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Mi primer viaje a Europa - Sexta y útima parte


Cierre:


Inicia la última parte de esta narración, muy diferente a las anteriores, pues no obstante estar un poco lejano el retorno a México ya sentíamos la cercanía de la patria y la nostalgia cobraba sus agradables efectos. De Milán partimos hacia el lago de Como, en las cercanías de la ciudad del mismo nombre en la Lombardía, que le proporciona atractivo turístico a la zona, en donde por cierto existen industrias mecánicas, textiles y del cemento.
El denominado Paso de San Gotardo lo atravesamos en ferrocarril con nuestro automóvil bien asegurado por fuertes soportes en una plataforma y nosotros dentro de él para evitarnos pagar los derechos en los vagones destinados a los pasajeros, sobre todo tomando en cuenta lo corto del recorrido de una media hora para arribar a Lugano, ciudad suiza de características italianas y muy pequeña, junto al lago Homón, destacándose por ser la mejor de la Suiza italiana y por su importante estación férrea.
Pasamos por algunas ciudades de la Suiza alemana y no encontrando el calor humano al que ya estábamos acostumbrados dirigimos nuestro destino hacia Berna, capital de la Confederación Helvética fundada a fines del siglo XII, en donde las funciones políticas del propio país y las de las organizaciones internacionales le proporcionan un interesante sabor, por ser sede de la Cruz Roja Internacional, de la Unión Postal, de la Unión Telegráfica y otros organismos.

En Lausana nos presentó Edgardo con un hermano de su mamá, Jorge Couttolenc, poco mayor que yo, estudiante muy destacado de la Escuela de Hotelería, recién graduado y presto a regresar al Continente Americano para hacer sus pinitos en Estados Unidos. Olvidaba decir que en una parte de nuestro recorrido Edgardo le hizo una rápida visita a Jorge en Lausana y fue precisamente, al regresar, cuando traía la maleta llena de ropa sucia, lavada por Manuel y por mí con el método del jarabe tapatío. Con el joven tío de Edgardo hicimos muy buena amistad y como tocaba la guitarra y tenía buena memoria para las letras de las canciones, con él organizamos algunas reuniones bohemias en donde le oí cantar algo que no he vuelto a escuchar: “¡ Ay de Cuchipi, ay de Dolora!”. Por nuestro nuevo amigo Jorge Couttolenc supimos que en Lausana están las escuelas de la más alta hotelería del mundo, y que uno de sus grandes iniciadores fue un suizo de nombre César Ritz llamado por sus seguidores “el fundador de la hotelería moderna de calidad”, en donde se enseña de lo más elemental a lo más sofisticado, pues para dominar la gastronomía y el complicado arte de identificar los licores, sus calidades y los momentos adecuados para degustarlos, es condición “sine quanon” saber poner la mesa y para otros menesteres hasta tender una cama con maestría. Fue en Suiza en donde se acreditó el nombre “Palace”, ahora tan usual en la hotelería de todos los países del mundo. Por cierto, en las ciudades suizas siempre conseguimos cuarto con baño particular y a precios muy cómodos. Cinco dólares era la cuota diaria, por persona, deduciéndose de ello que la moneda norteamericana (USA) también ha sufrido las consecuencias de la inflación.

Una noche en que mis amigos no deseaban salir del hotel para evitar las inclemencias del tiempo, me fui caminando bajo una fuerte nevada a conocer una taberna en donde se toma cerveza al estilo alemán, en grandes tarros, todos cantando al compás de los instrumentos de un reducido grupo de músicos y moviendo los cuerpos de un costado hacia el otro, sin abandonar las sillas. Hice amistad con unos jóvenes suizos y a base del lenguaje internacional de las señas, un poco en español, otro poco en italiano, en un deficiente inglés y en un limitado francés, charlé animadamente unas tres horas, enterándome por uno de ellos, que en tres largos años sólo había detenido la policía de la citada ciudad a tres ciudadanos latinoamericanos, uno de ellos mexicano, por incurrir en diversos desórdenes en lugares públicos. Me regresé al hotel a pie y con una nevada tan tupida como para complicarle la visión a cualquiera.

