☰ menú
//



Pemex fue mi solución

En los primeros meses del año de 1961 le propuse a mi amigo Manuel Pizarro Suárez un viaje a Chiapas, pues él no conocía el sureste de México. Como era mi invitado y mis economías no eran muy bonancibles me lo llevé en un autobús de la empresa Cristóbal Colón. Para mi compañero de la Facultad de Derecho aquello resultó un calvario, pues a escasos 200 kilómetros del sitio de partida me empezó a preguntar si ya íbamos a llegar a Tuxtla sin suponer que nos faltaban aún 900 kilómetros de recorrido. La primera parte del viaje la disfrutó a plenitud, pero apenas bajamos a las zonas cálidas empezó a sudar copiosamente. Los camiones para pasajeros de aquella época no tenían aire acondicionado, de donde ya supondrá el lector en qué condiciones hicimos la travesía del istmo de Tehuantepec, parte de un largo recorrido de 24 horas en un autobús con pasajeros sudorosos y sumergidos en una combinación de olores en donde las frutas, como la naranja y el plátano, eran el alimento usual para mitigar la sed y el hambre.

Al arribar a Tuxtla Gutiérrez mi prima María de Lourdes Serrano Figueroa nos habló de las lindas muchachas de la localidad a Manuel y a mí, proponiéndome enamorase a Isabel Castañón Morell, hermana menor de María famosa por su proverbial belleza. –“No soy infanticida” –le contesté pensando en la niña de mis lejanos recuerdos, de trenzas y moños infantiles. A los dos días de ese incidente caminaba yo enfrente de la cafetería Quin´s de la Avenida Central con mi primo Federico Emilio Serrano Figueroa, al ver hacia adentro de dicha cafetería descubrí a una muchacha de grandes ojos y talle juncal con un vistoso vestido rojo, acompañada de un amigo. Me impresionó sobre manera su belleza y le pregunté a mi familiar quien era ella. –“Chabelita (Isabel) Castañón, hermana menor de María” –fue la respuesta, y en consecuencia ahí me enteré ya no era la niña que vi la última vez, ocho o nueve años atrás, cuando llegaba ella a la casa de mi abuela paterna, doña Gabriela Castro viuda de Serrano, a jugar muñecas con mi hermana Gabriela Olivia. Iniciamos nuestra amistad en esa casual ocasión y hasta ahí las cosas, pues ella tenía novio y yo en México hacia lo propio -en el ámbito romántico- con una muchacha tres años mayor que Isabel. Nunca en aquellos días pude suponer que mi destino había quedado marcado por la viva impresión que dejó en mí aquella joven y linda chiapaneca de cejas hermosamente arqueadas de apenas dieciséis años de edad, nieta de don Carlos María Castañón quien fuese vecino y amigo de mi abuelo, don Federico Conrado Serrano Figueroa. Las familias de ambos tenían además otros lazos de afecto, pues así por ejemplo, mi padre conservó una vieja amistad con el tío de Chabe de nombre Carlos “Calichis” Castañón Gamboa, y además mi mamá, Betty Castillejos Madariaga, era como hermana de la esposa de don Carlos, Canda Morell Ramos, hermana de la que posteriormente sería mi suegra: América Morell. ¿Quién me iba a decir que un viaje programado para llevar a mi amigo Manuel Pizarro a conocer Chiapas marcaría mi destino a manera de contactar a la que sería mi esposa y madre de mis cuatro hijos?


Con posterioridad a la anécdota anteriormente relatada estaba desayunando con mi padre una asoleada mañana del mes de abril en nuestra casa de la ciudad de México, cuando me enteré por boca de él de su casual encuentro con el licenciado Praxedis Balboa, político tamaulipeco por ese entonces encargado de la subdirección técnica administrativa de Petróleos Mexicanos. El funcionario petrolero le preguntó a mi papá “en dónde estaba trabajando su hijo primogénito” y al saber que era yo un modesto proyectista de sentencias del Juzgado Segundo de lo Civil le propuso fuese yo a visitarlo a sus oficinas para ofrecerme mejores opciones en la institución más poderosa, económicamente hablando, del México moderno. Mi padre ayudó en momentos cruciales de su vida al referido norteño y él encontró la forma de pagar de inmediato el favor, aprovechando que ocupaba una posición ciertamente envidiable en dicha institución descentralizada del Gobierno Federal brindándome su apoyo para ingresarme a la calificada como la más poderosa empresa latinoamericana.

Fui a entrevistar al alto personaje y me mandó, después de una breve charla, a hablar con el licenciado Joaquín Martínez Aguilar, a manera de que éste ayudante técnico de la subdirección viese la forma de engancharme en la empresa. Pero el aludido señor me colocó piedras en el camino, alegando que eran otros los más necesitados y que tendiendo yo a “un padre de rica hacienda personal debiera dejar la oportunidad para los jóvenes sin recursos económicos”. Ahí aprendí que los funcionarios de segundo nivel suelen ser los más influyentes en el reparto de chambas, pues los jefes de más arriba no tienen tiempo para intervenir directa y oportunamente en estas cuestiones. –“Señor licenciado –le dije a don Joaquín-, ya estoy viejo para depender de mi padre, le ruego me permita ingresar a esta empresa, pues además traigo órdenes de su Jefe para ser admitido, y de tal forma, entiendo que usted será sólo un vehículo para mi ingreso”. Ahí pinté mi raya con dicho funcionario, pues a lo largo de mi participación como empleado eventual me puso siempre obstáculos y piedras en el camino y aunque me ayudó en diversas ocasiones lo hacía a virtud de mis pujas y alegatos, brincándose a la torera el hecho de entrar yo a su oficina como recomendado de su superior.

