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Reingreso a Pemex y a la UNAM


Cuando inicié mi noviazgo con la que hoy es mi esposa, su mamá le decía que estando yo en México y ella en Tuxtla la relación no iba a durar. Pero a través de cartas de encendido amor y de un bien medido romanticismo, en donde ya empezaba a manejar la poesía como recurso romántico, le hice sentir la sinceridad de mis propósitos. La familia de sus abuelos y la de los míos, ambos por vía paterna, vivieron contra esquina en la Primera Avenida Norte. Es decir, la amistad de nuestras respectivas familias databa del siglo XIX y ello era un punto más a favor para consolidar en un casorio nuestra mutua simpatía, aunque nunca se había dado el caso de un matrimonio entre componentes de las referidas familias. El aludido noviazgo arrancó un 28 de febrero de 1963 en pleno carnaval tuxtleco y con el marco de una linda y apacible ciudad de unos 45 mil habitantes. Ella era reina del Casino y yo un joven enamorado. Al regresar a la ciudad de México para reincorporarme a mi empleo, a manera de no dejar apagar la llama, le escribí cartas muy bien meditadas a manera de que me sintiera cerca de ella a través de encendidas frases.

A los dos días del asesinato del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, John F. Kennedy, mi novia viajó a aquel país con un grupo de amigas y tuvo la oportunidad de visitar la tumba del malogrado mandatario, en el cementerio de Arlington, cuando aun no se disipaba el malestar mundial por tan alevoso homicidio del cual nunca se supo la verdad de su origen. Ese viaje me dio la oportunidad de consolidar el noviazgo, pues desde México le remití cartas a cada uno de los hoteles por donde ella y sus amigas iban pasando, demostrando así que para mí las motivaciones de una futura boda lo tomaba sumamente en serio. Mi novia Isabel iba acompañada de entrañables amigas, entre las que perdura como su compañera de mil aventuras Elsa Solís Caballero ahora de Martínez, al igual que su prima Socorro la “Chiquis” D’argence Morell. En la Semana Santa de 1964 nos vimos Chabelita y yo en la ciudad de Villahermosa a donde llegó ella a alojarse en la casa de una atractiva y culta tabasqueña de nombre Bertha Elena Ferrer y Rodríguez de Priego, acompañada de tres amigas y de la tía de una de ellas, doña Clory Coutiño de Mendiguchía chiapa corceña de hueso colorado quien fuera testigo de calidad del mencionado noviazgo en diversas ocasiones.

No perdí oportunidad para viajar de la ciudad de México a Tuxtla cuantas veces pude hacerlo y ver de esa manera a Chabe. Mi amigo Francisco Cinta Guzmán, secretario de audiencias del licenciado Miguel Alemán Valdés encargado vitalicio del turismo nacional, me daba escritos oficiales presentándome como comisionado de la Secretaría de Turismo y con esos documentos las compañías de aviación me vendían los boletos para viajar por vía aérea, a la mitad de precio. En ocasiones me di el lujo de visitar a mi novia un fin de semana para reintegrarme al trabajo de inmediato. Realicé una rápida contabilidad y descubrí que de los dos años de noviazgo estuvimos juntos seis meses, es decir, una cuarta parte del lapso antes aludido.

Cuando hablamos formalmente de casarnos y Chabe aceptó mis pretensiones, comuniqué lo anterior a mis padres, coincidiendo ambos en lo acertado de mi elección, pero los problemas se iniciaron cuando decidimos dilucidar cómo participarían los tres progenitores supérstites, el enlace de los futuros contrayentes, dado el caso de la viudez de mi futura suegra y el divorcio de mi papá y mi mamá, pero sobre todo tomando en cuenta los obstáculos que en toda ocasión importante de mi vida y la de mis hermanos, anteponía nuestra madrastra, una señora cargada de complejos en su vida familiar. Para un caso como el descrito, lo más natural es que la señora viuda participe el matrimonio de su hija y la pareja de divorciados el de su hijo, pero mi papá, seguramente para correrle una cortesía a su segunda esposa me solicitó fuera ella la que apareciera en mis invitaciones y no así mi mamá. Yo me opuse tajantemente para no ofender a de forma tan absurda a mi madre, entonces mi padre dijo que él no podría prestar su nombre si a su lado en las invitaciones no se imprimía el de su (segunda) esposa. Como mi linda mamá, que era toda bondad y una mujer de verdad comprensiva, tolerante y de una prudencia extrema no quería causarme mortificaciones ni contra tiempos, al escuchar mi propuesta para que nada más ella participase mi boda, me dijo: “-Si sólo yo participo va a parecer que eres hijo de padre desconocido. Participa tú mismo y quítate de problemas”. Así lo hice.

Ya pasados los años analizo esa circunstancia. ¿Cómo fue posible tanta incomprensión por parte de don Julio? ¿Habrá creído que me iba a casar varias veces y que en una de tantas enmendaría su error de apreciación? Teniendo a mis dos progenitores vivos llegué ante la oficial del registro civil y ante el cura de la iglesia católica en calidad de huérfano. ¿Quién me va a resarcir la pena moral de esos momentos?

Inclusive, en su oportunidad le pedí a mi tío Emilio Serrano Castro me acompañase con su esposa, Ada Celia Salazar, a pedir la mano de Chabelita a la casa de los tíos de ella Carlos Castañón Gamboa y Canda Morell de Castañón, quienes a la muerte de mi suegro se llevaron a vivir con ellos a Chabe y a su mamá, doña Mely. A los hijos del tío Carlos y de la tía Canda los vi siempre y los sigo viendo como si fuesen mis cuñados, no sólo por la cercanía afectiva respecto a Chabe, sino por su doble parentesco, pues él es hermano de mi finado suegro y ella es hermana de la mamá de mi ahora esposa. Mi tío Emilio y su joven y además despampanante esposa desempeñaron muy bien su papel representando tácita y expresamente a mis papás, aliviando en mucho el estado de contrariedad en que me colocó la actitud beligerante de mi madrastra quien desde el día que entró a nuestras vidas se dedicó a hostilizarnos a los seis hermanos Serrano Castillejos con todos los medios a su alcance.

