo de mi papá al Cónsul Honorario de México. Bueno, la cortesía la hice yo por encargo de mi padre, pero Edgardo y Manuel me acompañaron muy gentilmente. El diplomático, en un español muy deficiente (él era italiano) nos habló de la visita realizada por mi padre al Consulado tres años atrás. Al salir de la casa del cónsul nos fuimos a un pequeño cine a ver la película “Juego de Pijamas” de Rock Hudson y Doris Day; una bonita comedia de la época.

Debimos bajar un poco hacia el sur oeste para ir a Florencia a disfrutar de múltiples sorpresas a esa ciudad de la Toscana de poco más de 400 mil habitantes situada en el valle del río Arno, bañada de luz no obstante lo gris del invierno, pues era luz la que irradiaba por sus inenarrables bellezas nacidas en momentos estelares de la más grande explosión artística de esa zona, hoy parte de Italia. Sus orígenes datan de la época de los etruscos y aunque se constituyó a principios del siglo I a. C. durante el Bajo Imperio Romano, junto con la familia de los Toscana los habitantes ya ostentaban el dominio del territorio. Su fama se la debe fundamentalmente a sus espléndidos edificios góticos y renacentistas.

Recuerdo que al regresar mi padre de su viaje a Europa en el año de 1956 traía consigo una película de 16 milímetros, filmada por él y su hermano Emilio (tío muy querido para mí) en varias ciudades de aquel continente. Me sorprendió en la parte relativa a Florencia ver la belleza de la llamada puerta del Paraíso colocada en el bautisterio de la catedral de Santa María del Fiore, trabajada en bronce, y en donde en sobre relieve se reproducen célebres escenas de la historia sagrada. Naturalmente, los tres compañeros de estudios le pedimos al guía nos condujese a la catedral florentina para ver de cerca ese portento de obra, en donde el autor reprodujo su efigie.

Fuimos a conocer la plaza de la Señoría en donde se encuentra el imponente Palacio Viejo (Palazzo Vecchio), coronado por una bella torre de 94 metros, que en lo personal, me pareció similar a las de los castillos normandos de Inglaterra, por tener influencia romana de esa época. Enfrente está la Logia de la Orcagna, en donde apreciamos a una mínima distancia el Perseo de bronce de Benvenuto Cellini y el Rapto de las Sabinas de Giovanni de Bolonia, poniendo especial atención –a sugerencia de nuestro guía- en la mano del raptor que parece hundirse en el glúteo de su víctima, como si éste fuese de carne y no de duro mármol. En la misma plaza vimos una reproducción del David de Miguel Angel, sin ponerle mayor atención, para analizar detenidamente el original días después al visitar la Academia.

Expliqué páginas atrás como Edgardo Padilla se solazaba en sus lecturas mientras Manuel Pizarro y yo lavábamos nuestras respectivas prendas de vestir, todas las noches, colocándolas para su rápido y eficiente secado en los serpentines de las estufas de agua caliente, tan comunes por aquellos días en los hoteles europeos para combatir las bajas temperaturas. Además de “La historia de San Michele” del sueco Axel Munthe, en donde el citado escritor narra la vida de Tiberio, la reconstrucción del castillo de Anacapri por parte de dicho personaje e importantes pasajes de su vida, no recuerdo de qué suerte se hizo Edgardo del libro “Frankenstein” de Mary Shelley, esposa del célebre literato inglés Percy Bysshe Shelley, dedicándose a devorar sus páginas ávidamente para escudriñar la historia del médico proclive a robar cadáveres y tomando partes de distintos cuerpos, sin proponérselo crea un monstruo del mal. Manuel y yo lo invitábamos a sumarse al equipo de lavanderos, pero Edgardo alegaba estar muy metido en la historia, e inclusive, nos comentó que fue escrita en una tormentosa noche en que no teniendo algo importante por realizar, Mary, su marido y Byron, apostaron para ver cual de los tres escribía la mejor historia de terror. Shelley y Byron no escribieron nada que se recuerde, pero Mary se convirtió en la autora de un clásico: “Frankenstein”, llevado al cine desde principios del siglo XX en versiones ciertamente escalofriantes.