Mi contratación –aunque como trabajador eventual- en Petróleos Mexicanos fue para mí de una importancia suprema, primero por la forma como mi padre me habló desde niño de la trascendental y patriótica determinación del general Lázaro Cárdenas, para nacionalizar a la industria petrolera, y con ello, decretar la independencia económica de México; y segundo, como mi padre fue el último subdirector general de esa institución, a ella me ligaba sentimentalmente una circunstancia por mi ampliamente conocida y valorada en toda su importancia histórica. Por otro lado, mi progenitor fue asesor jurídico del general Cárdenas y además enviado por él a Sudamérica para ganar prosélitos anteriormente al decreto de expropiación de la industria petrolera. En pocas palabras, en mis venas corría “petróleo” de alta densidad". Inclusive, según supe ya en mi adolescencia, en una ocasión el general Cárdenas me cargó en los muelles de Veracruz cuando tenía yo apenas dos años de edad, insistiendo en recorrer conmigo un largo trecho, no obstante las peticiones de mi padre de recuperarme de los brazos del general para evitarle molestias. Ya adulto difundí en periódicos y revistas los pormenores del acto expropiatorio con sentido laudatorio y de ello existe constancia en los diarios “La República en Chiapas” y “La Voz del Sureste” editados en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Entiéndase, pues, que no presumo de una cuestión circunstancial, pero sí de mi personal enfoque de mexicano, sin suponer por aquel entonces que en PEMEX se iban a incrustar líderes obreros y politicastros para ordeñar inmisericorde mente la economía de tan noble industria, llegando algunos de ellos a poblar las cárceles de México acusados de enriquecimiento ilegítimo y otras tropelías de similar laya.

Otra de mis satisfacciones consistió en trabajar precisamente en el edificio en donde mi padre fungió como Subdirector General, y al lado de muchos de sus amigos. Era director de asuntos jurídicos el licenciado Antonio de P. Moreno, de renombre como penalista y autor de libros de texto, hombre no muy alto pero sí muy robusto, con cara de pocos amigos pero a cambio de ello de muy buen corazón, como me lo demostró en una ocasión relatada al por menor más adelante. El referido edificio estaba en la Avenida “Juárez” muy cerca de la confluencia de las avenidas Bucareli, Paseo de la Reforma, Rosales y la ya mencionada rúa Benito Juárez, en donde se ubicaba la estatua de Carlos IV conocida por los capitalinos como “El Caballito”. Era de reminiscencias coloniales con columnas de cantera gris y cornisas y ventanales de piedra chiluca, con tezonte y de unos cinco pisos de altura.

Mi ingreso a Petróleos Mexicanos fue mi solución para no gravitar alrededor de la economía de mi padre y para sostener en lo futuro a mi familia.
De cuatrocientos pesos mensuales que me pagaban en los juzgados civiles pasé a devengar cerca de dos mil, de la entonces fuerte moneda mexicana a razón de doce pesos con cincuenta centavos por un dólar. Me sentía un potentado y ello me infundió seguridad de ánimo y el deseo de superarme para escalar en lo futuro otras posiciones. Pero el asunto despertó celos en ciertos “amigos”. Eso sí, al generar mi primer derecho para disfrutar vacaciones, recordando la buena impresión que un año antes me causó Isabel Castañón Morell, me fui a Tuxtla con mis ahorros, pero al preguntar por ella me informaron se había ido a vivir a Guadalajara con su mamá, alojándose ambas en la casa de María, la hermana mayor, para ese entonces casada con un viajero de nombre Maximiliano Leonardo Asturias.

Disfruté de mi paseo, pero no a plenitud, pues la ausencia de la hermosa tuxtleca me había dejado bastante desilusionado y con una grieta en el corazón.

Sería largo y tedioso relatar mi peregrinar en la oficina del licenciado Martínez Aguilar cada vez que se me terminaba un contrato por tiempo determinado. Las contrataciones iban y venían para substituir a trabajadores de planta, unos ausentes por enfermedad, algunos retirados del servicio temporalmente por vacaciones, otros con permisos para ausentarse del servicio para atender asuntos personales o ascendidos escalafonariamente. Mi primera contratación la obtuve para tomar por treinta y cinco días el lugar de Alberto Mc. Gregor Correa, abogado de parecido físico al actor inglés Peter Shillers, y en tal razón conocido entre nosotros como “La Pantera Rosa”. Muchacho agradable y hermano del actor de teatro Eduardo Mc. Gregor al que traté en dos o tres ocasiones. Me hicieron jefe de la Mesa de Ejecución de Laudos y así vi pasar a otro director del Jurídico Central, Porfirio Marquet Santillán, al jubilarse don Antonio de P. Moreno. La citada oficina tenía como principales secciones la de Derecho Laboral, la de Derecho Civil, la de Penal y la de Amparos, correspondiéndole a la primera el trabajo más movido ante el cúmulo de demandas de trabajadores y de secciones del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana, en donde ya sonaban muy fuerte Joaquín Hernández Galicia alias “La Quina” y Salvador Barragán Camacho, posteriormente actores de sus respectivos encarcelamientos acusados de enriquecimiento ilegítimo y de peculado, amén de otros delitos. Obtuve mi primera contratación de planta gracias al licenciado Octavio Díaz de León, subdirector técnico administrativo en sustitución de Praxedis Balboa enviado a gobernar el estado de Tamaulipas, a quien le obsequiamos entre cuatro agradecidos compañeros una buena cantidad de cerillos de cartera con su retrato y lemas de campaña política, para ser repartidos en su estado natal ante la cercanía de las elecciones de gobernador. La entrega se la hicimos en su domicilio particular de la Colonia Nápoles, ignorando que dadas las cantidades de dinero que el partido oficial movía para promover a sus candidatos, aquel obsequio tenía características meramente sentimentales para nosotros y tal vez de tipo aleatorio para el candidato.