Todo marchaba a pedir de boca pero cuando llegó Chabe a la ciudad de México para comprar su ajuar de novia, desde que la vi noté en ella una rara expresión acompañada de una mirada plagada de presagios e interrogaciones, que sólo las mujeres saben manejar con maestría. En la primera oportunidad me dijo que había recibido un paquete en Tuxtla y lo abrió pensando eran regalos míos para ella. Sin darle más vueltas al asunto me hizo saber que una ex novia mía le mandó el paquete con todos los regalos recibidos de parte mía (para la citada ex novia), con cartas que yo le escribí y fotografías en donde aparecíamos juntos en centros nocturnos, y en una misiva especial, le hacía saber, la ex novia en cuestión a mi prometida, que si yo me casaba con ella íbamos a fracasar, pues sólo me movía “el interés político de amarrar” mi posición en el gobierno de José Castillo Thielmans, uniendo mi vida a una de sus sobrinas. Supuestamente, y así lo daba a entender la misiva, mi novia Isabel era sobrina del referido político chiapaneco. Es decir, la carta partía de una premisa más falsa que una moneda de latón, pues Chabe ningún parentesco tenía con el gobernador de Chiapas, y por otro lado, yo muy lejos de buscar posiciones cerca de don Pepe decliné su propuesta de postularme como candidato a una diputación federal, como ya quedó explicado en capítulo anterior. Le hice ver a mi linda y juvenil novia lo antes dicho y argumenté mil cuestiones más a mi favor, las que omito para no aburrir a mis tres o cuatro lectores. Eso sí, me costó más que la realización de los siete trabajos de Hércules convencer a Isabel, pero al fin entró en razón. A través de los años demostró ser una esposa de carácter y por añadidura fue mejorando físicamente con el paso del tiempo y eso lo dicen todos los que la conocen. Sus virtudes morales fueron, son y seguirán siendo la más destacada característica de su recia personalidad. Más adelante describiré brillantes aspectos de mi personaje inolvidable: Isabel Castañón Morell.

Mis despedidas de soltero fueron interminables en número y en duración, por la gran cantidad de amigos dispuestos a tomar el asunto como pretexto para “echar el gato a retozar”, unos casados y otros solteros, pero todos con la mejor disposición de divertirse. Guardo una fotografía en donde estoy en el restorán El Kukú de las calles de Coahuila de la Colonia Roma con mi tío Julio César Castillejos, hermano de mi madre, Oscar Selvas Gamboa y Julio Humberto Trujillo. Un día, ya cercano mi boda, una ex secretaria mía me pidió la llevase a comer al restorán Los Panchos a un costado del Club Deportivo Chapultepec, pues como ya estaba próximo a contraer matrimonio, “se hacía indispensable tomar las copas de la despedida”, dijo ella. Estaba muy quitado de la pena en un reservado de la planta baja cuando veo entrar a Rafael P. Gamboa Cano acompañado de su esposa, Olga Castañón Morell, doble prima hermana de mi novia y por tal razón mi virtual próxima cuñada. Rafa la jaló hacia arriba pero ella insistió en sentarse en los reservados de la planta baja. Pudo más el marido y así salí de una incómoda situación, pero ni tardo ni perezoso le hablé por teléfono a Chabelita y le hice los comentarios de rigor. Lógicamente, no me creyó.

El aludido hermano de mi madre, Julio César Castillejos Madariaga (q.e.p.d.), al que quise entrañablemente me pidió ser el padrino de anillos de mi matrimonio y juntos nos fuimos al centro a comprarlos. Era arquitecto, un actor nato que no triunfó en el teatro ni en el cine por oposición de su mamá a seguir la carrera del arte dramático, contador de cuentos con una gracia inigualable y una gracia inimitable, sobrado de simpatía y decidor de frases ocurrentes de tiempo completo, ingenioso y dicharachero; en resumen un bohemio al estilo de los personajes de las comedias de la cinematografía mexicana, y por añadidura, muy bien parecido, de regular estatura, ni gordo ni flaco, de cejas ligeramente puntiagudas, nariz respingona y pelo abundante. Chabe y yo nos sacamos la lotería con la presencia de mi “compa” Julio César –como le decía yo cariñosamente- pues en nuestra boda contó chistes, hizo imitaciones y su actuación mantuvo divertidos a los invitados en grado sumo, incluyendo su inigualable parodia del “Brindis del Bohemio”. Los que no lo conocían creyeron se trataba de algún comediante de la farándula contratado para tal ocasión. La boda religiosa fue en la iglesia de la Colonia El Retiro y la civil en la casa de la tía Enna Morell (hermana de mi suegra) y su esposo don Adrián Castillo Ortega, en donde actualmente se ubica el conocido restaurante de Tuxtla Gutiérrez, “El caminito” de mi sobrino Antonio Leonardo Castañón y socios. Amenizó la fiesta la marimba orquesta de “Seguridad Pública del Estado”, que me hizo el favor de conseguir mi tío Emilio Serrano Castro, por ese entonces Secretario General de Gobierno. Sólo con los sitios visitados por Chabe y por mí en nuestra Luna de Miel podría escribir todo un capítulo de las presentes memorias, pues en 35 días de viaje estuvimos en once estados de la República, arribando a ciudades como Cuernavaca, Acapulco, Taxco, Toluca, Morelia, Guadalajara, León, Celaya, Guanajuato, Querétaro, San Miguel de Allende y otras. En Guadalajara visitamos a mi cuñada María y a mi concuño Max Leonardo Asturias; con ellos estaban mi suegra y mi cuñado Fernando Castañón Morell. Establecimos nuestro domicilio en las calles de Nebraska de la colonia Nápoles, en la capital de la República.

