Aquella dama era un portento de la Creacíón:
gracil, escultural, sublime y de cadencioso andar;
por donde cruzaba, arrancaba piropos de colección,
inundando de exquisita fragancia todo en su caminar.

Sabedora de sus atributos y su nada común belleza,
la joven acostumbraba vestir con refinada elegancia,
luciendo esplendorosamente y con singular sutileza,
toda prenda que, sobre ella, adquiría relevancia.

Acostumbrada a ser siempre motivo de atención,
se limitaba a escuchar elogios a su alrededor,
sin asomar en ella remotamente ninguna intención
de ofrecer una leve sonrisa a ningún joven o señor.

Un día, la dama caminaba presurosa por la calle
y cada paso suyo, todos seguían con la mirada;
era tan erguida y espigada la joven de buen talle,
que nunca el suelo con la vista inspeccionaba.

Era un cálido día del mes de mayo,
coronado por un radiante y brillante sol;
para proteger sus ojos de los inclementes rayos,
la dama portaba oscuras gafas, para lucir mejor.

Repentinamente, la imponente y guapa doncella
perdió el equilibrio y pronto el suelo fue a besar.
Estrepitosa y llamativamente se desplomó la bella
y su ceñida falda se le descosía, para su pesar.

No permanecería, sin embargo, mucho tiempo allí,
pues dos solícitos y compadecidos varones le auxiliaron
a salir de dicha escena y llevársela de ahí,
consolándola en su dolor hasta que la reanimaron.

¡Ella, tan salerosa y prendida, así en esa calle!
Se le rompió la falda y una zapatilla perdió,
los samaritanos, prestos, le cubrieron el talle,
aunque el fino zapato nunca más apareció.

Aquí concluyo este simpático y singular relato,
ocurrió esto algún día en un rincón del mundo;
lo hice poesía y sirvió para pasar el rato
y reír un poco, eso sí que te lo aseguro.

Se me olvidaba: todo fue por una cáscara de banano,
que algún descuidado al suelo arrojó.
Es posible que la historia se repita el otro año,
que a dos hizo feliz y a una bella mucho la enojó.

Raff