Cansado del placer y el cruel derroche
de tórrido festín, hacer mundano,
tendí a Dios mi fatigada mano
al ver oscurecer aquella noche.
El Señor, como dueño del arcano,
no realizó ni un gesto ni un reproche,
colocó las estrellas como un broche
en este corazón ya más humano.
Me siento desde entonces al abrigo
de vivir sin pendones rutilantes,
borrasca hoy impía de mi sueño.
Y vuelvo a ser el hombre aquel, el de antes,
calzando las sandalias de un mendigo:
alma mia, ya soy... tu nuevo dueño.
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