Érase una vez un puerto
cuya casa era el mar.
No tenía puertas ni ventanas
Solo la libertad del viento.
Y es que el puerto era algo más que espigones y mercantes,
que veleros,
gentes y suspiros.
Entre los miles de colores de mi puerto,
un tinglado,
una rosa que, entre gritos y ruidos,
lamentaba
no haber llegado a tiempo de escuchar
el discurso de aquel rocoso hombre
de la carga, que decía:
EL VINO Y LA ESPERANZA
SON DOS PRODUCTOS
QUE NO DEBEN FALTAR
EN LA DESPENSA DEL CORAZÓN DEL HOMBRE.
Y ES QUE MI PUERTO NO ES UNA SOLA COSA.
Mi puerto es un sentimiento,
es la lucha diaria
que me redime del colapso.
Es la misma identidad,
es la fe que se siente,
que se cree al afirmar
¡YO SOY PORTUARIO!!
Y eso no puede quedarse
sólo en las palabras,
sobre todo, en aquellas
que a veces nos traicionan.
Mi puerto tiene un pacto con la luna
y una cómplice amistad con las estrellas, con el lucero del alba.
Ellos fueron los testigos perennes
del color de la alegría,
pero también de la muerte
cuando hizo acto de presencia
el día aquel de julio ...
Mi puerto
tambíen son recuerdos y futuro,
ese de todos los días,
el que no se ve
pero que ahí está,
siempre marcando
el camino a seguir y
donde la lealtad es una norma
de comportamiento,
una visión del mundo
porque el color de la lealtad
jamás traicionó la luz del corazón
ni desterró la palabra dada;
¡justamente ese es mi puerto!
Mi puerto tiene alma y tiene dudas,
pero solamente aquellas
que acercan el horizonte,
las que no sucumben al miedo ...
Mi puerto no es el tiempo,
ni la orilla del río,
ni siquiera um concepto.
Mi puerto es el ser de la
identidad,
el ser de la existencia,
el ser de la pertenencia.
Mi puerto es el más bello de los sueños,
el más ilustre sentimiento,
es la bondad,
la dulzura y la guerra,
¡MI PUERTO SOY YO,
¡Y YO SOY PORTUARIO!

Fernando Pérez.