Con mi modesto sueldo de Petróleos Mexicanos y el de profesor de Civismo emprendí mi aventura matrimonial. La compra de una cortina o la más pequeña mesa para la sala representaba para Chabe y para mí todo un acontecimiento. Como mi esposa carecía de conocimientos culinarios le regalé un libro de cocina con la siguiente dedicatoria: Si quieres tener en casa/ Contento siempre a tu esposo/ Cual chiapaneca de raza/ Cocina siempre sabroso./ Toda comida exquisita/ Le place a Julio Serrano/ A excepción de la pancita/ Y las patas de marrano. A cinco cuadras de nosotros vivían mi prima Amelia Serrano Espinosa y su esposo Guillermo Cancino Castillo, también de muy poco tiempo de casados. Con ellos pasamos muy agradables domingos, botanenado, echando unos tragos y viendo televisión. Yo tenía un viejo automóvil marca Desoto modelo 51, de dos puertas, color gris, idéntico al de mi primo Fernando Jiménez Serrano. Los cuidábamos como si se tratase de carros último modelo. Los sábados por la noche –cuando vendí mi Desoto para comprarme un Volkswagen- le decía a mi esposa: -“Vamos a ir al cine. Qué prefieres, ir y regresar en taxi y cenar en la casa lo que tengamos, o nos vamos a ver la película y regresamos en camión, pero a la salida te invito unos tacos”-. Esas penurias económicas nos unían con lasos de amor, pero ya pasado el tiempo recuerdo tan agradables momentos con una dulce nostalgia. Es claro, como mi padre había figurado en la política nacional, mis amigos creían que yo y mi pareja pasábamos por una holgada situación económica.

Un día le fui a pedir ayuda a Humberto Lugo Gil para ingresar por las tardes a trabajar al PRI aumentando de esa manera mis magros ingresos de PEMEX, y me dijo que sí, siempre y cuando renunciara yo a mi empleo de base en Petróleos Mexicanos, sonándome la propuesta a “sí te ayudo pero cuélgate de un árbol”, pues los empleos partidistas son meramente temporales y por tanto carentes de estabilidad. Esa ilógica propuesta de Lugo Gil era una clara sentencia para no apoyarme.

Nadie suponía que nuestros muebles eran comprados en abonos en Sears y en Viana y Compañía “que todo lo fía y lo entrega el mismo día”. Mi cuñado Oscar Castañón Morell, quien por esos días vivía con una tía, hermana de su papá, me sugirió tomáramos entre los dos un departamento con otra recámara adicional para pasarse a vivir con nosotros. De la casi simbólica pensión que recibía su mamá a él le daba una modesta parte y la misma me la entregó íntegra para cubrir la diferencia de la renta de un departamento de tres recámaras de la calle de Zempoala de la Colonia Narvarte. Oscar debía hacer maravillas para asistir con regularidad a la escuela y para cubrir sus necesidades; para satisfacción de todos sus familiares y amigos coronó su carrera y resultó ser un próspero ingeniero, recibiendo en su oportunidad dos preseas de manos del presidente de México, como el mejor constructor de casas habitación de interés social con su empresa Calpan, en toda la República Mexicana.

Mi reingreso a Pemex fue con anterioridad a mi matrimonio y de ahí obtuve el dinero suficiente para dar paso tan trascendental de la mano de Isabel. Un buen día me entregó mi esposa un sobre de la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde se me notificaba que de no reintegrarme a mis estudios perdería los derechos adquiridos con anterioridad. Chabe estaba de unas cuantas semanas de embarazo, y así las cosas, corrí a solicitar mi nueva inscripción a la sección de Servicios Escolares con la jefa de esa sección mi amiga Margarita de la Peña. Era conveniente regularizar la situación académica y me propuse no faltar a clases. En ocasiones pasaba a dejar a Chabe a la casa de Laura Castillo Rincón y de su esposo Jorge Zorrilla Jiménez, dos chiapanecos radicados en la capital mexicana, para irme después a la Ciudad Universitaria y las más de las veces me la llevaba a Chabe a la Facultad de Derecho, en donde hacía labor de deshilado mientras yo tomaba apuntes. Un día la profesora de Filosofía del Derecho, Yolanda Higareda Loyden, un tanto molesta le dijo: -“Usted, la que se pasa tejiendo, explíqueme la clase de hoy, pues creo no me está poniendo atención”. Le hice notar a mi maestra que Chabe no era alumna y que yo la introducía al salón para no dejarla sola en la casa por su avanzado estado de gravidez. La profesora comentó con una sonrisa sarcástica: -“Más bien ella viene a cuidarlo para que usted no se le vaya de pinta”, y continuó dictando su cátedra., previa carcajada de mis compañeros de clase.