En febrero de 1963 proyecté mis segundas vacaciones petroleras para ir nuevamente a Tuxtla Gutiérrez. El día de mi llegada mis tías Magdalena Figueroa de Serrano y Dolores Farrera Serrano me propusieron asistir a la explanada del Parque Central en donde a las cinco de la tarde sería coronada reina de las fiestas del carnaval Elena Castellanos Rodríguez, novia de mi primo Federico Emilio Serrano F. Cuando anunciaron el arribo de “su graciosa majestad Elena I” el locutor nombró a sus acompañantes, y entre ellas a la Señorita Casino Tuxtleco, Isabel Castañón Morell. El corazón me dio un vuelco de alegría, primero al comprender se mantenía soltera y segundo por tener la oportunidad de verla, cuando yo la hacía viviendo en Guadalajara y posiblemente hasta ya casada. Al terminar la ceremonia me acerqué a saludarla y la invité al baile de esa noche organizado por el comité que encabezaba las fiestas del carnaval tuxtleco. No pudo obsequiar mis deseos –según me hizo saber- pues al día siguiente contraería matrimonio su casi hermana Elsa “Cachita” Castañón Morell con Enrique Mahar Kanter. Rompiendo todas las reglas del protocolo acostumbrado en estos casos Isabel me invitó a la boda y por supuesto me presenté al día siguiente, con un traje prestado, pues los míos se quedaron en la ciudad de México. En esas fiestas de carnaval iniciamos Isabel y yo nuestro noviazgo un día 28 de febrero. Curiosamente, tres días antes en un baile del casino le dije: -“A ti te conviene casarte conmigo, pues tienes tías gemelas y yo tuve hermanos gemelos, de donde no resultaría difícil tengamos hijos gemelos”. ¡Y los tuvimos!, pero mujeres. Como siempre vi en Isabel a una muchacha con la belleza física y espiritual, que yo buscaba, desde un principio le hablé de matrimonio, a riesgo de asustarla por ser ella tan joven, pero con mis escasos recursos económicos, obtenidos con mi trabajo de PEMEX, me sentí con arrestos suficientes para el casorio.

Las oficinas centrales de la empresa petrolera daban por la parte norte a la Avenida Juárez, por el costado poniente a Iturbide y por el lado oriente a la calle de Humbolt. Como debía asistir a mi empleo a partir de la ocho de la mañana y además marcar tarjeta en el reloj de control, en varias ocasiones al salir de alguna fiesta, ya al amanecer, no me daba tiempo de ir a mi casa y entonces me dirigía a los baños Regis a tomar un vapor, a rasurarme esmeradamente la barba y a la salida a tomar una reparadora “polla” de jugo de naranja con dos huevos crudos; pero siempre me presenté a laborar bien bañado, impecablemente afeitado de la cara y de traje de casimir, con camisa de cuello duro y con corbata. De las oficinas de PEMEX a las de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje ubicadas en las calles de doctor Vertiz y doctor Río de la Loza, me iba regularmente caminando, como también para ir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación a realizar alegatos de oreja ante los ministros de la Cuarta Sala, dedicada al derecho laboral. Recuerdo con especial afecto a abogados, jefes directos míos, como Gustavo Berges genial abogado jefe de la sección de Amparos, Alberto Arroyo Rivera un dechado de decencia, Mario Peralta Méndez quien falleciera muy joven por un cáncer en los huesos, el muy pundunoroso José Luis del Valle y de la Cajiga, el siempre serio José Luis Meré Groth y el chaparrito y siempre alegre Ciro A. Zamudio, pues de todos ellos recibí alguna importante enseñanza jurídica y siempre un trato amable y amistoso. Con mi compañero y vecino Luis Arroyo Robledo, no obstante duplicarme la edad, destapamos innumerables botellas de su favorito e insubstituible Ron Batey, en su casa de las calles de Mitla de la Colonia Narvarte. En las mañanas de cruda nos íbamos con Manuel G. Leyva Nuncio, con el genial jurisconsulto Eduardo Villarreal Moro, con el muy simpático Sergio Canale Jacobson y Rafael González Lastra a los caldos de pancita. En la casa de Angel López Romero, ex secretario particular de doña Tomasita Valdés viuda del general Alemán y madre del ex presidente del mismo apellido, nos reuníamos a escuchar música de la época dorada del bolero romántico, para olvidarnos un poco de la problemática cotidiana y de la “grilla” burocrática petrolera. Tuvimos un compañero de trabajo ya de edad avanzada y de nombre Alberto Arredondo Cepeda, cuya máxima aspiración era ser conocido como Bat Mamerson, dándole al supuesto apellido una connotación abiertamente erótica.

Con Sergio Antonio Canale Jacobson integramos un jocoso diccionario jurídico con base en dibujos realizados con maestría por él. Entablar una demanda era un expediente con tablas; desahogar una diligencia, era un vehículo de los del Viejo Oeste sacado por una grúa del río; una inspección ocular era un médico examinando con lupa el trasero de una bien formada muchacha, y así, por el estilo les dábamos a nuestros compañeros una sorpresa semanal. Esas inocentes bromas cooperaban a aligerar el ambiente de trabajo. Pero un buen día y antes de salir de vacaciones, confeccioné una cartelera cinematográfica buscando que los nombres de las películas coincidieran con las personalidades de los jefes. A cuatro aguerridos bebedores de licor los llamé “Los cuatro jinetes de la copalipsis” y no se imagina el lector la “bronca” organizada a propósito de lo anterior, pues a pesar de ir firmada mi sana e inocente broma con el seudónimo Yull del Monte, les gustó un compañero de oficina de nombre Humberto Guzmán Salazar para víctima propiciatoria y por poco le cuesta la rescisión de su contrato individual de trabajo, un asunto del cual era totalmente ajeno ya que la cuestión fue llevada a las mesas de la Procuraduría General de la República por la supuesta comisión del delito de difamación. De esto me enteré a mi regreso cuando las aguas ya se habían calmado.

Marginalmente voy a señalar que mi compañero de trabajo Humberto Guzmán Salazar, arriba citado, vivió una peliculesca tragedia y con funestas consecuencias. Sucedió de la siguiente manera:
Humberto, conocido por sus ex condiscípulos y por todos sus amigos como un tipo de audacia temeraria y extrema, puso un día un anuncio en el periódico, que más o menos decía: ”Joven abogado de Petróleos Mexicanos, no mal parecido y de buena posición económica busca relacionarse con señorita guapa y de buenas familias con fines matrimoniales”. Entre todas las que contestaron su reclamo publicitario Humberto escogió a una joven tamaulipeca, con ella contrajo nupcias y dijo comprarle en un condominio de la ciudad de México un departamento poniendo la propiedad no a nombre de ella pero sí a nombre de él.