Nuestro paso por Ginebra resultó de mucho interés dada nuestra calidad de estudiantes de la licenciatura en Derecho. Esta es una importante ciudad de habla francesa en donde conviven calvinistas y católicos, tiene mucho movimiento y un atractivo principal: el estar situada a orillas del lago Léman. Ginebra interesa a los estudiosos de las ciencias jurídicas por ser sede de importantes conferencias de Derecho Internacional. De la Convención de Ginebra surge el acuerdo para proteger a los soldados heridos, a iniciativa de la Cruz Roja Internacional de 24 de agosto de 1864, ampliado a la guerra marítima cuatro años después. En 1929 se extendió la Convención a los prisioneros de guerra. En 1949 una conferencia convocada por el gobierno suizo, a la que acudieron sesenta y tres Estados, ratificó las tres anteriores convenciones y firmó la relativa a la protección de la población civil durante las guerras. Don Ezequiel Padilla, uno de los mejores cancilleres mexicanos y destacado defensor de nuestras mejores causas en Río de Janeiro y otras reuniones internacionales (y además padre de Edgardo), nos recomendó asistiésemos a escuchar las convenciones concertadas entre países y sus deliberaciones previas o debates aprovechando para ello las traducciones simultáneas al español y a todos los idiomas de los países participantes. Desde una localidad especial para visitantes vimos las casetas de los traductores. Nos tocó en suerte el debatido tema de los mares territoriales y sus alcances, con su accesorio relativo a la plataforma continental. Ahí supimos que por una causa no explicada, México tuvo a bien fijar en tratados la anchura de sus aguas marginales, señalándoles más amplitud que la tradicional. Ya en el siglo XIX, concretamente en 1848, cuando México fija su línea divisoria respecto a los Estados unidos de Norteamérica, en el artículo V señala: La línea divisoria entre las dos Repúblicas comenzará en el Golfo de México, tres leguas fuera de tierra, frente a la desembocadura del Río Grande. La legua marina, explican los internacionalistas, equivale a tres millas náuticas, o sea, cinco mil quinientos cincuenta y seis metros. En un tratado firmado por México e Italia el 16 de abril de 1890 convinieron las partes considerar como límites de la soberanía territorial en sus costas respectivas, la distancia de veinte kilómetros, contados desde la línea de la marea baja, e igualmente se convino entre México y Ecuador en un tratado de Comercio y Navegación.

En cuanto a la plataforma continental se nos explicó que el fervor por el tema arranca en 1945 y 1946, pues anteriormente no se le daba importancia a la cornisa continental, rica en diversas especies animales, vegetales y minerales y así México incluye en el artículo 27 de su Constitución política, una extensión de las aguas marginales igual a la anchura de la cornisa continental, y en tal razón, se conceptúan como propiedad de la nación las aguas que cubren dicha plataforma.

México aceptó posteriormente al viaje motivo de este relato las cuatro convenciones surgidas en Ginebra, entre las que se encuentra la relativa al mar territorial, con lo cual el régimen mexicano actual, conforme a la Constitución, es el que resulta de ese pacto. Es conveniente señalar que México extendió su mar territorial hasta doce millas, conforme a las modificaciones realizadas en 1969.

En una de nuestras correrías por Ginebra conocimos a tres jóvenes estudiantes radicadas en esa ciudad. Eran tres chivas locas y sin freno y por tan edificante circunstancia decidimos “echar el gato a retozar”, pues inclusive nos invitaron al departamento en donde vivían, pero he ahí, que a Manuel, a Edgardo y a mí nos gustó la misma y sólo nos dedicamos a estorbarnos mutuamente, quedando ante los ojos de las damiselas como unos vulgares pelmazos.

Ya para volver a París decidimos pasar por Reims la capital de la región de Champaña de donde toma su nombre el vino espumoso de esa zona del norte de Francia. Dos eran los sitios de nuestro interés: la catedral de nuestra señora de Reims y las cavas o bodegas en donde reposan millones de botellas de champaña, y los expertos las mantienen a una temperatura y humedad, sólo reproducibles en esa parte del mundo, girándolas cada determinado tiempo a contra luz a manera de evitar inconvenientes acumulaciones de residuos. El citado templo es de una majestuosidad impresionante. Sólo su pórtico frontal en forma de ojiva y el rosetón que lo corona, motivan las miradas de asombro de los turistas y ya no se diga los arbotantes de los costados exteriores, verdaderamente monumentales. El de Reims es uno de los grandes templos del gótico y nos recordó al de Chartres, aunque su fachada es excepcionalmente esbelta, de líneas verticales e impresionante estatuaria del siglo XIII. En su fachada destaca su triple portada, portentosamente solemne como si fuese un aleluya arquitectónico que el hombre eleva a Dios, en su homenaje; e inclusive, invita a rememorar los momentos del paso de los reyes de Francia en ese sitio, para ser coronados. En su interior nos asombramos por la esbeltez de su estructura, pero los expertos consideran que su interior se ve degradado en su conjunto por la desarmonía de sus vidrieras, lo que francamente un lego nunca notará.