Cuando visitábamos a mi papá en sus oficinas de la Unión de Permisionarios de Autobuses Urbanos del Distrito Federal, de la que era presidente, él le decía a Chabe: -“Si logras que tu marido se titule yo les voy a regalar una casa”. Mi propósito era el de finalizar mi carrera, con casa regalada o sin ella, pues no en balde renuncié a la oportunidad de acceder a una diputación federal que me ofreció don José Castillo Thielmans. Ya en el mes de octubre, el día primero para ser más preciso, fuimos Chabe y yo en compañía de mi suegra una tarde a visitar a mi hermana Ana María y a su familia en las calles de Cumbres de Maltrata. Ahí estaba de visita mi hermana Elizabeth (Lizzy) y mi mamá se encontraba alojada por unos días en dicho lugar y estaba pintándose el cabello para ocultar sus tradicionales prematuras canas, en esos días ya no tan prematuras. Chabe manifestó tener un ligero escalofrío. Lizzy sugirió le hablásemos al ginecólogo, pero como nadie le diera importancia al malestar de mi esposa, la llamada la hizo ella misma, de forma salvadora como más adelante se advertirá. El doctor que atendía a mi esposa, de nombre Eduardo Lowember, al escuchar lo del escalofrío se alarmó y se presentó en el departamento de mi hermana Ana María en cosa de quince o veinte minutos, sacó de su maletín una copa metálica con doble base y se la puso en el vientre a su paciente, pero como no escuchó los latidos de la criatura me llamó pretextando necesitar una toalla y fuera de la recámara me hizo saber la necesidad de operar de emergencia.

El embarazo de Chabe acusaba gravedad, como lo prueba el hecho de que el doctor dictaminase la urgencia de conducirla al sanatorio, pero como si lo anterior no fuese bastante para alterar aún más la tranquilidad familiar, mi mamá pidió el auxilio del galeno ahí presente, pues mi sobrina Annette de cuatro años de edad se había tragado una buena cantidad de pastillas (posiblemente somníferos) y urgía hacerla vomitar; pero el doctor lejos de hacerle caso a mi madre tomó el teléfono para pedir al personal del hospital de las Américas le preparasen el quirófano, llamaran al anestesista y dispusieran lo necesario para practicar una operación cesárea de emergencia. Mi esposa y yo candorosamente le dijimos al doctor Lowember que iríamos a nuestra casa a recoger la maleta con las cosas de la futura madre y del bebé, por no comprender la emergencia del caso. Cuando ya estábamos para salir hacia el sanatorio le preguntó el doctor a mi señora si había sentido movimientos fetales en el curso del día. Ella dijo que no. Entonces el facultativo hablándome al oído dijo: -“Me doy por satisfecho si logro salvar a la señora; ¡vámonos rápido al sanatorio!, en la calle está mi coche”. Al llegar al hospital ya todo estaba dispuesto. No sé cómo se corrió la noticia pues a la media hora de haber ingresado Chabe al quirófano ya estaban con nosotros más de quince familiares, entre ellos mi mamá con su pelo cubierto de tinte (no le dio tiempo de lavárselo), mi suegra con cara de circunstancias ante lo rápido de los acontecimientos, mi hermana Ana María con su esposo Héctor Pérez Martínez, mi hermana Martha Eugenia y su marido Virgilio Anduiza Valdelamar, Olguita Castañón Morell y otros. Me metí a la capilla del hospital y les pedí a Dios y a la Virgen de Guadalupe me hicieran el milagro de salvar a mi esposa y a mi hijo, pues aunque soy católico a mi manera al creer en Dios también creo en su venerada madre. Es decir, no soy ateo. De repente alguien dijo que en la sala de operaciones se había escuchado un fuerte llanto de una criatura, pero con tal sinceridad que en mí renació la esperanza. En eso se asomó el médico. Olga Castañón aguzando sus claros y interrogantes ojos le preguntó: -“¿Cómo está la parturienta?”- El médico respondió: -“Las tres están muy bien”. Mi cuasi cuñada (doble prima hermana de mi mujer) empezaba a perder la paciencia y le espetó enérgicamente al galeno: -“No estamos para bromas ¿a cuáles tres se refiere?”. El doctor Lowember todavía con el tapa boca en la cara, los guantes puestos y el gorro de cirujano, dijo en voz alta para que todos lo escuchásemos: -“Pues las tres, ¡la mamá y sus dos hijas!”. Olga arremetió con más fuerza para no dejarse engañar: -“¿Qué se condene al infierno usted si nos está mintiendo?” El facultativo aceptó todas las condenas posibles y cerró la puerta de la sala de operaciones.

Cuando salió la enfermera con dos bultos pequeños en el mismo brazo le pregunté si mis hijas eran siamesas. Ella aseguró venían completas y sin ninguna anomalía. Le volví a formular otra interrogante. ¿Por qué las carga en un mismo brazo?
-“Pues para tener una mano libre e ir abriendo las puertas por donde voy a pasar”-

Mis hijas nacieron a las 21:00 horas aproximadamente de ese inolvidable día primero de octubre. Por cierto, en la mañana se nos fue la sirvienta traída por nosotros desde Chiapas, de nombre Celina, al saber que el portero del edificio en donde vivíamos la iba a denunciar con sus patrones por meter a un joven estudiante al cuarto de servicio a vivir con ella. Cuento lo anterior porque al salir mi esposa del quirófano mi mamá le dijo: -“Muy presumida porque tuviste hijas gemelas ¿porqué no diste a luz tres niñas?” Chabe, todavía mareada por el sedante aplicado, respondió: -“Me hubiera gustado, pero se me fue la muchacha”. A las cinco de la mañana, después de platicar conmigo por espacio de seis horas haciendo planes para la educación y crecimiento de las cuatas, mi mamá oyó que Chabe le dijo desde su lecho de parturienta: -“Doña Betty, lávese el pelo, ese tinte lo trae desde las cinco de la tarde de ayer y la puede dañar”. Gracias a lo anterior mi mamá recordó que debajo de su pañoleta se escondía su pelo con una tintura ya totalmente seca y acartonada. En el sanatorio una enfermera de nombre Juanita les hizo los agujeros para los aretes a mis dos mellizas. Ahí mismo las registramos y fueron testigos Bertha Ferrer de Priego y Olga Castañón de Gamboa. A Chabe y a mí nos gustó desde novios el nombre Alejandra. Entonces, dijimos: a la que traigan primero al cuarto le pondremos ese nombre y a la segunda como su mamá: Isabel. Por ser gemelas les pusimos un nombre común en honor de su bisabuela María Madariaga y de la única hermana de mi esposa: María. Pero sobre todo, para agradecer a la Virgen el milagro.