Pero por razones que ignoro la tamaulipeca y Humberto empezaron a reñir un día si y al otro también y la dama cansada de tantos pleitos un buen día le pidió el divorcio a su marido y como éste no aceptara correr los tramites de la separación se presentó ella al edificio, aprovechando la ausencia de su marido, con una camioneta y dos cargadores sacó del departamento conyugal los muebles que pudo transportar en un solo viaje en el vehículo. El abogado petrolero al llegar por la noche y ver su nidito de amor medio vació puso la cadena de seguridad por dentro y al día siguiente discurrió arreglar el asunto de la manera más sencilla, aprovechando la ausencia de su fallida dulcinea mandando a cambiar la combinación de la chapa de la puerta principal del departamento, a manera de impedirle a su abusiva esposa la entrada al mismo., según comentó entre algunos compañeros de trabajo.

Unas pocas mañanas después de lo ya relatado amaneció el cadáver de Humberto en la parte baja de un cubo de luz que daba acceso a los rayos solares precisamente al departamento en donde vivió escasos meses con su esposa y así mismo a otros más del inmueble. Las indagaciones policíacas señalaban después de tomarle declaración al velador del edificio a los encargados de la portería y a algunos empleados de limpieza, que los presuntos culpables del homicidio de Humberto Guzmán Salazar eran los hermanos de la esposa de este, pues venidos de Tamaulipas para poner en orden al cuñado y restituir a la hermana en sus derechos de propiedad y maritales, según parece esperaron en un pasillo a que Humberto entrase a su departamento y cuando lo vieron llegar ya para introducirse al mismo, violenta y sorpresivamente se metieron con él para exigirle la entrega de la propiedad y la firma del divorcio, a manera de dejar a la muchacha libre del matrimonio y en posesión del inmueble. Humberto se quiso defender de un violento jaloneo poniéndose más violento aun pero los cuñados de mas corpulencia y de superioridad numérica forcejearon con él, aventándolo por una de las ventanas con las funestas consecuencias arriba ya relatadas.


Hice muy buen equipo para las inspecciones judiciales con el extraordinario jurista Eduardo Villarreal Moro por parte de PEMEX en compañía de los actuarios del Grupo Especial Número Doce de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, David Rendón y Arturo Valls Hernández, ambos ya fallecidos. El segundo de ellos paisano mío y ex compañero de aulas en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas. Al regresar de nuestros respectivos encargos nos íbamos al café Palermo del hotel Del Prado a jugar al “pendejómetro”, consistente en iniciar por sorteo con una palabra y el de la derecha debía mencionar otra con las dos primeras letras de la antes dicha, el siguiente con las tres primeras y así sucesivamente, pero sin repetir con un aumentativo ni un diminutivo y mucho menos con un vocablo derivado de la anterior. Ejemplo: alberca, albo, alboroto, albornoz, alborada, etcétera. El que obtenía la puntuación más pobre era considerado el más pendejo y en consecuencia debía pagar los cafés. En ocasiones se sumaban a nosotros Rafael García Franco muchacho muy despierto y aunque de carácter fuerte buen amigo en las malas y en las buenas y Fidel Avendaño García originario de Oaxaca sumamente moreno casado con una alemana casi albina, ambos contratados en el departamento jurídico central de la empresa petrolera. Con el güero Sergio Antonio Canale Jacobson, de mucha soltura para relatar chistes y el ya desaparecido negro Rodolfo Chávez Molina (cuando estaban juntos eran una ficha de dominó) hicimos un trío insuperable para organizar fiestas y toda clase de reuniones, pues gracias a nuestra famosa y proverbial honradez el dinero de las aportaciones individuales iban a parar siempre a nuestras manos y rendía al máximo. El “Cuellitos” Arturo Ponce Félix, apodado así por usar camisas de cuello antiguo, el pesista y fortachón Augusto Romero López, el también vendedor de casimires Antonio Gutiérrez Fuster, García Pederzini –al que algunos le decían Sacolini- y Ricardo Trujillo del Sordo (q.e.p.d.) hermano del famoso actor de cine Valentín Trujillo, formaban también parte del equipo del Departamento Jurídico Central. Entre los abogados más antiguos recuerdo a Luis Castillo y Chavez, Fernando Iriarte de la Peza y Guillermo Padilla Nervo. La licenciada María Amerena Castro era también de las de ingreso muy anterior.

Un mal día tuve una discusión con mi padre al finalizar la fiesta de las bodas de mi hermana Ana María, con motivo de que nos reunimos los hermanos con mi mamá en el domicilio de unas amistades para despedir a los recién casados y brindar brevemente con ellos por su felicidad. Respecto a la segunda esposa de mi padre me daban informes muy bien fundados diciéndome que había desarrollado una especie de celo enfermizo en contra de mi madre y ello me causó innumerables problemas. Mi padre me invitó a abandonar la casa de Farallón 121 del Pedregal de San Ángel el día en que se casó mi hermana, lo que hice de inmediato.

