Después del llanto,
las estrella se vuelven incandescentes,
y mis labios bordean tus mejillas acariando cada lágrima,
con el anhelo del desierto inhóspito.
No soy azul,
menos príncipe,
a penas un mendigo de caricias,
alcohólico bebedor de penas,
con la certeza de ser el mayor guardián de tus manos.
Agudo observador del silencio,
donde la vida resurge en cada espacio,
que mi inquietud le roba al segundo,
tras el paso del haz de luz que fluye desde tu iris.
Alumno y maestro de la vida,
que por agitada,
pierde la claridad del bohemio y soñador,
escritor ansioso de recuerdos y de viejas historias.
Que imaginación verte dormida, recostada en mi pecho.
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