Sigilosamente abrimos Manuel y yo el ropero en donde Edgardo guardaba sus prendas de vestir de dos y tres puestas sin conocer las mismas el agua y el jabón; las echamos a la tina, abrimos la llave del agua caliente, le espolvoreamos detergente en cantidades superiores a lo usual, y a semejanza de la fiesta de la vendimia -como si machacáramos uvas- con los pies le bailamos a la ropa de Edgardo el jarabe tapatío, hasta dejarla reluciente de limpia. Ya exprimida la ropa nos dimos a la tarea de tenderla en donde podíamos, le subimos el volumen a la calefacción y a la mañana siguiente nuestro afanoso y culto lector, tenía ropa sumamente arrugada, pero con “una fragancia propia de los jardines de Francia”, según rezaba la publicidad del detergente usado para tal efecto.

Le dedicamos dos o tres días de recorridos al palacio Pitti construido por una familia de ese nombre y encargado al genial arquitecto Bruneleschi, autor de la primera fachada almohadillada del renacimiento, tan común en las mansiones mexicanas de las colonias Roma y Juárez de principios del siglo XX. El palacio tiene una longitud de 200 metros y sus jardines llamados Boboli son fuera de serie. Cuenta con varios museos, como la galería Palatina dedicada a la pintura, en donde apreciamos detenidamente y con explicaciones llenas de tecnicismos por parte del guía, obras de Tiziano, Rafael Caravaggio, Rubens, Murillo; luego nos adentramos en los secretos de la Galería de Arte Moderno, la Galería de la Plata y la Galería de las Costumbres, donde nos explicaron la historia de los trajes a partir del siglo XVII al año de 1930.

Entre el Palacio Viejo y el río Arno se encuentra la Galería de los Uffizi creada por la familia Medici en el siglo XV, con una completa pinacoteca en donde guardan “La Primavera” de Botticelli, “La adoración de los magos” de Leonardo, el retrato de León X de Rafael y otras pinturas de caballete. En el edificio se pretendió ubicar la sede de los oficios y de esa circunstancia toma su nombre. En esta galería se encuentran las pinturas más célebres de las madonas y están representados maestros como Fra Filippo Lipi, Piero de la Francesca, Paolo Ucello, Botticelli, Leonardo, Miguel Angel y Rafael. Me impactó la Venus de Urbino, o sea, una de las obras más espectaculares de Tiziano, en donde se puede ver a una hermosa mujer desnuda recostada en un diván tapizado con una tela roja, cubierto con una sábana blanca. La modelo con la mano izquierda se cubre pudorosamente el pubis y en la derecha sostiene unas flores; se ha considerado una alegoría nupcial pero algunos dicen es el retrato de una conocida cortesana con sus rubios cabellos sobre los hombros. Para la época se antojaba de un marcado atrevimiento por la mirada sensual de la mujer y su falta de pudor; en nuestros días no pasa de ser una magnífica pintura, pero de tono ciertamente inocente. En una sección especial se encuentran las figuras esculpidas en el sepulcro de Urbino por Miguel Angel. Nos llamó la atención sobre manera la Aurora y el Crepúsculo, representadas por dos mujeres de pechos flácidos. El guía explicó al respecto: -“Fue la sutil manera, por parte del escultor, de mofarse de los propietarios de la obra escultórica”, los Medicis. El sepulcro de Julián de Nemours está adornado con las esculturas del Día y de la Noche.