La segunda cónyuge de mi progenitor era una guapa señora ecuatoriana. El día de la discusión con mi padre como ya no llegué a la casa paterna, no faltó quien me informase por teléfono que su esposa desalojó mi guardarropa con todas mis cosas personales: fotografías, documentos como mi pasaporte, cartilla del servicio militar nacional, mis lociones, zapatos, mis trajes, camisas, suéteres, películas familiares, grabaciones de discursos pronunciados por mi padre y pidió al chofer de la casa gasolina y en el patio hizo una pira con mis pertenencias y les prendió fuego dejándome nada más con lo que llevaba puesto en tan aciago día, cuyos detalles prefiero olvidar. Ella supo que me enteré de su participación y pasados los años se defendió argumentando cuestiones que he borrado de mi memoria pues de ella no quiero recordar nada de aquí en adelante, máxime que le solicitó a mi padre hiciera gestiones para que me cesaran de mi empleo en Petróleos Mexicanos. Al lunes siguiente de este penoso incidente familiar me mandó a llamar el director del jurídico de PEMEX, don Antonio de P. Moreno, ya informado del asunto por el doctor en derecho Manuel Carvajal Moreno, casado con mi prima Elenita Serrano Guillén. Ambos familiares míos que al igual que yo prestaban sus servicios en el ya multicitado departamento jurídico de PEMEX y don Antonio les tenía especial aprecio. Al comparecer ante el jefe, don Antonio, adusto abogado y hombre que por su sola presencia inspiraba respeto, pensé me iba a reprender por haber reñido con mi padre, pero el jefe del departamento jurídico me miró fijamente a los ojos, sonrió para comunicarme su explícita simpatía y solidaridad para conmigo y entregándome una tarjeta de crédito me dijo con ronca y segura voz: -“Vaya en este preciso momento a la tienda de ropa para caballeros de nombre Violante ubicada en la Avenida Juárez, a comprarse ropa nueva y me paga la deuda, en el plazo que pueda hacerlo”.- Ese bello gesto me hizo ver en don Antonio a una especie de segundo padre, máxime que tenía parecido físico con mi tío José Segundo Serrano, hermano mayor de mi papá. Lógicamente, saldé la deuda lo más pronto posible, pues inclusive compré lo estrictamente indispensable para presentarme a trabajar con ropa decorosa.

Provisionalmente viví en el departamento de mi mamá en la Avenida San Antonio de la Colonia Nápoles, pero como era muy pequeño no podíamos tener las comodidades deseadas, ni el uno ni el otro. Para procurarme comodidad mi abnegada madre me cedía su cama y ella dormía en el sillón de la sala lo que se me antojaba un absurdo. No podía tolerar esa situación y aunque ella se opuso a que yo me fuera renté otro departamento en la calle de Anaxágoras de la colonia Narvarte a media cuadra de la Plaza de Etiopía y en un punto ideal para ir a mi trabajo. Pasado un año y medio, ya bien encarrilado en Petróleos Mexicanos y en la Escuela de Operadores de Autobuses de Servicio Urbano, en donde daba clases de civismo, fui un día a visitar a mi padre, previa reconciliación de ambos por aquel incidente del día de la boda de mi hermana Ana María, a la Unión de Permisionarios de Autobuses del Distrito Federal, de donde era presidente. Ahí encontré a mi amigo Jorge Rojo Lugo, por esos días delegado general del PRI en el estado de Chiapas, quien al verme me propuso engancharme al equipo de trabajo para la campaña del candidato priísta a la titularidad del Poder Ejecutivo de la citada entidad, licenciado José Castillo Thielmans. Con un permiso sin goce de sueldo me ausenté con gran alegría de mi trabajo, para ir a Chiapas en donde además vivía Isabel Castañón Morell, por aquellos días mi novia y más adelante mi esposa y madre de mis únicos cuatro hijos. La gira la iniciamos en la zona fronteriza del Soconusco y de esos días parte mi gran amistad con Luis Raquel Cal y Mayor Gutiérrez y su linda esposa, Teté Franco. En el grupo de oradores para escoltar al candidato además de Raque y el que esto escribe iban Romeo Ruiz Armento, un muchacho de apellidos Escobar Cinco, otro cuyo nombre olvidé y al cual apodamos “El Factótum” por usar ese término en abuso en todos sus discursos y por ser esa su palabra favorita en su plática diaria con los amigos, y el tonalteco Diógenes Estrada. Por cierto, un día en la Avenida Juárez de la ciudad de México estaba con mi amigo Antonio del Rosal Romero, abogado de PEMEX, y al acercárseme Diógenes, los presenté, diciéndole a Toño: -“Espero no olvides el nombre de mi paisano”- pero Del Rosal Romero adujo a su favor y para apuntalar su memoria, relacionarlo con Diógenes, el de la lámpara. Pasados un par de años nos encontramos casualmente los mismos tres amigos y le digo a Toño: -“Te voy a presentar a mi paisano”- pero Del Rosal me interrumpe y dice acto inmediato: -“Imposible olvidarlo, es tu famoso amigo Aladino, el de la lámpara”. El afectado contestó: -“Ya me diste en la madre, compadre” y los tres soltamos una sonora carcajada.