En las oficinas del Grupo Veuve Pommery fuimos atendidos los tres amigos por el gerente y después de saborear de diversos tipos de champaña nos llevó a realizar un recorrido por las cavas, explicándonos cómo se había descubierto de manera accidental el vino espumoso al abandonar unos productores varias botellas por mero olvido, en un lugar húmedo y oscuro. Con deliberada maestría nos habló del “Soirées Parisiennes”, vino sumamente discreto en su aroma; nos mencionó el “Brut Rosé Henri Abelé”, de excelente composición; sin olvidar el “Brut Sans Année”, de espíritu floral; destacando al final “La Sourire de Reims Rosé”, especial para expertos degustadores. Celebramos los tres amigos entrar a las cavas con nuestra gruesa ropa de abrigo, pues la temperatura fría de esos largos túneles y la humedad, se sentían ostensiblemente. Edgardo recuerda con precisión que el gerente (dice era de Veuve Pommery), nos comentó que unos californianos le solicitaron su consejo para producir vino, y él les contestó: “-Tienen todo para hacerlo, desde las tierras, las cepas, el clima y 200 años para aprender”. Contrataron técnicos franceses y ahora el vino californiano es altamente apreciado. La champaña es un licor para paladares muy exigentes y también es sinónimo de buen gusto y de alcurnia dionisiaca.
Antes de abandonar esta ciudad, en donde el licor denominado champaña cobró su calidad y estado legal de bebida de origen, pasamos a conocer la Puerta de Marte, una de las mejor conservadas estructuras del Imperio Romano, en medio de la Plaza de la República. Ya no visitamos Moet Chandon, para no salir de Reims, como decía nuestro maestro Andrés Serra Rojas, “arrastrando la cobija”.

El regreso a París fue todo un acontecimiento. Fuimos a la embajada de México y ahí encontré una carta de mi padre en la que me comentaba las incidencias de la celebración de los quince años de mi hermana Martha Eugenia. Pedimos una audiencia al embajador Jaime Torres Bodet y personalmente le di los saludos enviados por mi padre desde México. Nos sentimos muy halagados por platicar con el célebre escritor y poeta mexicano, quien fuera director general de la UNESCO de 1948 a 1952 y reputado como uno de los compatriotas más cultos de su generación. Califico de acontecimiento el regreso a París por ese especial atractivo de la Ciudad Luz, ejercido en el ánimo de todos sus visitantes desde tiempos atrás y también en las épocas modernas.
En esta ocasión nos alojamos en el hotel Mont Tabor, de la preferencia de los turistas latinoamericanos, no sólo por su céntrica ubicación y sus razonables precios, sino también por contar con personal de habla hispana. Pedimos un cuarto con tres camas en la buhardilla, pues un poco al estilo de los niños que exigen la litera de arriba, deseábamos disfrutar de una típica construcción europea para ver desde lo alto las mansardas o desvanes de las casas de París, y por añadidura, habitar en una de ellas así fuese temporalmente. Edgardo me recordó en uno de sus múltiples correos electrónicos dentro del proceso de elaboración de estas memorias, que a estas alturas del viaje fumábamos unos cigarros franceses de exportación marca Balto (se pronuncia baltó), que ya no existen. Nos sorprendió ver a bellas y muy bien vestidas mujeres francesas del brazo de negros, seguramente marineros norteamericanos, en las principales calles de París, lo que ya parecía un exotismo similar al de traer un fino can, una pantera o cualquier frivolidad de esa naturaleza. También nos llamó la atención, y eso desde un principio, lo diminuto de los automóviles franceses, así por ejemplo transitaban por la ciudad unos diminutos Citroen de dos cilindros y techo corredizo de lona. Manuel decía respecto a esos carros: “-En México te los regalan si les llevas veinticinco corcholatas de cualquier refresco”.
En nuestro paso por París en la etapa de inicio de nuestra jornada europea no agotamos las inspecciones oculares a lugares de interés, y de esa manera, fuimos a la catedral de Nuestra Señora (Nortra Dame) para recibir interesantes explicaciones de los guías ahí apostados. Así supimos cómo están concebidas las tres puertas frontales de ese templo, pero antes nos explicaron que justamente a la entrada, en el pilar central y a la altura de los ojos se puede apreciar un histórico bajorrelieve llamado del Juicio, precisamente en el pórtico central, entre el dedicado a la Virgen, a la izquierda, y el de Nuestra Señora Santa Ana, a la derecha. El bajorrelieve es el de una figura humana, de mujer, con un libro en la mano derecha y un báculo en la izquierda y recostada sobre su cuerpo, la escalera de la Creación, por donde al morir debemos bajar antes de subir a la perfección de Dios. El templo, de torres truncas, lo hemos visto en diversas películas desde niños, y entre ellas la de “El jorobado de nuestra Señora de París”.