En la plaza dedicada a Miguel Angel vimos desde una balaustrada y a lo lejos la casa del físico y matemático Galileo Galilei, descubridor de las leyes de la caída de los cuerpos; el guía nos indicó pusiésemos atención en la reproducción en bronce del David, pero ya en la Academia estuvimos un par de horas en franca admiración de la escultura original. El guía dijo: -“La obra nace como idea del inimitable escultor para aprovechar una grande, angosta y alargada sección de mármol”, de donde le viene la idea de crear una figura esbelta y con los brazos pegados al cuerpo. El izquierdo levantado hacia el mentón sostiene la onda para atacar a Goliat, el derecho tocando ligeramente el muslo del mismo costado y en la mano la piedra o proyectil de muerte. Indudablemente y tal como lo consignan los historiadores, Miguel Angel dominaba la anatomía del cuerpo humano como resultado de sus clandestinas disecciones para estudiar la estructura de los huesos, de los músculos y de los tendones, pues la escultura del David es un portento de naturalidad no sólo en las partes antes mencionadas, sino hasta en los detalles de las venas, de los cartílagos y de la cutícula de las uñas. Inclusive, es un estudio psicológico del momento cumbre de David disponiéndose a iniciar el combate. Si el lector asiste a la ciudad de Florencia y en especial a la Academia, le aconsejo observar detenidamente los detalles anatómicos de las costillas del lado izquierdo del pecho, de las rodillas y de las manos. El David es una representación escultórica de más de cuatro metros de altura realizada a principios del siglo XVI, en mármol, y según dicen los enterados, obtenido de una pieza defectuosa. Los cronistas le atribuyen al autor la siguiente frase: -“Al David sólo lo dejé salir, ya estaba ahí”. Existe en las muchas leyendas escritas alrededor de Miguel Angel, otra aseveración atribuida al sobresaliente artista: -“ Para lograr una buena escultura es muy sencillo. Se escoge un buen bloque de piedra, con el martillo y el cincel se le quita el sobrante y la figura aparece”. El original del David está resguardado en la Academia para sustraerlo de las inclemencias del tiempo. Está clasificado como representación apolínea o herculea. Para ser de piedra, sorprende en los acercamientos fotográficos lo humano de la mirada. La escultura denota actividad física y la preparación de la onda para lanzar el proyectil al gigante Goliat. La cinta de la onda sobre la espalda del joven pastor merece un estudio especial. En la Academia admiramos detenidamente las obras escultóricas de Miguel Angel denominadas Los Prisioneros, cuatro esculturas inacabadas pero llenas de fuerza creativa; la dramática Piedad de Palestrina, esculpida para la capilla del palacio Barberini de Palestrina; y también, el arcón nupcial del siglo XV que ilustra las bodas de Boccaccio Adimari.

Para describir los tres cuerpos principales de la catedral de Santa María del Fiore de Florencia, iniciada en su construcción el 8 de septiembre de 1296, sería necesario contar con los conocimientos técnicos de sus principales arquitectos, destacando entre ellos Giotto, Andrea de Pisano y Francesco Talenti. Dichos cuerpos son: el domo, el bautisterio y la torre para el campanario. La gran revolución arquitectónica de aquellos tiempos la realizó Brunelleschi en el siglo XV -a él se debe la construcción de la cúpula de Santa María del Fiore- al proporcionarle nuevos efectos al dominio del espacio, a la armonía y al sentido geométrico de las proporciones. No sé cuantas veces asistimos los tres amigos viajeros a admirar la fachada del domo de cerca y de lejos, pareciéndonos como de filigrana o de la más fina y delicada orfebrería. Igual aconteció con los relieves en bronce de la Puerta del Paraíso perteneciente al bautisterio. En los tres cuerpos arquitectónicos la combinación de colores es sencillamente seductora y de un esmaltado capaz de proporcionarles una atmósfera de limpieza y de luz, pues nunca vimos en dichos edificios las huellas del paso del tiempo. Sólo a las galerías Pitti asistimos en tres o cuatro ocasiones y así en cada sitio, nos dábamos el lujo de volver si algo había quedado pendiente. Contábamos con todo el tiempo necesario y ello aunado a las explicaciones de los guías, nos colocaba en posición de estudiar cada monumento, las pinturas, los edificios o las piezas de los museos. La experiencia para dos jóvenes de veinte años y otro de veintiuno, en aquellos días se antojaba en verdad fuera de lo común y a pesar de nuestra natural inclinación para gozar de los placeres mundanos, sin mayor dificultad nos aplicábamos en la tarea de adquirir conocimientos, como si a nuestro retorno a México fuésemos a sustentar un examen a título de suficiencia, lo que prácticamente aconteció cuando nuestros amigos nos pedían información y se interesaban en todos los detalles. En lo particular, a través de mis cartas le presentaba a mi padre una especie de análisis o examen escrito, por adelantado. En una de ellas describí nuestra visita al Palacio Medici Riccardi, construido para Cosme el Viejo y embellecido bajo el dominio de Lorenzo el Magnífico, en donde pudimos ver en la parte baja el almohadillado del cual hablé renglones atrás, además, el Museo Mediceo y la Capilla pintada al fresco por Benozzo Gozzoli con “El viaje de los Magos a Belén”, en el que –a decir del guía- pueden reconocerse personajes de la familia Médicis.

