No puedo escribir si no tengo cerca
el roce de tus manos y
tus ojos paganos y colosales, esos
inmensos ojos que me miran desde hace
cincuenta años, cuando pensábamos
a diario en el paso de nuestros días,
como se piensa en el aire cuando algo
nos ahoga con fuerza
u oprime la garganta y nos ataca.
No sabíamos entonces en dónde estábamos
ni podíamos saberlo
y no obstante sentíamos la cercanía
del alma y de nuestras bocas. Bocas de
jóvenes que dibujan una ilusión y la
escriben en sus caminos, con un abrazo
que los ata, como a estatuas de sal
o piedras cinceladas por Rodin.
Sí, atados uno a uno a nuestros ruidos,
a nuestros silencios también atados
y en la riesgosa rueda de vivir
el sarificio de la noche,
siempre unidos nuestros cuerpos
y así mismo nosotros
a la surte de caminar eternamente juntos.
|