La inflorescencia cautivó el paisaje
en tus ojos tan verdes y profundos
cuando emprendiste el pesaroso viaje
hacia el misterio de lejanos mundos.
Me heredaste también de tu presencia
la alforja de insondables soledades,
del paso de tus naves la cadencia…
la firmeza bendita de tus tardes.
Cuando de niño te miré a los ojos
y te viste en los míos tan serenos,
brindaste de tus pelo los manojos
de ensortijados bucles nazarenos.
Fuiste fuerte como el cristal de roca,
luminosa como el candente día…
me bendijiste con tu dulce boca
y de tu amor hiciste mi armonía.
Yo te imploro en mis noches más inquietas
como a santa de flores ya marchitas
y quisiera llenarte de violetas
a falta de brillantes margaritas.
Y llevaré a tu sepulcro un día
mi herido corazón, todos mis rezos,
el ocaso de mi melancolía
y desde luego mis filiales besos.
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