Me llevaría un amplio espacio describir otras tantas bellezas de Florencia al detalle, como el palacio Viejo, el museo de la obra del Domo, la fuente de la plaza principal en donde es personaje obligado Neptuno, el puente Viejo con sus tiendas de artesanías y curiosidades florentinas, el templo dominico de Santa María Novela, el museo Arqueológico, el museo de San Marcos y la iglesia gótica franciscana de la Santa Cruz. En el museo de la Plata, admiramos cristales y gemas pero se llevó lo mejor de nuestra atención el original de la Virgen de la Silla, realizado por Rafael hacia 1516 en Roma, en la mejor época de su vida creativa, tomando como modelo de la Virgen a la mujer de sus amores, Margarita Luti, mejor conocida como “La Fornarina”.

Nuestro recorrido por Florencia, realizado en pleno invierno y con muy pocos turistas dentro de esa “Nueva Atenas”, nos abrió un interesante panorama del arte de la zona norte de Italia. Fue tan ilustrativa la estancia de los tres amigos en dicha ocasión, como para aconsejar a los lectores dispuestos a ir a los sitios antes mencionados, a no hacerlo en temporada alta de turismo para evitar esas multitudes dispuestas a estorbarse los unos a los otros. Quien esto escribe visitó Florencia en mayo de 1999, con un calor agobiante, debiendo sufrir sobresaltos en las aglomeraciones por el ostensible ataque de los carteristas y de los grupos de gitanos, y como es natural, atormentando los pies al permanecer parado en largas filas y por varias horas para ingresar a los museos.

Subimos hacia el norte de la bota italiana y así llegamos a Milán situada en el valle del Po, una de las capitales del Bajo Imperio Romano. Esta ciudad experimentó un considerable aumento demográfico, pues de medio millón de pobladores en 1902 para mediados de siglo ya había duplicado sobradamente esa cantidad. Es la primera capital industrial de Italia, debiendo su desarrollo al uso de energía eléctrica alpina y a las industrias metalúrgicas y automotrices. La ciudad de Milán está situada en el punto de convergencia de las tres grandes rutas transalpinas de los grandes túneles como el de San Gotardo, el del Simplón y Fréjus. Su historia tiene relación en sus orígenes con los galos y los romanos, inclusive pasó a poder de Aníbal con la Galia Cisalpina durante la segunda guerra púnica. Pisaron sus terrenos los hunos de Atila, los hérculos de Odoacro, los ostrogodos de Teodorico y los lomabardos. Además, fue conquistada por Carlomagno en el 774, fue saqueada por Federico I Barbarroja en 1158 y en el año de 1713 pasó a Austria, aunque estuvo por dos veces bajo la tutela francesa en el siglo XVIII.

La catedral de Milán nos sorprendió por su grandiosidad y belleza, se le denomina el Duomo, está en la plaza central de la ciudad y es el símbolo de Milán. La fastuosa obra tiene la original forma de pentágono en su fachada y en todas sus partes cuenta con esbeltas agujas coronadas con una escultura; es el más grande y complejo ejemplo de la arquitectura gótica de Italia y es necesario señalar, para tener una idea de los trabajos realizados para erigirla, que su construcción se llevó 500 años. Llaman la atención sus imponentes pilares de Candoglia en el interior; sus vidrieras luminosas obras de arte, le proporcionan una respetable atmósfera de mística belleza y soberana solemnidad. La decoración estatuaria abarca cerca de tres mil figuras, pero la más apreciada es la estatua dorada de la Madonnina di Perego (Virgencita de Perego), colocada en la aguja mayor desde el año 1774.

Visitamos la pinacoteca Ambrosiana de Milán y vimos las más célebres obras de maestros como Rafael, Caravaggio, Leonardo da Vinci y otros. En la colección de la biblioteca hay cerca de 750 mil volúmenes y 35 mil manuscritos, algunos de rareza ciertamente excepcional.

