Ya vivi la emoción de las palabras
en los brazos de mi madre amada,
cuando de niño acarició mi frente
y me regaló la luz de su mirada.
Su voz me pareció un arrullo
de campanas surgidas del espacio
con los contornos del azul celeste
y los tonos del ámbar y el topacio.
Viví los sabios timbres de vocablos
en la voz de mi padre, compañero
y evidente director de mi destino
con mano dúctil y con firme acento,
creador sutil del movimiento
en mi deseo por tocar el cielo.
Y tuve el diapasón del pensamiento
en las vocingleras horas de la escuela
en los juegos de mi cien amigos
con mis manos y mis padres por testigos,
y con el alma enmudecida de mi aliento.
Surqué las horas grises de los tiempos
de tres abuelos de plateadas canas
y de ellos escuché consejos sabios,
Mis queridos viejos, en sus mejores horas,
pues al cuarto lo intuí ya muerto,
en aras del amor y el sentimiento.
En mi primera juventud, las novias
me obsequiaron sus palabras dulces
y llenaron mis días de requiebros
con sus juveniles promesas, tantas.
Y ya en el umbral del matrimonio
la palabra se hizo estrella, arrullo
y también un cielo salpicado de gaviotas
en la voz de mi prometida mexicana
que al pasar de los años se tornase
en compañera, en mi amiga y consejera.
Luego vinieron con sus voces niñas
cuatro vástagos, que ahora son mi orgullo,
mis directores y mis amigos fieles
que hacen de mi vida un paraíso
de gratificantes y sabrosas mieles
que habrán de llenar mis estancias y mis patios
de balbuceos infantiles de mis nietos,
con trinos lisonjeros y sus notas.

Julio Serrano Castillejos