Hicimos nuestras vidas del rodar del tiempo,
de mil desvelos y de otras muchas madrugadas.
La voz de la ciudad caía como la soledad al alma.
Tú tan noble y serena y yo con mis
trajes grises y mis corbatas guindas, siempre
parecidas a la luz de una guirnalda.
Departamento pequeño pero unas inmensas
ansias de saldar la faena. Tus manos eran el manjar
de mis llegadas, mi cielo estaba pegado a tu espalda
cuando limpiabas los muebles de la sala, de esa sala
pequeña y tan nuestra con su mesa de centro adquirida
en un solo pago, como cuando se compra una cajetilla
de cigarros o un pañuelo de lino pequeño y blanco.
El sueldo quincenal cubría apenas el paso de la casera,
pero una honda huella de amor se alquilaba gratuitamente.
Nunca sentimos miedo ni angustia ni soledad y las
sábanas de la cama eran las velas del barco, que en
el caudaloso río de la vida ventilaban el fragor de la batalla.
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