Tus pechos insaciables de ternuras
supe amarlos en la noche suave y santa,
en la cueva ardiente y solitaria
del mosto de tus carnes fatigadas.
Amé el rojo y carmesí de aquellos labios
de suave arquitectura
y amé también tus horas perfumadas.
Amé tu voz radiante y giratoria
de tono perdurable,
la chispa de tus ojos, tu costumbre,
tus manos encendidas de presagios
y al cruento trepidar de cada lumbre.
Amé también la luz cuando se apaga
al toque de tu almohada
y en los juegos de fastos malabares
de la penumbra hiriente, desolada,
de las playas con todas sus pleamares.
Y supe amar también
los cantos peregrinos del momento,
el rumbo alucinante,
el ocaso vencido y tan extraño…
de un camino sin fondo y siempre ciego
del tiempo tamizado por el viento.
Gozar, vivir aquella dicha pura…
fuese la insignia amiga de mis pasos;
crecer sin amargura,
pintar con frenesí todos mis trazos.
Si supe amar también
la fiebre cardinal del pensamiento,
el bosque con sus hadas
y siempre sin perder el sentimiento
amé en el mar las rocas hechizadas.
Y supe bien amar a mis silencios,
al segundo de desdichas y ruindades,
amé al filo de todas las espadas
y al basto titilar de lo profano,
y así de tanto amar
pude comer el mundo a dentelladas.
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