Para mi gentil amigo Edgardo Padilla pisar suelo milanés equivalía a llevar a un aficionado a las corridas de toros de la plaza de la Maestranza o a un fanático del futbol a presenciar al Real Madrid en el estadio Santiago Bernabeu. La cultura operística del espigado mexicano se evidenciaba en todas sus conversaciones y lógicamente nos propuso a Manuel Pizarro y a mí asistir a una función al teatro de la Scala de Milán, proyectado por el arquitecto Piermarini en 1776 e inaugurado dos años después. El teatro se edificó sobre las ruinas de la vieja iglesia de Santa María de la Scala, de donde tomó el nombre. En su plaza frontal unos pequeños pero bien cuidados jardines ciñen el monumento de Leonardo da Vinci, evocando al maestro en su actividad de pintor, arquitecto, ingeniero hidráulico y escultor. Pues bien, asistimos al bello y señorial teatro de la Scala tocándonos en suerte la puesta en escena de “Madame Butterfly” de Giacomo Puccini, autor nacido en Italia en 1858 y muerto en 1924, de cuyo genio musical el mundo entero ha disfrutado “Manon Lescaut”, “La Bohemia”, “Tosca” y otras óperas. Edgardo nos hizo hincapié en el reparto y otros importantes datos accesorios, y así supimos, que la historia es una obra teatral de David Belasco, difundida con el nombre después popularizado por la ópera. Los libretistas: Illica y Giacosa. Elenco: Giani Raimondi (tenor) en el papel de Pinkerton; Mary Curtis Verna (soprano) como Butterfly. En el papel de Príncipe Yamadori, el barítono mexicano Javier Franco Iglesias, con el cual cultivó en años posteriores muy buena amistad Edgardo, haciéndome saber que ahora vive este artista en Nueva York y ahí imparte clases de ópera e inclusive en un tiempo auxilió como consejero a Plácido Domingo. Si para Edgardo la función resultó inolvidable, para dos legos como Manuel y yo, nos dejó una impresión sumamente grata. Volviendo al símil taurino, es como llevar a una persona de pocos conocimientos taurinos a La Plaza México y le toque en surte ver cortar rabo y oreja en la misma tarde a Manuel Rodríguez “Manolete” y a Fermín Espinosa “Armillita”.


Nuestro hotel en Milán estaba equipado con un restorán convertido por las noches en bar musical y a ese lugar llegamos en varias ocasiones los tres amigos para disfrutar del ambiente, pues para nuestra satisfacción el cantante conocía a los mejores autores de la bolerística latina, incluyendo en su repertorio música mexicana y caribeña. Para recordar a mi mamá (melómana de tiempo completo) y a nuestro lejano México, le pedí nos cantara aquello de “amor, amor, amor, nació de ti, nació de mí, de la esperanza”; o bien, “por alto está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que este amor profundo no rompa por ti”. El artista cantaba espontáneamente al vernos entrar cada noche: “y siempre que me preguntas que cómo, cuando y donde y tú nomás respondes ¡quizás, quizás, quizás!”: como diciendo ya llegaron los mexicanos, pues esa canción se la pedimos cuando lo conocimos. A estas alturas del viaje ya nos hacía mucha falta la cercanía de la patria, y luego entonces, le solicitábamos al cantante italiano música de Agustín Lara, de Gonzalo Curiel y de María Grever. En una mesa cercana a la de nuestra preferencia se sentaban todas las noches dos mujeres milanesas de unos treinta años de edad, de buena presencia, vestidas sin lujos pero decorosamente, atractivas y maquilladas con discreción. Una de esas noches el cantante –ya entrado en confianza con nosotros- nos dijo que las dos damas querían salir a pasear con los tres y si no nos oponíamos deseaba presentarnos con ellas. Así se hizo y en cosa de dos minutos ya teníamos a las dos mujeres en nuestra mesa, compartiendo la charla, la música y los tragos. Una de ellas tomando la iniciativa sugirió salir del lugar e ir a su domicilio particular. En nuestro diminuto automóvil nos dirigimos los cinco al departamento de nuestra nueva amiga. Antes de abrir la puerta nos pidieron ambas guardáramos silencio y la mayor discreción “pues los niños estaban durmiendo”. El departamento tenía el típico aspecto de un lugar familiar, es decir, no habíamos caído en manos de vulgares suripantas ni trotacalles. Como platicábamos en voz un poco alta nos abrieron la puerta de una habitación para evidenciar la presencia de dos niños en sendas camas y solicitarnos por segunda ocasión usar una tono de voz muy leve. Francamente, los tres amigos estábamos confundidos y no sabíamos como comportarnos ante tan irregular situación. No estábamos ante la típica circunstancia de la aventura erótica en donde para entrar en confianza primero se toman tragos y después se baila, pues además de no integrar tres parejas, la música estaba proscrita para no despertar a los niños. En un momento dado la de menos inhibiciones con palabras en italiano y señas de carácter internacional, dijo que las dos querían ser obsequiosas con nosotros, pero sólo con dos, y a cambio de una cantidad de dinero, determinada. Hicimos una rápida cooperación entre los tres y echamos a la suerte para saber cuál de nosotros se quedaría esperando en la sala, mientras los otros dos se solazaban con dos apetecibles milanesas y no precisamente capeadas con huevo y pan molido. Al regreso hacia el hotel hicimos el trato de nunca divulgar el resultado del “disparejo” a la usanza mexicana: “papel envuelve a la piedra, piedra rompe tijera y tijera corta al papel”.

