Lluvia y charcos tenía el edén florido
de los años lejanos de mi infancia
y en ese mi solar
de selva iluminado
donde la tierra huele a quiromancia,
a sol, a vida pura…
sembré la latitud de mi quejido.
De un quejido tal vez adolescente
y oscuro como el luto de la noche
y nunca adocenado.
De un quejido nacido sin reproche
sin ayes de amargura…
sin el polvo ansioso del pasado.
De un quejido de voz callada y pura
que entierra quedamente
las dudas de la infancia.
De un quejido vivaz y florecido
al paso de muchachas
que mueven cadenciosas
sus formas tan bonitas
y sus caderas amplias… voluptuosas.
Viví en verdad feliz en el quietismo
vital, sin amargura,
de la tierra feraz y alucinante
que puso cual reloj en mis momentos
minutos y segundos…
la hora más graciosa y diletante.
Y supe traspasar cada ribera
de las pizarras grises del colegio,
al son de la batalla
en el sinuoso río
de pleitos dirimidos a pedradas
y en cada primavera
la galana virtud del mujerío.
Pulí con entereza
las ásperas razones de la vida.
También domestiqué
los cruentos sinsabores
y tuve como amigas
las horas del ensueño y las tristezas.
Lluvia y charcos tenía la alfarería
enhiesta en los jardines
y el patio de mi casa solariega.
El agua me llenaba de alegría
de dulce campanilla
empapando los rojos adoquines.
Lluvia y charcos tenía la sinfonía
del vuelo de las aves
que cruzaron el cielo de mis días,
la luz de mis orientes
la sombra de mis noches
y el surco que mis tiempos sembraría.
Si hoy… si llueve… mi vida se conmueve
y veo siempre a lo lejos
a niños chapoteando en amplios charcos,
y a nuevas serpentinas
colgadas de las rosas
en el ensueño de los tiempos míos
y a mi alma pesarosa.
Ni llueve… ni hay ya charcos en mi vida
y en ese mi solar
de selva iluminado
en el cerrojo de mis años idos
de mi alma rumorosa…
volaron golondrinas
refrescando mis tiempos inhibidos.
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