El pórtico de la derecha está dedicado a Santa Ana, representada generalmente con la imagen de una venerable anciana, tocada con un velo negro. La tradición sostiene que Santa Ana era viuda y emparentó con Joaquín en segundas nupcias, conservando de su matrimonio anterior a dos hijas: María Salomé y María Jacobé. Estas dos hermanas junto a la madre del Salvador constituyen el grupo conocido popularmente como las Tres Marías.

El pórtico de la izquierda es el de la Virgen y ahí se representa su coronación, con alegorías para expresar el triunfo de lo blanco sobre lo negro. La palabra blanco no hace referencia a un color ni a la ausencia total del mismo, sino a lo limpio, a lo libre de impureza, y de ahí, que a María se le llame la Virgen Inmaculada, para dejar sentada su calidad de pureza absoluta, sin mancha. En dicha catedral se suicidó Antonieta Rivas Mercado, hija del arquitecto de los mismos apellidos creador de la Columna del Angel de la Independencia edificado en el Paseo de la Reforma de la ciudad de México para celebrar las fiestas del centenario de nuestra gesta de independencia. Si el lector se interesa en los pormenores de este incidente le recomendamos leer la novela “A la sombra del Angel”, en donde el autor explica detalladamente cómo se involucró sentimentalmente esta dama mexicana con el abogado José Vasconcelos, filósofo de grandes vuelos intelectuales autor de “Ulises Criollo”, de muchas interesantes obras y del lema universitario “Por mi raza hablará el espíritu”.

En una segunda o tercera visita al museo del Louvre nos sentamos en una banca para apreciar detenidamente a la Gioconda o Mona Lisa salida del genio artístico de Leonardo da Vinci. Según se cuenta, era la obra favorita del pintor y la llevaba a todos sus viajes. Existen muchas teorías sobre la identidad de la modelo y su enigmática sonrisa, incluyendo la del hombre disfrazado de mujer y sonriendo, misteriosamente, al conocer el fraude perpetrado. Durante su segundo período florentino Leonardo pintó varios retratos y entre ellos el de la Gioconda, que algunos identifican como la esposa de Franceso del Giocondo, aunque se han intentado diferentes hipótesis sobre su verdadera identidad. La obra es un ejemplo consumado de dos técnicas destinadas a revolucionar el arte pictórico, el esfumado y el claroscuro, de las que el pintor fue uno de los primeros excelsos maestros. El esfumado consiste en eliminar los contornos netos y precisos de las líneas y diluir o difuminar estos en una especie de neblina que produce el efecto de la inmersión en la atmósfera. En dibujo, el objeto para diluir el trazo del lápiz se denomina esfumino. En el caso de la Gioconda el esfumado se torna evidente en las gasas del manto y en la sonrisa. El claroscuro es la técnica de modelar las formas a través de contrastes de luces y de sombras. En el retrato que nos ocupa, las sensuales manos de la modelo reflejan esa modulación luminosa de luz y sombra, mientras que los contrastes cromáticos apenas fueron utilizados. Aconsejamos al observador, cuando tenga al frente la pintura, ver detenidamente los fondos del paisaje, en los que el artista introduce la perspectiva atmosférica creando efectos de lejanía con el esfumado. Otra obra singular de Leonardo fue la de su retrato, ya anciano.

