Con sus pies descalzos y maltratados,
su ropita vieja y muy descolorida,
va Pedro por el camino adoquinado,
soñando en obtener algo de comida.
Su mirada va fija hacia el frente,
allá, donde árboles grandes lo esperan;
aún tiene que cruzar un viejo puente,
por allí, algo de ganado se pastorea.
Conoce bien el camino del huerto,
sabe que su cansancio será recompensado;
tres kilómetros más, hacia dentro,
estará en el huerto de don Romualdo.
Pedro no puede pronunciar palabra,
nació con una crítica lesión cerebral,
pero oye y entiende, sílaba por sílaba,
y eso, es un logro digno de celebrar.
Con sus escasos nueve años de edad,
el niño mudo quisiera al mundo gritar,
expresar sus alegrías, también su pesar,
que como todos, siente y que desea silbar.
Por fin, llega Pedro con don Romualdo,
el hacendado fruta de primera le obsequia;
el niño sonríe y extiende sus manos,
su esfuerzo el buen hombre premia.
Es tan cuantioso el cargamento,
que ruedan por el suelo naranjas y peras;
se escapan de sus manos por un momento
y a Pedro, le da eso algo de pena.
Ordena don Romualdo a un trabajador
que pronto regrese con una bolsa,
cargada con más fruta y dulce de alfajor,
preparado por doña Cristina, su esposa.
Pedro mira agradecido a su benefactor,
regresará de nuevo caminando al pueblo,
si tiene suerte, viajará en tractor,
cantando una canción en silencio.
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