En Tuxtla Chico que es una población de la costa chiapaneca muy cercana a Tapachula y a la frontera de México y Guatemala me pidió don Pepe Castillo fuese el orador en el mitin de la plaza principal y le eché los kilos, pues después de escuchar los enjundiosos y conceptuosos discursos de mis compañeros de cuadra, en donde destacaba Raque Cal y Mayor, no podía ser menos. En la ciudad de Tapachula nos acompañó mi tío Emilio, hermano de mi padre, quien posteriormente fuese Secretario General de Gobierno del licenciado Castillo Thielmans. En los descansos y especialmente por las noches Raque y yo estudiábamos la ideología del candidato en nuestro cuarto de hotel, para espulgar lo más granado de su pensamiento y al representarlo, en la palestra, sintetizar el mismo en nuestras respectivas alocuciones. Nos servíamos de las copias de sus discursos y de los recortes de la prensa local, pero además en los desayunos, comidas y cenas procurábamos sentarnos cerca de don Pepe y no le perdíamos detalle a su conversación. Un día le dije al candidato: -“Por disposición del Congreso local al escudo de Chiapas le van a quitar los leones y nada más dejarán el castillo”; riéndose todos los comensales cercanos a él, pues saldría como gobernador un León (el doctor Samuel León Brindis) y entraría en su lugar un Castillo (el entonces candidato). Visitamos el ejido “Once de Abril” en una bonita mañana y fuimos agasajados con un desayuno. Como la marimba empezara a escucharse el candidato nos hizo una señal y al unísono todos los varones nos paramos a bailar con las jóvenes ejidatarias -procurando no pisarlas pues la mayoría estaban descalzas- incluido naturalmente el presunto gobernador, el delegado del PRI Jorge Rojo Lugo, don Ignacio Galindo y otras personalidades. También me correspondió hablar a nombre del licenciado Castillo Thielmans en el desayuno que le ofrecieron los tablajeros en la ciudad de Tapachula. En esta parte de la gira nos acompañó el maestro Andrés Serra Rojas, por esos días candidato a un escaño del Senado de la República, produciéndose una anécdota relatada de manera verbal y escrita por distintas personas, en periódicos y revistas de aquella época. Sucede que el ya fallecido editor de “La Tribuna”, José Luis Cancino en la calurosa ciudad de Huixtla, pretendiendo ser discreto para solicitarle al maestro Serra Rojas ayuda económica le habló de la conveniencia de que le “diese unos cinco mil chuchitos”, contestándole el mentor de las juventudes: -“¿Y quién va a mantener a tantos perros?” Yo conocí a don Andrés desde mi adolescencia, cuando enamoró a mi homónima prima hermana, Julia Serrano, y tengo constancia por pláticas de mi padre, de su proverbial honradez y dedicación al estudio, y de su falta de apego a acumular riquezas. Inclusive, a la Ciudad Universitaria llegaba en transporte colectivo a dictar sus cátedras de Derecho Administrativo de las que fui su alumno y en camión regresaba a su casa; por ello cuando Ignacio Cal y Mayor Gutiérrez me pidió lo propusiera como candidato para el Premio Chiapas, lo hice gustoso y convencido de haber optado por el mejor de los candidatos. Pero no obstante, murió don Andrés sin conocer los resultados del citado homenaje, toda vez que los gobernadores lo otorgan con el criterio político del momento, perdiendo de vista la objetividad. En la aludida ciudad de Huixtla cenábamos siempre en el mismo restorán y en una de esas ocasiones al ver ahí a un tío de mi novia de nombre Armando Morell Ramos, le pedí me permitiera invitarle sus alimentos ignorando que era el dueño del lugar. De esa ciudad me llevé como recuerdo una severa salmonelosis y de tal manera en el jeep en que fuimos a Motozintla en compañía de Manolo Serrano Pinot, primo hermano de mi padre, y el profesor Rafael González Bruno, sufrí fuertes dolores de cabeza, calentura y vómitos, sin poder disfrutar las panorámicas de la zona, aunque tuve fuerzas para ver sentados a la orilla del camino a algunos indígenas afectados por una enfermedad tropical originaria de Africa que los deja ciegos, denominada onchocercosis. En esta parte del periplo proselitista recuerdo al otro candidato a senador licenciado Arturo Moguel Esponda, conocido cariñosamente por sus amigos como “El Orejón”, y a su hijo del mismo nombre, “El Chemisudo”, ambos ya fallecidos. En diversos lugares de esta etapa de la gira vi en muchas ocasiones a don Romeo Corzo Grajales, pionero del transporte urbano de Tuxtla, con quien cultivé posteriormente una sólida amistad y del que relataré una anécdota en otro capítulo de estas memorias.

En Motozintla pronuncié un discurso después de un banquete, sintiéndome muy mal de salud, pues aunque lo ignoraba tenía tifoidea. Me atendió el doctor del candidato Castillo Thielmans, el doctor Manuel Camacho Alabat, quien al ver la elevada marca del termómetro y al analizar mi sintomatología me dio pastillas de cloromicetina. El resto de la etapa de la costa de Chiapas lo hice con un marcado malestar y como en todos lados nos daban de comer el platillo oriental que en la costa de Chiapas es tan famoso como el mole en Puebla y de nombre “kai-tián” al medio día y tamales por la noche, ya estaba hastiado de lo mismo, además de mi indisposición intestinal. Los calores de Pijijiapan y de Mapastepec me parecieron infernales, por lo que Raque Cal y Mayor me dijo: -“Reserva lo mejor de tus fuerzas para Tonalá”- contestándole: -“Lo sé, hermano, pues de ahí salió mi abuelo Ignacio Castillejos en su juventud y decía que los tonaltecos que iban al infierno regresaban por su cobija”. En la propiedad ganadera “Perseverancia” a donde llegamos muy de mañana nos agasajaron a todos los miembros de la comitiva con un espléndido desayuno, El sueño Enrique Zardain Venegas y y el administrador Alfredo D´argence Morell, enseñándonos a continuación las fases más importantes del cuidado y cría de reses. En la airosa ciudad de Arriaga (de donde era nativo mi aludido abuelo) en un banquete se me acercó una prima hermana de mi mamá, mi tía Aidé Gamboa Castillejos, solicitándome la recomendase con don Pepe, ya virtual gobernador, para continuar en su empleo de oficial del Registro Civil. El mencionado san cristobalense, caballeroso en todos los momentos de su vida, obsequió generosamente mi petición. Por aquellos días ser candidato a gobernador del entonces llamado partido oficial implicaba tener asegurado el triunfo, pues inclusive, don Pepe ni contrincantes tuvo. En Cintalapa asistimos a un mitin en el parque central y ahí saludé a mi tío Federico Serrano Castro, hermano de mi padre, siendo esta una de las últimas veces que lo vi pues al año siguiente sufrió un infarto al cual sobrevivió escasas dos horas. Cintalapa representa para la familia Serrano algo así como la Meca de nuestro linaje, pues en la finca Llano Grande del mencionado municipio nacieron nuestros ancestros.

Sería innecesario citar todos los lugares visitados en la ocasión descrita, pero obviamente estuvimos en Huehuetán, Pueblo Nuevo Comaltitlán, Acacoyagua cuyo nombre es de origen japonés, Escuintla, Jiquipilas, Ocozocoautla y Berriozabal. En las dos últimas plazas no pernoctamos, dada su cercanía con Tuxtla Gutiérrez y para satisfacción mía, pues esa circunstancia me permitió estar cerca nuevamente de mi novia Chabelita Castañón, que por cierto ya me traía de un ala. Esto me hace recordar que un buen día me llamó a la casa de mi tío Federico, en donde estaba yo alojado, un señor de apellido Lassos, originario del estado de Guerrero y delegado de la Secretaría de Comercio en la entidad, pidiéndome lo fuese a ver a su oficina, en donde me hizo saber que un amigo de él –para servir al interés de una compañera de trabajo- pedía información a manera de saber si tenía yo novia en Chiapas, y en la afirmativa, conocer el grado de mi compromiso. El delegado aseveró ser amigo de mi padre y en esa tesitura me daba a escoger el tipo de informe que a mi conveniencia él debiera rendir. –“Sencillamente, si así lo quieres niego que tengas novia en Chiapas, o de lo contrario, digo la verdad y te sacudes a la chamaca de la ciudad de México”, me propuso. Opté por lo segundo y no me arrepiento, según se acredita con treinta y seis felices años de casado (al momento de escribir estas líneas), al lado de una esposa cuyas virtudes no menciono para no parecer petulante.