Con ese acicate debí duplicar mis horas de estudio. Jesús Madrazo Martínez de Escobar, ahora notario público en Tabasco, se presentaba todos los días en mi domicilio y ahí nos pegábamos literalmente a los libros consumiendo cantidades industriales de café soluble para espantar el sueño, en ocasiones con la compañía de Eduardo Guillén Gordillo (q.e.p.d.), originario de Comitán, Chiapas, y dueño de una contagiosa e inconfundible risa. Como Chabe había asistido todo el año lectivo a la Facultad mis compañeros y hasta los profesores la extrañaban en las semanas de exámenes. Por las tardes me iba en mi Volkswagen verde pistache a la Universidad y por las noches se asomaba Isabel en la ventana al escuchar la bocina del carro. Con los dedos le daba el resultado de mi calificación desde lejos y subía corriendo para celebrar juntos el triunfo. A diferencia de mis años de político estudiantil, como ahora siempre asistí a mis clases y hacía los trabajos encomendados por los profesores, mis calificaciones mejoraron ostensiblemente. Muy satisfecho por los resultados obtenidos me confié un poco y en lugar de iniciar mi tesis profesional de inmediato, tomé las cosas con calma.
Cuando pasados algunos meses Chabe me anunció que estaba nuevamente embarazada me dije a mí mismo: -“Este niño nacerá con papá abogado titulado”.
En la ahora llamada Gerencia de Asuntos Jurídicos de Petróleos Mexicanos trabajó mi amigo Eduardo Villarreal Moro, promovido por aquellos días a otra oficina de dicha empresa. Debo decir que Lalo, como le decíamos familiarmente sus amigos, fue el mejor promedio de su generación de abogados y ya destacaba como profesor de Derecho Penal en la Facultad de la citada especialidad en la Universidad Nacional Autónoma de México. Le pedí fuera mi director de tesis, él aceptó y luego entonces corrí los trámites necesarios en el seminario dirigido por el insigne maestro Celestino Porte Petit. Me puse a trabajar muy duro con Eduardo para integrar el respectivo capitulado. Si los libros por mi necesitados no los tenía, se los pedía prestados a Eduardo o a Carlos Vidal Riveroll, también compañero mío de trabajo en Pemex y maestro de Derecho Penal en la citada Facultad. Realicé innumerables consultas en la biblioteca central de la Universidad, en la de la Facultad de Derecho y en la de la gerencia de asuntos jurídicos de Petróleos Mexicanos. Mi tesis profesional se denominó “La Punibilidad en la Teoría del Delito” y le escribí el siguiente sencillo y breve prólogo:

Si pretendiéramos distinguir al Derecho Penal de las demás ramas del orden jurídico, para el efecto citaríamos el concepto punibilidad sin recurrir a ningún otro. Entre tanto se siga el sistema sancionador actual, la pena seguirá siendo carácter distintivo de la noción jurídica dogmática del ilícito penal; pero no obstante, se antoja de dudosa aceptación admitir a la punibilidad en la particular concepción que le han atribuido algunos doctos del Derecho, al calificarla como elemento esencial del delito. Para despejar la incógnita, que así se plantea, dedico un primer capítulo al análisis del problema haciendo algunas referencias necesarias; posteriormente paso a diseccionar al delito mismo y a su ulterior consecuencia, ambos en calidad de parte integral de la hipótesis normativa del Derecho; y por último, en la tercera fase de este estudio, propongo algunas reflexiones para determinar la naturaleza jurídica de los aspectos negativos de la punibilidad.

Sería tedioso para el lector explicarle detalladamente como fui arribando a cada conclusión de mi tesis profesional. Lo cierto es que ante la necesidad de trabajar arduamente y sin distractores gestioné un permiso con goce de sueldo para ausentarme de mi empleo, que dada la naturaleza de la petición no me fue negado, y a lo largo de tres meses fui escribiendo en una pequeña máquina portátil mi borrador y con el ojo clínico de Villarreal Moro lo fui puliendo. Al quedar autorizado el trabajo escrito me fui a una imprenta de un ex compañero de mi padre de la Cámara de Senadores, para solicitar el respectivo presupuesto. El trabajo impreso salió oportunamente con la ayuda de Sergio Antonio Canale Jacobson y de su entonces novia La “Chiquis” Bonilla para revisar galeras y me titulé con un sínodo integrado por los maestros Fernando Castellanos Tena, Eduardo Villarreal Moro, José Manuel Ancona Tellaeche, Yolanda Higareda Loyden y Carlos Vidal Riveroll. Por mi falta de asiduidad como alumno universitario se me fue de las manos la mención honorífica, pues cumplía con los requisitos restantes, incluidos el de no tener ninguna materia reprobada, un promedio en toda la carrera superior al 8 y un buen examen escrito y un eficiente examen oral. Curiosamente me titulé un viernes once de julio en la víspera del Día del Abogado. La fiesta fue en nuestra antigua casa de las calles de González de Cossío de la Colonia del Valle, sin la presencia de mi madrastra, con la asistencia de más de 70 invitados, en donde mi padre pagó todos los gastos y en donde lo vimos que no cabía de la satisfacción. Al sábado siguiente, ante mi enorme sorpresa y no disimulada complacencia, el maestro Fernando Castellanos Tena me propuso para substituir al maestro de derecho penal Fernández Doblado, ausente de sus clases universitarias con permiso para irse como Juez de Distrito al estado de Nuevo León. El lunes 14 de julio ascendí como Abogado “B” Especialista en Derecho Laboral en la Gerencia de Asuntos Jurídicos de Petróleos Mexicanos, duplicando mi sueldo de la noche a la mañana, o sea, que empezaba a dar frutos mi determinación de renunciar a la oportunidad de ser Padre Conscripto de la Patria en la llamada Cámara Baja, pues el citado lunes por la tarde dicté mi primera conferencia como catedrático universitario de la institución de enseñanza más prestigiada de México. Se cumplía la vieja sentencia bíblica: -“Ayúdate y yo te ayudaré”.

