Dios tiene una alma
y con ella cubre el universo.
Habita en nuestras células,
en el abdomen de una hormiga
y en las raíces de los árboles.
Quien no hubiese
sentido el alma de Dios
sencillamente está muerto
o ha perdido los sentidos.
La respiramos todos los días
e inunda nuestros pulmones
y nos da la vida.
Ese fluido de Dios
se funde con el azul del cielo
y cubre de agua los océanos,
esculpe las montañas,
vuela con los pájaros,
se asoma en los ojos de los invidentes
y es luz y sombra de todo
lo que se mueve.
De Dios se dicen muchas cosas
pero nos olvidamos
de su alma, aunque la vemos
al despuntar el sol en la montaña,
y la escuchamos en las noches
tropicales cuando cantan los grillos.
La sentimos en la mano
de nuestra madre y la
bebemos en el jugo de las frutas.
El alma de Dios es como un beso
santo y se incrementa con el amor,
y no duele ni lastima a nadie.
En el llanto de un niño
y en la queja de una madre
está el alma del Creador,
tan pura como el aroma de la leche
que amamantó nuestras bocas niñas,
suave como una caricia,
sensitiva como el cariño
y leve como un suspiro.
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