En este repaso a París, naturalmente no podían faltar las nuevas visitas al Crazy Horse, al Lido, a los Campos Elíseos, al Café de la Paz, al teatro de la Opera, al barrio Latino, a Monmartre, a la plaza de la Concordia, a San Honoré, a la columna de Julio, a los Inválidos con su agregado de la tumba de Napoleón, al Arco del Triunfo, al Ayuntamiento, a la Prefectura, a la plaza Vandome, a la torre Eiffel y a otros lugares de las preferencias de los turistas del mundo entero. Subimos a la colina de Montmartre por enésima ocasión pare deleitarnos detenidamente con la catedral del Sagrado Corazón, de dimensiones y formas muy distintas a todos los templos vistos con anterioridad por nosotros; inclusive, su situación geográfica lo hace visible desde muchos puntos de París y por ello aparece en litografías, óleos y sobre todo en las acuarelas para turistas, de precios muy accesibles. Disfrutar las funciones del cabaret Molino Rojo es condición esencial de un turista en París, para conocer el sitio por antonomasia lujurioso y divinamente francés, pues a pesar de haber visto diversas películas en donde se le reproduce, deseábamos contar con una experiencia directa, sentir el ambiente, considerarnos inmersos en el barrio de Monmartre y reproducir mentalmente las emociones plasmadas en las pinturas de Henri de Toloulouse Lautrec, artista de talento decimonónico autor de carteles comerciales de época, ahora considerados valiosas piezas de museo. La combinación de la estridente y melódica música del Can Can, los gritos agudos de las bailarinas al momento de levantar sus faldas para dejar ver sus rollizos muslos y caer al suelo con el compás abierto, las piernas cubiertas de medias sostenidas con negros ligueros contrastados sugestivamente con el blanco de sus carnes, los vestidos con encajes y ampulosas crinolinas, proporcionan a las bailarinas del Molino Rojo la magia inimitable del París de noche.

A tanto ir al Crazy Horse conocí a una mujer de unos treinta y dos años, abandonada por el marido, con dos hijos, entregada a la vida de cortesana; de rasgos muy finos, de piel muy tersa y blanca (Agustín Lara diría alabastrina), de baja estatura pero bien formada de cuerpo y parecida en sus facciones a Libertad la Marque, popular artista argentina radicada en México. Hicimos muy buena amistad no obstante su obstinación en repetir que a ella de los hombres sólo le interesaba el dinero. No pude memorizar su nombre y entonces apliqué el método edgardiano, de buscarle semejanza física con alguien y llamarla con el nombre de su “símil”. Le puse “Madam Liberté” (Señora Libertad) y ella se divertía con el apodo al pensar tenía implícito su singular modus vivendi, pues además presumía de no sufrir inhibiciones y cuando estaba eufórica repetía la frase ¡viva la libertad! De verdad, sentía simpatía por ella y hasta hoy lamento que una mujer de aspecto tan fino, con el pretexto de haber peleado con el marido se dedicara a una vida licenciosa. En México, más de cuatro adinerados políticos le hubieran puesto casa en Las Lomas o en el Pedregal de San Angel. Ella me decía: “-Todos los hombres que me conocen me quieren regenerar pero les gusto para amante”.


En el puerto de Calais abordamos, ya en compañía de Jorge Couttolenc, el barco Isla de Francia (Il de France), llamado así en honor a la pequeña isla del río Sena en donde se inició el desarrollo urbano de París, según quedó apuntado en párrafos muy anteriores. A Edgardo, a Manuel y a mí nos pareció en comparación al “Queen Mary” mejor ambientado el buque francés y muy ad hoc para la diversión de cuatro mexicanos con deseos de pasarla en grande. El enorme trasatlántico nos condujo a Nueva York en seis días de travesía, aprovechados por mí para hacer amistad con una joven francesa de nombre Chantal que iba a los Estados Unidos de Norteamérica a visitar a unos familiares.. En el regreso debimos atrasar los relojes una hora cada día.