Como la citada etapa fuese la última de la campaña a favor del licenciado Castillo Thielmans, me quedé en Tuxtla a esperar las elecciones y a consolidar mi noviazgo con Isabel. En cierta noche de farra invité a Quico Ochoa Moguel (q.e.p.d.) para que me acompañara a llevarle serenata a mi novia a la casa de una prima de ella, en donde dijo iba a quedarse a dormir. Contratamos la marimba y nos apostamos enfrente de la casa de don Adrián Castillo y doña Enna Morell, en donde hice gala de lo mejor del repertorio romántico de la época, sin faltar por supuesto mi rúbrica musical: “Al son de la marimba”. Al terminar la audición romántica le pagué a los músicos y subiéndome a un viejo automóvil Packard, de mi tío Federico, regresé a la parte central de la ciudad en busca de algún sitio para echarme la copa de la despedida (la del estribo decía José Alfredo Jiménez) con el citado amigo, quien me seguía en su automóvil; pero al pasar enfrente de la penitenciaría se le rompió la barra de la dirección al vehículo subiéndose accidentalmente a un pequeño terraplén de grava con chapopote dispuesto en la parte media de la calle para reparar el pavimento al día siguiente. Los policías que hacían guardia corrieron hacia el coche accidentado y mi amigo y yo pensamos se acercaban a auxiliarme, pero dos de ellos tomándome por los brazos me detuvieron por supuestos “daños a la propiedad del Estado”. Quico Ochoa haciéndoles notar que los tales daños eran prácticamente inexistentes, pues con una pala un solo hombre en dos minutos podía poner en su lugar la grava esparcida por las llantas del vehículo, exigió me soltaran, pero notando oposición por parte de los gendarmes la emprendió contra ellos a mentadas de madre. Los policías quisieron detener a Quico pero éste se subió a su automóvil y emprendió una graciosa huida. Eran como las cinco de la mañana cuando me guardaron bajo llave en los separos para infractores al Reglamento de Policía y Buen Gobierno. A las siete en punto vi entrar al maestro de deportes conocido como El Chato Riquelme (era el pagador de la cárcel) solicitándole su auxilio, pues me conocía sobradamente y éramos buenos amigos. Me dijo que sólo el comandante Escalpulli podía dar órdenes para mi liberación, pero me aconsejó ir a darle la queja al gobernador Samuel León Brindis, pues evidentemente los policías de turno habían cometido un atropello al detenerme por una causa baladí. Ya en la casa del gobernador, ubicada en el bulevar “Belisario Domínguez”, me invitó a desayunar con para escuchar con toda calma mis argumentos. Aquello me pareció inusitado, pues en un par de horas, de detenido de cuatro ilustres gendarmes desconocidos pasé a ser invitado del titular del poder Ejecutivo del Estado, quien me dijo después de escuchar mi alegato: -“Mi querido licenciado, el rato amargo que le hicieron pasar no se lo quita ni Dios Padre, coma en paz sus huevos con chorizo y venga un día a visitarme para que juguemos dominó”. Cuando llegué a la casa de mi tío Federico Serrano todo Tuxtla conocía el incidente, menos mi novia. Le hablé por teléfono a mi Dulcinea para preguntarle si le había gustado la serenata, contestándome que “ya no había ido a dormir a la casa de su prima” y en consecuencia no la escuchó. Cada vez que mencionamos el detalle nos divierte acordarnos de la jocosa situación.

Ya para regresar a la ciudad de México me dio cita don José Castillo Thielmans, para entonces gobernador electo de Chiapas, invitándome a participar como candidato a una diputación federal para representar al distrito de Tuxtla Gutiérrez. Decliné el honor por considerar que al arribar al Congreso de la Unión (ser candidato por ese entonces implicaba obtener el triunfo necesariamente) iba yo a abandonar mis estudios de licenciatura. Entre otras personas fue testigo de lo anterior Bulmaro Morales, quien según parece tiene el asunto escrito en su Anecdotario Político local. No me arrepiento de haber procedido de la manera descrita al recordar una sentencia de José Ingenieros: En ciertas democracias novicias, que parecen llamarse repúblicas por burla, los Congresos hormiguean de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Mi honesto proceder para conmigo mismo me permitió continuar al servicio de Petróleos Mexicanos, o sea, en mi segunda escuela profesional, y según se verá más adelante la obtención del respectivo título de abogado me permitió vivir experiencias muy superiores a la de ir a una Cámara a levantar el dedo por consigna. Al respecto debo decir que entre mis amigos varios de ellos han llegado a ser diputados federales, sin pena ni gloria, no obstante sus muchas prendas personales, pues mediatizados a los caprichos de un líder, quien a su vez recibe órdenes de las llamadas indiscutibles, se muestran incapaces de sobresalir por su ingenio para no perder las ventajas y prebendas propias de los llamados –por eufemismo- políticos disciplinados. Ya lo dijo el citado autor: “La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario”. De cualquier manera, siempre guardé por don Pepe Castillo Thielmans respeto y afecto, como si se hubiese materializado su generosa propuesta, dirigida a halagar la amistad de mi padre en la persona de su hijo, proponiéndome un cargo de legislador, para el que obviamente no estaba preparado.

