Y tuve que aceptar el desafío
de pulsar la inclemencia en madrugadas
de mis jóvenes amigos
en los lindes de mis libros
que temblaban en las horas deshojadas.
Cuanta inequidad
en la epopeya universitaria
trazada en la cumbre de la ciencia
y los sapos y las ranas deambulaban
entre maestros y estudiantes petulantes
y nenas que a veces me miraban.
Cuánta carne de juventud
se encerraba en el sur de la ciudad,
en esa urbe intemporal de la montaña.
Las Facultades
esculpían la faz del infinito,
la saciedad del pensamiento
y de Platón la sintonía;
la de Derecho era la pirotecnia de las reglas
carcomidas y vencidas
por la furtiva voraz del sentimiento.
Los estudiantes de medicina caminaban
enfundados en batas blancas al
tabernáculo del estudio de la muerte
y en esa rueda sin fin espiaban
al lingote sangrante del espíritu.
La Escuela de Ingeniería era un
rebaño de estalactitas y la de Arquitectura
el amoroso báculo de los constructores
audaces y activos cual termitas.
Los jóvenes de Odontología,
mordían la saciedad hiriente de
los labios tumefactos
y a cambio de ello profesionalmente
regalaban su esfuerzo a sus
dolientes víctimas.
Diego Rivera hizo el escudo de la
Universidad en el oval y
enhiesto estadio olímpico y Siqueiros
los dibujos esculturales de Rectoría
y si algo resultaba mal,
el conglomerado
estudiantil en pleno y en sintonía
decidía la suerte a
seguir, como cuando volaron
al grito de “¡a la de tres..!” con
cartuchos de dinamita
la estatua de Miguel Alemán Valdés.
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