Como me habían sobrado algunos dólares en Nueva York me compré un traje gris claro de seda lana y un sombrero del mismo tono, con una elegante cinta tejida en colores discretos. Cuando fuimos a conocer la catedral católica de San Patricio estrené el traje y el sombrero, muy al estilo de los que usaba el actor y cantante Frank Sinatra. Subimos a los miradores del edificio Emperador de los Estados (Empire State) y desde ese sitio vimos la forma en cruz latina de la catedral antes citada. Asistimos a un cabaret de música de jazz y paseamos por la Quinta Avenida y Lexington, el Parque Central, Broadway, fuimos al Centro Rockefeller, a Wall Street y no pudimos conocer el estadio de beisból de los Yanquis por no ser temporada de la pelota caliente.

En el aeropuerto de la ciudad de México nos recibieron nuestros familiares más cercanos, incluida mi novia Thelma Beltrán Suárez, hija del senador por Tabasco don Agustín Beltrán Bastar. Después de casi cuatro meses de no vernos los abrazos fueron efusivos y el paso de la aduana muy sencillo, pues nada traíamos de importancia. El dinero lo usamos para conocer sitios; a los integrantes de muestras respectivas familias les compramos regalos sumamente sencillos. A mi señora madre, doña Betty Castillejos Madariaga, le compré en París un fino perfume y dos bellas acuarelas con vistas de dicha ciudad, y a mi padre y a mis hermanos Elizabeth, Ana María, Martha Eugenia, Sergio Manuel y Gabriela Olivia, les hice entrega de recuerdos sumamente modestos. A Thelma le compré en Roma un lindo camafeo. Las seis o siete mascadas de seda adquiridas en distintas ciudades de Europa por mí para dárselas algún día a la que fuera mi esposa, desaparecieron de mi guardarropa de la nueva casa del Pedregal de San Angel, misteriosamente.

Los padres de los tres viajeros convinieron organizarnos una fiesta de bienvenida en el hotel Guadalupe de las calles de Revillagigedo de la capital de la República. La cena y los tragos fueron ciertamente espléndidos, pero no obstante la expectación de los asistentes al sarao por platicar con los viajeros, Manuel Pizarro no se presentó a la convivencia aduciendo días después, un inesperado “ligue” de él y otro amigo con dos muchachas.

COROLARIO.

No encuentro calificativos para señalar la dimensión de las experiencias vividas intensamente por mí en el inolvidable recorrido. Si la crónica anterior fue posible no obstante el paso de 43 años desde el momento de iniciar el viaje y el de consignar en letras de molde el mismo, se debió indudablemente a un archivo mental cuya principal tinta indeleble fue la decisión de aprovechar las vivencias a manera de elevar el espíritu a planos superiores.

Sería una ingratitud de mi parte no reconocerle a mi padre, don Julio Serrano Castro, haber realizado un trascendental esfuerzo económico para enviarme a Europa casi cuatro meses, en una época de poca concurrencia juvenil al Viejo Continente, sobre todo de un país tan lejano, como el nuestro, y en años de pos guerra. Las cartas enviadas por mi padre para mi lectura a las embajadas de México, hubiesen apuntalado mi memoria e igualmente mis respuestas escritas oportunamente, pero se perdieron en un incendio provocado, del que un día contaré su historia.

Cuando salí del dominio familiar ya tenía ingresos propios derivados de mi trabajo en el Departamento Jurídico Central de Petróleos Mexicanos para pagar mis gastos personales. Como siempre mantuve la idea de volver un día a Europa, ya cumplidas algunas importantes metas, como la de educar a mis hijos, la de contar con casa propia y un pequeño patrimonio familiar a manera de vivir decorosamente; me fue posible regresar, con mi linda esposa Isabel Castañón Morell, a Francia, a Inglaterra, a Italia y a Suiza, pero además juntos conocimos España, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria.

De mis cuatro hijos ya estuvieron en Europa: María Alejandra, María Isabel y Ana Olivia. Mi único varón, Julio, tiene proyectado un viaje a ese continente de arte y cultura, para realizarlo en breve.

