No puedo iniciar un poema
sin imaginar primero una flor dorada
en la espesura de mis senderos
o a una ave blanca volando
al viento sobre un velero
y si me esmero un poco, las bellezas
hoy provincianas de una fuente
sembrada en calles grises bien empedradas
y a lindas damas de albas enaguas
con cintas rojos atando el pelo y
desafiando al tiempo sus lindas caras.
No puedo caminar en las distancias
del mar sereno sin la resaca
que me introduce al tumbo adverso
de tiburones de dientes fieros
y a las ondas claras y a los tormentos
del agua blanca que luego estalla en los
peñascos y en los misterios.
No puedo hoy sentir el miedo de
las mañanas del mes de enero,
cuando fantasmas de faz doliente en mis
lecturas de aquellos libros de mis hechizos
hirieron crueles mi pensamiento
y coagularon mi sangre niña, con sus
dolientes garras de espanto y con sus sombras
me demudaron siempre el semblante.
No puedo iniciar un poema
sin suponer un libro abierto de recias hojas
donde se cuenten cosas alegres
con fantasías, sin las perfidias, sin las congojas,
donde el sereno cante sus cosas
a las niñas buenas, a las viejas solas
y siembre el amor todo el cariño en las alcobas,
se abra el otoño con flores de oro
y sean los hombres y las mujeres, como vaivenes
de la esperanza en esta vida tan pesarosa.
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