Hablé páginas atrás de mi departamento de las calles de Anaxágoras, pero olvidé decir que ahí desde un principio viví sólo, y sólo como estaba, ese era mi hogar. Una señora a cambio de una modesta cantidad iba dos veces por semana a hacer aseo y a lavar la ropa de cama, mis camisas y los trastes sucios acumulados en la tarja de la cocina, las menos de las veces, pues procuraba tener ese lugar limpio y ordenado. La soledad me pesaba sobre manera, sobre todo en días domingos y por tal motivo procuraba inventarme compromisos para estar fuera de ese pequeño hogar, de una amplia estancia con piso de madera en forma de petatillo, una recámara, su baño y su cocina. Un día me fue a ver a mi oficina un antiguo compañero de la escuela secundaria y de la Facultad de Derecho, Jorge Cordero Ochoa, para pedirme alojamiento pues lo habían corrido de la casa paterna y como no tenía empleo debía rentar un cuarto de azotea, en un viejo edificio, de donde lo habían sacado por no tener dinero para cubrir el modesto pago de cien pesos mensuales. Como importante antecedente de lo anterior debo señalar que para hacer economías y reunir lo necesario para mi boda yo mismo lavaba mis calcetines y mi ropa interior, pero me pareció inhumano no extenderle la mano a mi amigo.

Un día le pedí al ingeniero Armando Ladrón de Guevara, jefe del Departamento Administrativo de la Unión de Permisionarios de Autobuses Urbanos del Distrito Federal de la cual era presidente mi padre, le diese empleo a mi amigo Jorge Cordero, pues como gravitara en mi economía ya me empezaba a pesar su manutención, pues todos los días desayunaba y cenaba de mi alacena y de mi refrigerador, haciendo de común las comidas del medio día en la casa de algún familiar o en fondas de mala muerte. –“Dígale a su amigo que tenemos una plaza de Gestor Administrativo con mil quinientos pesos de sueldo al mes, que se presente el próximo lunes a laborar”, me contestó el ingeniero Ladrón de Guevara al escuchar mi petición. Por la noche de ese mismo día le di la noticia a Jorge y ambos esperamos fuese lunes para hacer realidad el ofrecimiento. El tan esperado lunes regresé a las cuatro de la tarde a mi departamento para calentarme una sopa de lata y comer una pieza de pollo al pastor que guardé en el refrigerador, encontré a Jorge en pijama acostado y leyendo el periódico del día anterior sin bañarse y con la barba crecida. –“¡Qué pasó Jorge!, hoy debías estar en tu nuevo empleo”, le dije con marcado desencanto. –“La verdad –me respondió mi amigo- ese tipo de chambas no me acomodan, a mí dámela de jefe”. Como le sentí un ligero tufo a alcohol, preferí quedarme callado. Al sábado siguiente estaba yo durmiendo plácidamente a las dos de la mañana, cuando me despertó un murmullo de voces. Me pongo la bata, las pantuflas y al salir de la recámara en la sala veo a mi amigo Jorge con su inseparable compañero de parrandas, Efraín Padilla y dos muchachas de la vida airada. –“Mi querido Chilaquil, que bueno estés con nosotros –me dice Jorge con voz que invitaba a proseguir lo iniciado por él, Efraín y sus amistades ocasionales -, tómate un trago con nosotros”.

Les hice notar a los cuatro que mi casa no era sitio de diversión para trasnochadores y con cortesía los invité a retirarse. Hasta el lunes siguiente volví a saber de Jorge, quien apenado por el incidente dejó en la mesa de la cocina una nota de despedida pidiéndome lo disculpase y haciéndome saber que se había llevado sus pocas pertenencias. Como corolario a la anécdota anterior, debo consignar el enorme afecto que siempre sentí por Jorge Cordero Ochoa, al que inclusive admiré por sus facultades físicas como deportista y su ingenio para vivir de fiesta, siempre contento y con la broma a flor de labio. Era un chaparro, de frente amplia, cara de niño, muy parecido al actor de cine John Derek con todo a su favor para haber llegado a ser un hombre de provecho, pero echó su vida por la borda al dedicarse de tiempo completo a la farra y a la milonga. Que Dios lo tenga en su Gloria, pues una diabetes galopante se lo llevó a mejor mundo.

Un compañero de trabajo, de PEMEX naturalmente, de nombre Rafael García Franco, tuvo un disgusto con su padre y por tal razón, al igual que yo, vivía sólo. Entonces nos acompañábamos al salir de la oficina y a las tres de la tarde comíamos en la cantina “Noche Buena” del primer cuadro de la ciudad de México en donde los jueves hacían una sopa de habas de chuparse los dedos. Rafael, al igual que yo, tenía proyectada su próxima boda y todo el día me hablaba de su novia Alejandra –compañera de ambos en el trabajo-, y en respuesta, le mencionaba a la mía, Isabel. El traje de boda de Alejandra lo confeccionó la novia de mi tío Julio César Castillejos, la “Chata” García Contreras originaria de Pichucalco, posteriormente esposa del citado hermano de mi mamá y ahora su viuda. En la casa de la Chata, en la Avenida Baja California de la ciudad de México, también me refugié en mis largas tardes de soltero, en donde en compañía de Alberto Sánchez y mi “compa” Julio César Castillejos Madariaga, platicábamos hasta darle cinco vueltas al hasta entonces, no tan convulsionado mundo. La novia de mi tío nos tenía mucha paciencia, pero un día domingo aburrida de vernos tomar Cubas Libres, tiró el ron Bacardí en la tarja de la cocina, como lo ha de recordar seguramente mi amigo y familiar Oscar Selvas, del que algún día comentaré una anécdota de veintiún quilates acontecido en la colonial Chiapa de Corzo, siempre y cuando me autorice a ello.


Este capítulo cuenta con segunda parte.


Julio Serrano Castillejos

Copyright © Todos los derechos reservados.

Publicado el: 09-10-2005
Última modificación: 25-04-2013


editar deja comentario al poema ver mensajes ver comentarios al poema

regresar




POETA VIRTUAL no persigue ningún fin de lucro. Su objetivo es exclusivamente de carácter cultural y educativo, mediante la difusión de la poesía. Los poemas y cuentos presentados en este portal son propiedad de sus autores o titulares de los mismos.


Copyright © 2017-2024 Poeta Virtual Inc. Todos los derechos reservados.
Copyright © 2017-2024 Virtual Poet Inc. Worldwide Copyrights.