Me disgustaba que se me cayeran los dientes
de mi infancia y también que de noche se me
aparecieran los fantasmas. Cansado de escuchar
mi rítmico corazón en los pliegues de la almohada
pensaba en el Ángel de la Guarda y así me dormía
cobijado por la penumbra de mi recámara. Y al
día siguiente el catatónico disgusto de amanecer
dormido y sin recordar mis sueños de la noche.
Ahora, me disgustan las mentiras de los políticos
aviesos, de mi país y de los demás también, pero
más la hipocresía de los rubios del norte, dados
a explotar el trabajo de los mexicanos en esa
llanura de ignominia que se titula pomposamente
Iniciativa Migratoria de Arizona; de esa Arizona,
parte de la tierra que nos quitaron como se despoja
de una paleta a un niño o como se arrebata la honra
a una menor de edad. Me disgusta esa atmósfera
hiriente del desprecio y del gesto de olor a cañería.
Me disgusta la tristeza secular del indio y sus encías
tumefactas que no conocieron nunca un cepillo de
dientes. Son, esos hombres que siembran el maíz
de nuestras mesas, hechiceros del milagro de vivir
comiendo tierra y tragando saliva fermentada, pues si
bien les va, se llevan a la boca un limón o un mango
macilento. Me disgusta no poder hacer algo por ellos y
verlos pasar diariamente con la cabeza baja como si la
pobreza fuese de propósito. El hambre es la peor de las
tristezas vivida por un humano, pero nos solazamos en
México por tener a uno de los hombres más ricos del
planeta. ¡Valiente algarabía la de mis compatriotas..!
Aquí señorea también la pobreza del entendimiento…
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