Mi clase de derecho penal era terciada y como no podía llegar a la Facultad a inventar conceptos por espacio de cincuenta minutos (los otros 10 se iban en pasar lista de asistencia) debía estudiar todos los días, y esto lo hacía en mi departamento y posteriormente en mi casa cuando me fue posible construirle a mi familia un inmueble echándome para ello a cuestas una deuda bancaria a quince años. Tomé como base el texto de mi maestro Fernando Castellanos Tena bajo el título de “Lineamientos Elementales de Derecho Penal” y curiosamente mi grupo empezó a crecer en número de alumnos desmedidamente. Al principio me sentí muy satisfecho al contar con tan numerosa audiencia, pero un día alguien me dijo que estaban abandonando los estudiantes al maestro Celestino Porte Petit y pedían su cambio conmigo, pues por tradición los maestros nuevos son muy “barcos”, o sea, condescendientes para regalar calificaciones aprobatorias a diestra y siniestra. Como el primer curso de derecho penal se refiere a la parte dogmática de la citada disciplina jurídica y en ella basé precisamente mi tesis profesional, que fue del completo agrado de don Fernando Castellanos Tena, me propuso como catedrático y ello me condujo a la oportunidad de integrar sínodos para exámenes profesionales con muchos de mis antiguos maestros, cohibiéndome un poco al sentarme junto a verdaderos señorones del Derecho para interrogar a los alumnos sustentantes de pruebas orales. Los grupos de alumnos en primer año eran de unos ochenta y en los de segundo bajaba la cantidad ligeramente por las deserciones. De esta manera, la mayoría de los profesores de segundo año contaban con grupos de entre 50 y 60 muchachos mientras que el mío llegó a 138. Para hacerme escuchar debía forzar la voz y como no se podían sentar mis alumnos en la sillería de salones regulares, me dieron uno más grande, en la zona de los denominados “anexos”. Al año lectivo siguiente me propusieron un grupo de tercer año, o sea, para impartir conferencias también de Derecho Penal pero relativas a los delitos en lo especial. Como el año anterior reprobé a la mitad de mis alumnos, mis listas se regularizaron descendiendo en cuanto a su número de alumnos al correrse la voz de que Serrano Castillejos no era un “trasatlántico” ni nada que se le pareciera.

Al pasar lista de asistencia en la iniciación de un curso detecté nombres que me parecieron originarios de Chiapas, de los cuales recuerdo a un joven apellidado Ramírez Corzo y a Luis Felipe Cincino González. Al terminar de pasar lista les pedí –por sus nombres- se pusieran de pie para conocerlos, diciéndoles que siendo yo del estado de Chiapas creía tener paisanos en mi salón y deseaba saber quiénes y cómo eran. Una voz anónima y deliberadamente deformada se escuchó en la parte de atrás: -“Ahora ya sabemos quiénes van a aprobar el curso sin estudiar”. Flaco favor les hizo a sus compañeros el de la voz fingida, pues para demostrar mi propósito de no regalar calificaciones a nadie, a los de Chiapas les apreté las tuercas y ocuparon siempre el grupo de los más aprovechados. Otro día llegó hasta mi escritorio de maestro universitario a interrumpir mi plática un “enviado” de Humberto Lugo Gil, por esos días secretario general del PRI, para solicitarme, en corto y sin que lo escucharan mis alumnos, le diera facilidades a un diputado federal por Veracruz, alegando a favor del mismo que por sus múltiples comisiones no podía asistir a escuchar la cátedra; es decir, en pocas palabras me pedía lo anotara en la lista como alumno de asistencia regular para obtener el promedio reglamentario y aparecer a la hora buena con derecho a examen ordinario. Pasaron los meses y al señor legislador no tuve el gusto de conocerlo. Obviamente, como no asistió al examen en las actas y en la boleta respectiva anoté “no se presentó”, tal y como lo exigía el reglamento respectivo, pues inclusive, como Lugo Gil ni siquiera se tomó la molestia de hablar conmigo, hasta llegué a pensar se trataba de una bien planeada estratagema para sacarme una calificación aprobatoria en beneficio de un supuesto diputado. El hipotético enviado de Humberto Lugo Gil, me reclamó a los pocos días en un pasillo de la Facultad. Yo le dije: -“Dile de mi parte a Humberto me llame por teléfono para ver la forma de arreglar el asunto”. Como nunca me habló, supuse habían tomado su nombre sin su consentimiento, pero el ardid no les funcionó.

