Dejé a mi madre desvalida y sola
en la urbe más grande de mi mundo
y con amor profundo
recibí de niño todas sus cartas
y en ellas sus caricias
selladas con el néctar de sus besos
y con lágrimas de suyo entrecortadas.
Eran letras salidas de sus manos
tan llenas de ternura
como el responso de la Virgen pura
y siempre preguntaba
con celestial premura
por el destino de mis cinco hermanos
y el mal que les abruma.
Esos chiquillos que teniendo madre
gemían la distancia
de la mujer que dio les sus latidos
en esta dulce vida
de fragua enternecida
y todo el andamiaje,
las notas más sentidas de la infancia
y su difuso viaje.
La casa bendecida de la abuela
era el rincón celeste de estos niños,
que lejos de cariños maternales
y aquella mano suave
buscaban en los rezos de Gabriela,
la abuela tan piadosa,
el súmmum de los mantos patriarcales.
Ayer, cuanta ilusión en los bosquejos
de toques pueblerinos
en infantil anhelo,
con polvo de penumbra tan temida
y una ansia atormentada del destino
por alcanzar consaluelo.
Mi madre, desde lejos,
vivió lo marginal de sus caminos
en plena juventud y sin crespones.
Florida como huerto,
siempre devota, era dama buena.
Lloraba en los rincones
con ojos diamantinos y perplejos.
Las tardes deshojadas
desgranaron por siempre el fiel rosario,
la suerte despiadada
y aquellas madrugadas
se fueron alegrando
con nuevo y oloroso escapulario.
Los años bien pasaron
en los ayeres de los seis hermanos
y quiso la fortuna
situarlos en los cuernos de la luna
cuando besaron las benditas manos
de aquella madre hermosa,
¿y saben una cosa?
Luego de ella, jamás se separaron.
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