El guía milanés nos condujo al día siguiente a conocer la Santa Cena mejor identificada en México como la última cena, pintada por Leonardo da Vinci en el refectorio de Santa María delle Grazie. La pintura lastimosamente deteriorada por el paso del tiempo ha sido objeto de varias restauraciones, repintes y tratamientos químicos para evitar su destrucción, provocada principalmente por la humedad del lugar amén de que el refectorio fue utilizado en una época como arsenal de armas. Su técnica es sumamente avanzada y por eso la ponen como prueba a los estudiantes de pintura. El encargo de la obra lo efectuó Ludovico el Moro, duque de Milán. La quería para el monasterio de Santa María de la Grazie, convertido en capilla familiar de los Sforza. La composición de Leonardo la han calificado como de alta genialidad, basándose su éxito en la estructura psicológica de los trece personajes, centrándose la misma en la partición del pan, por parte de Cristo, además de la ya próxima traición de uno de los discípulos anunciada con profunda pena por el Maestro. Ante su palabra, cada discípulo reacciona de distinta manera y son descritos por el pincel y la paleta de Leonardo con diversidad de expresiones y de actitudes. Judas no está como en otras pinturas al extremo de la mesa, sino al centro, pero sin dirigirle la palabra a los demás, pues su inminente traición lo hace receloso. Los grupos abundantes, en las pinturas de aquellos días se organizaban con seis personas a cada lado, o sea, la última cena debió tener dos conjuntos y la figura principal al centro. Leonardo, para dicha obra distribuye a sus personajes en grupos de tres. Destaca a Cristo con el halo de santidad y lo ubica a contra luz con una ventana atrás abierta al paisaje, iluminando la figura con la luz natural.

La vida artística de Leonardo la dividen sus biógrafos en cuatro períodos: el florentino de 1452 al 82, el milanés de 1483 al 99, el período de vida errante de 1500 al 16 y el último que abarca tres años, el de su exilio voluntario en Francia, en la corte de Francisco I. Para los tres estudiantes universitarios resultó de incalculable valor estético y cultural admirar de cerca la Santa Cena, perteneciente al segundo período creativo del autor de la Mona Lisa.

Una de tantas noches me desperté recordando una desagradable pesadilla. En mi sueño vi morir a mi tío Emilio Serrano Castro, hermano de mi padre. Redacté una carta comentándole a mi progenitor esa pesadilla y aproveché para solicitarle informes relacionados con la salud de su hermano, para mí un segundo padre, amigo de todo mi afecto, mi pareja en torneos de frontón con raqueta y compañero de múltiples correrías, no obstante la diferencia en edades, de treinta años. Cuando recibí la respuesta supe que se había casado en los días de mi mal sueño, con una linda tuxtleca de nombre Ada Celia Salazár. Relato lo anterior por existir la conseja de que soñar muerte significa boda.

Nota.- Por razones técnicas continuará este relato en la parte sexta.


Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 04-10-2005
Última modificación: 30-03-2013


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