Al poeta Francisco de Quevedo
En esa soledad que libre baña.
Siempre anduvo cargado de postreras sombras.
Siempre cargó dolor tan fuerte:
La muerte soberana ardiendo en su voz.
Siempre soñó viendo correr el peregrino pensamiento.
Siempre apasionado y grave fuera del rebaño,
Y entre la abrasadora cárcel de la vida.
Siempre leyendo los abrojos secos de la aurora,
Solitario, piedra en pecho de sufrimientos.
Siempre enjundioso, poderoso caballero,
Untando tocino a párpados ajenos.
Siempre con sus pullas y trompetillas
Contra daifas: Hero frente al fuego.
Siempre herido por los ataúdes de la carne,
Por la sombra constante del tiempo.
No sé qué le dio la cárcel de Uclés;
Pero oigo latir su corazón satírico y su voz mordaz.
Usted es un juego de la palabra: fantasía
Del ojo, irascible entre escombros de naipes.
Sintió la muerte como yo la he sentido:
Hojarasca de fuego en las mejillas, aroma de cirios,
Amarillos alelíes jadeando sobre el espíritu,
Sombras empalagosas rizando la madera,
Olas del suspiro, cuchillos de sol entre tragaluces
Consumidos por la boca de la herrumbre.
La vida siempre plega sus alas en la fuga del destiempo.
Muerte viva es, muerte que llega
Antes de que uno se acerque a ella…
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