Ir a lugares tan lejanos ni nos quita ni nos da, aparentemente, pero ¿alguien podrá negar que “los viajes ilustran” y alimentan nuestro espíritu a manera de acercarlo a planos más elevados? En lo particular, me emociona atravesar el pórtico de una catedral por donde alguna personalidad de la historia también puso el pie. Cuando realicé con mi esposa en la celebración de nuestros 25 años de casado una travesía por el Caribe fui a la tumba de Simón Bolívar en la hospitalaria y calurosa ciudad de Caracas, Venezuela, henchido de emoción por sentirme cerca de los restos del libertador sudamericano. Le hice guardia de honor por espacio de diez minutos. Ojalá y un día pueda hacer lo mismo en la tumba de José Martí, poeta, abogado y escritor nativo de la Habana y señalado como apóstol de la independencia de Cuba. Parecerá una impostura, pues siendo un libre pensador, me emocioné al estar cerca de Pio XII en Roma y de Juan Pablo II en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.



A mis dos compañeros principales de viaje, Edgardo Padilla Couttolenc y Manuel Pizarro Suárez Macias, les debo momentos inolvidables. Con el primero de ellos me une un parentesco espiritual, por ser padrino de bautizo de mi hija Ana Olivia, pero además, muchas lecciones recibí de su singular caballerosidad y hombría de bien. Al segundo le reconozco, su proverbial decencia, pues no obstante su pecado de juventud consistente en dejar a sus invitados “colgados de la brocha” en la mencionada bienvenida del hotel Guadalupe, siempre lo admiré por su equilibrado carácter. Gracias al referido periplo consolidé mi amistad con Alejandro Sáenz de Miera (q.e.p.d.) y conocí a Carlos Menville Maraboto, a Eulogio Avila Camacho y a Héctor Madero.

Para escribir esta breve crónica inicié mi labor el día 24 de agosto de 2001 y terminé el 23 del siguiente mes de septiembre, con un promedio de 1.8 planas de computadora por día, que representaría en un año de trabajo la posibilidad de escribir un libro de 657 páginas de tamaño bastante superior al regular y de 1200 en tamaño estándar, es claro, mientras se tenga tema e inspiración para desarrollarlo. En dicho lapso de un mes me envió Edgardo Padilla 24 correos electrónicos, alimentando de datos mi escrito en la parte anecdótica, con nombres de sitios y de personas, pero lo más importante fue su permanente interés, como cuando dijo: “Envíame tus avances, pues me siento como el Sultán que esperaba a Sherezada ansiosamente para conocer el resto de la historia”. Algunos datos importantes, proporcionados por Edgardo, los omití involuntariamente, pero en este párrafo los menciono, pues así por ejemplo el 25 de agosto me recordó que en el Partenón nos tomamos una película con Juanito Torres y su esposa, y a los pocos días, al enterarnos habían sufrido un fatal accidente los suegros del ahora célebre organista, lo ayudamos entre todos para sufragar algunos gastos del momento. En otros comunicados me recordó el poco apego de Vittorio Bragalia (el guía de Roma) al baño diario, como también, la determinación de Edgardo de tirarse a un foso en las Termas de Caracala a consecuencia de las copas de vino tinto ingeridas en el restorán de Federico Barba Rosa, en el barrio del otro lado del río Tiber en Roma. También me recordó que ya para entregar el Renault al comprador, en la Plaza de la Estrella de París, se nos rompió la palanca de velocidades y debimos empujar la unidad en la parte más transitada de los Campos Elíseos. Lamentablemente, en el proceso de reconstrucción del viaje no pudimos contactar a Manuel, pues seguramente hubiese coadyuvado con elementos de indudable interés. Trabajé el escrito con mis nietas Mariana de seis años y Priscila de un año y medio cerca de mí, en algunas tardes soleadas y otras de intensa lluvia. Mi hermana Ana María –de visita con nosotros- y mi esposa Isabel, casi no contaban conmigo.

Olvidaba decir que en México mis más cercanos amigos organizaron reuniones en la hostería El Rubí de la colonia Narvarte, para interrogarme respecto a los detalles del viaje. En ocasiones platicaba con Mario Hernández Malda, Tito Zamorano Zamudio, Luis Nava López, Servio Tulio Acuña, Alfredo V. Bonfil y Federico Ríos de la Loza; en otras veces, con Jorge Cordero Ochoa, Roberto Canabál Estañól y Carlos Barragán Capetillo. Me sentía un conferencista, explicando detalles de toda índole y dando respuestas a las preguntas.




Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 05-10-2005
Última modificación: 09-10-2005


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