Llegó a oídos del maestro Enrique Pérez de León mi asiduidad como profesor y mi empeño. Como era encargado en el área de Ciencias Sociales y Administrativas de diversos cursos, me propuso como profesor de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo en un grupo del tronco común de la Escuela de contadores y de licenciados en administración de empresas, para dictar conferencias. Naturalmente, el tiempo apenas me alcanzaba para mis restantes actividades.
Como si lo ya relatado no fuese suficiente para mantenerme ocupado, en una ocasión fui a ver a la Dirección de Asuntos Jurídicos de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes a mi guapachoso y simpático amigo Mario Ruíz de Chávez, para solicitarle me ayudase a conseguir un teléfono, pues mi esposa estaba a punto de enloquecer con tres hijas pequeñas y no quería mantenerla incomunicada, máxime que debía solicitar constantemente medicinas a la farmacia para las tres pequeñas. Mario conocía mi largo peregrinar para salir adelante e inclusive estaba informado respecto a la forma como había abandonado la casa paterna, y entonces me dijo: -“¿Un teléfono?, ¡no me friegues!, una línea telefónica se la consigo hasta a la cocinera de mi casa. Pídeme algo que valga la pena, para demostrarte mi afecto de amigo” Le expliqué de lo ocupado de mi tiempo, de mi obligación de litigar en materia laboral en representación de Petróleos Mexicanos ante la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, en donde estaba vendido de siete de la mañana a tres de la tarde; pero además –le dije- soy catedrático en dos facultades de la Universidad Nacional de México, por las noches– como para hacerle ver que mi día estaba lleno en su totalidad. “Muy bien –agregó Ruíz de Chávez-, si no tienes inconveniente por las tardes y un poco por las noches vas a trabajar como Dictaminador en Materia de Concesiones y Permisos, de la Comisión Técnica Consultiva de Vías Generales de Comunicación, de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y te doy la oportunidad de robarte el tiempo necesario para dictar tus cátedras en la Universidad”. Me costó dos semanas aprenderme el nombre de mi nueva ocupación. ¡Ah!, se me olvidaba señalar que Mario de cualquier manera me consiguió el teléfono tan ansiado. Con amigos de esa calidad es fácil triunfar en la vida, pensé cuando salí de la entrevista.

Me voy a retrotraer un poco para recordar que el día de la carrera de Maratón de la olimpiada de México ´68 estaba con mis cuñados Héctor Pérez Martínez y Fernando Castañón viendo la televisión a color que compré para disfrutar el evento deportivo, dentro de la sala de mi casa, mientras mi esposa de casi nueve meses de embarazo permanecía acostada en su habitación acompañada de su mamá, doña América Morell, y de mi hermana Ana María, quien corrió a avisarnos a los señores que mi esposa estaba sangrando profusamente. Entre los tres hombres la bajamos por las escaleras del edificio a mi automóvil para llevarla de urgencia al sanatorio de las Américas, en donde el médico de guardia nos explicó que se le había desprendido la placenta y que ello ponía en riesgo la vida del producto. El accidente físico –señaló el facultativo- se llama “placenta previa” y es sumamente delicado. Como el ginecólogo de mi esposa, doctor Eduardo Lowember, estaba en el palacio de los Deportes presenciando el juego de baloncesto de México contra Rusia de la olimpiada, nos comunicamos por vía telefónica a ese lugar y logramos haciendo gala de poder de convencimiento lo llamaran por los altoparlantes para solicitar su presencia en el hospital. Con mucha dificultad, por la natural obstrucción del tránsito de vehículos, pudo llegar para atender a mi señora, en donde por un error de laboratorio estuvieron a punto de transfundirle sangre distinta a la de su tipo, pero la magnífica memoria del referido ginecólogo la salvó de un desaguisado, pues él recordaba era tipo “A” RH positivo. Ese día nació mi hija Ana Olivia, por cierto casada años después con un ingeniero industrial de nombre Leopoldo Balcárcel Toledo, cuyo abuelo paterno falleció en el Estadio México ´68 viendo la competencia de los maratonistas, el citado 20 de octubre: día en que nació mi hija, la de la placenta previa.

Los sinsabores que me hizo pasar mi madrastra Mercedes Espinosa Feijoo con sus absurdas pretensiones y un mal enquistado complejo de inferioridad por haber sido la segunda esposa de mi padre únicamente por la vía civil, complejo que le transmitió a mis medios hermanos Gabriel y María Mercedes, me los compensó la vida con una esposa y cuatro hijos fuera de serie. La citada señora nos cerró a mí y a mi hermana Ana María las puertas de su casa, que era también la de mi padre, cuando se celebró la boda de nuestra hermana Martha Eugenia con Virgilio Anduiza Valdelamar, quien fuese desde que éramos jóvenes mi amigo fraternal. Como canto de guerra y represalia por ser yo el principal defensor de la primera esposa de mi padre y por ende mi progenitora: doña Betty Castillejos Madariaga, linda y espiritual señora que Dios ha de tener en el Cielo y con la que mi señor padre contrajo nupcias por la vía civil y la eclesiástica, mi referida madrastra pretendió obstaculizar el cariño que mi padre y yo nos sentimos mutuamente inventando truculentas historias que no he de referir pues no merece ocupe yo mi tiempo en ella enturbiando además estas memorias.

Hago notar cómo en el presente resumen de mi reingreso a Petróleos Mexicanos y a la Universidad, incluí importantes aspectos de mi vida familiar, pues creo le debo a esas dos instituciones parte de mi felicidad como hombre, como esposo y como padre, y según se advertirá más adelante, también como hijo.

