Había una vez, en remotos tiempos,
un rey que gobernar quería en verso;
aunque para eso no tenía talento,
se dispuso a hacer un esfuerzo.
Los primeros días fueron fracaso,
pues no es sencillo ordenar en verso,
mas no se desanimó el soberano;
necio, como era, se volvería experto.
Con el tiempo, ya le era más fácil
ordenar con versos en la Corte,
de un tirón, de principio a fin,
y era envidia de su colega del norte.
El rey manejaba mejor ya los versos,
sus discursos él mismo los rimaba
y aunque no eran éstos muy extensos,
siempre en perfectos versos terminaban.
Muy astuto, el rey emitió un Decreto
con una directa advertencia muy clara:
sólo él y nadie más, hablaría en verso,
pues al infractor muerte le esperaba.
Por aquel tiempo y en ese reino,
no habían senadores ni tampoco diputados,
Suprema Corte de Justicia y menos
Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Sólo el rey platicaba y ordenaba en verso;
quienes osaron desobedecer tal mandato,
fueron decapitados tan sólo por eso,
sin juicio previo o recurso de alegato.
El rey gobernó 35 años así, en verso,
pero murió en prosa, de dudosa calidad.
A su muerte, se derogó aquel Decreto,
sin consulta ni ceremonia de solemnidad.
El epitafio del rey, dice algo histórico:
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