En el año de 1968 dejó Pemex los edificios de la Avenida Juárez. Las nuevas oficinas centrales quedaron ubicadas en los terrenos de la antigua Planta Verónica en la Avenida Marina Nacional 329. En las bardas de las construcciones de enfrente leímos: “Los rateros de Santa Julia le dan la bienvenida a sus compañeros petroleros”. El rótulo tenía dos acepciones: Una, los habitantes de esa colonia popular se sentían petroleros; dos, a los petroleros nos consideraban rateros. La Gerencia de Asuntos Jurídicos se instaló en el cuarto piso del Edificio “1810”, conocido así mismo con la letra “H”. Ahí probé las consecuencias del equivocado concepto que tenía don Jesús Reyes Heroles, director general de la empresa, del espíritu de justicia y de equidad, pues cuando quedó vacante una plaza de Abogado “B” Especialista en Derecho Laboral, a mí me correspondía ascender a la misma por ser el pasante más antiguo entre todos los de probada solvencia en conocimientos jurídicos, pero se la otorgó a un novato del que no vale la pena ni mencionar su nombre como más adelante lo constatará el lector, que como antecedente tenía el de ser el marido de la secretaria particular de su esposa, o sea, de la señora de Reyes Heroles. Lamenté profundamente el incidente, no tanto por mi indebida postergación y el quebrantamiento de mis mejores derechos de escalafón, pero sí por la decepción inherente, pues ¿quién no admiraba por aquellos días al maestro Reyes Heroles? ¿Quién no se deshacía en elogios a favor de una cumbre del pensamiento social y político del México moderno? ¿Quién no tenía a don Jesús como a un santón del cumplimiento de los deberes elementales en cualquier materia jurídica? Ante la avasalladora figura del político originario de Veracruz me sentí impotente y no obstante esgrimí con valor mis razonamientos en su despacho particular, en defensa de mi indiscutible derecho a ocupar una plaza que no podía estar reservada para un joven que era mi pasante. Sin embargo, insistió en otorgar la plaza a otro y yo debí esperar mejor ocasión. Es claro, la señora de Reyes Heroles quedó ampliamente complacida. Véase pues, que los prohombres no lo son en la medida que los crédulos les otorgamos gratuitamente.

El marido de la secretaria particular de la señora de Reyes Heroles al que don Jesús introdujo en el puesto que por derechos laborales me correspondía, leyó el párrafo anterior y me escribió por Internet un ácido "recadito" con verdades a medias y presumiendo de su incipiente carrera de abogado petrolero, pues dicen algunos que nunca pudo brillar en nada. Naturalmente, le faltaron hormonas para proporcionar su dirección y leer así mi respuesta, lo cual no me extraña pues se distinguió por su falta de valor civil y su apagada personalidad. Sería hacerle mucho honor consignar en estas mis memorias su nombre. Quien no tiene las glándulas viriles bien puestas no sirve ni para el arrastre.


Las presiones para preparar escritos de contestación de demandas, de ofrecimiento de pruebas, pliegos de preguntas y de repreguntas a testigos, pruebas periciales, pliegos de posiciones, etcétera, aunadas a la necesidad de atender personalmente las audiencias en la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, eran tan apremiantes, que a la fecha sufro pesadillas consistentes en ir en camino hacia dicho tribunal y advertir que mis expedientes me los han robado.

De la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje obtuve valiosas experiencias, en primer lugar por ser un tribunal con funcionarios limpios y raramente honestos. Encontrar a litigantes de más o menos buena fe como Juan Ortega Arenas y a otros muy decentes, que fueron mi contra parte, entre los que recuerdo a los hermanos Manuel y Jorge Villafuerte Mijangos, originarios de San Cristóbal las Casas, además de Bonifacio Mundo Chacón. En contraste, el litigio en la Junta Local del Distrito Federal era muy pesado, pues ya se daban casos de corrupción extrema entre los funcionarios y lógicamente había mafias integradas con despachos de litigantes. Algo muy similar a lo acontecido en la junta Local de Tuxtla Gutiérrez, en donde toleran a los testigos falsos como si fuese la más limpia institución jurídica y de la cual fue y sigue siendo tenaz defensor un tal Vicente Gutiérrez. Como el procedimiento es oral en materia laboral el litigante se ve obligado a improvisar en sus audiencias y por tal motivo debe ser un estudioso de tiempo completo: de la ley, de los contratos colectivos de trabajo y de la jurisprudencia. Cuando el encargado de la Secretaría de Acuerdos me daba el uso de la voz en las audiencias, mecánicamente encendía un cigarro Raleigh sin filtro y entre bocanadas de humo expresaba mis argumentos. En mi portafolio siempre conducía ocho o diez copias certificadas por notario público de mi poder o mandato, para acreditar mi personalidad como abogado de Petróleos Mexicanos. Las audiencias de conciliación, demanda y excepciones eran verdaderas esgrimas verbales y las de ofrecimiento de pruebas unos auténticos duelos para reducir al contrario a su mínima expresión, sobre todo al objetarle sus probanzas. Las audiencias para interrogar a testigos eran interminables y algunas debían suspenderse para nuevo día, por lo avanzado de la hora. También resultaban muy interesantes las de desahogo de alguna pericial. En las de peritos médicos me hacía acompañar por el doctor Alejandro Castanedo, pues era un asesor de alcances sorprendentes, capaz de ganar un asunto en el análisis de una sola palabra o término médico. Recuerdo asuntos muy interesantes, como el del doctor especializado en ginecología al cual Pemex le rescindió su contrato de trabajo, por propasarse con dos o tres de sus pacientes para hacerlas víctimas de sus lúbricos instintos. El asunto lo gané y la Cuarta Sala de la Suprema Corte declaró firme el respectivo laudo.





Julio Serrano Castillejos

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Publicado el: 09-10-2005
Última modificación: 02-05-2013


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